Para la mayoría de los judíos, la existencia del Estado ya era un hecho consumado. Éste había sido el anhelo de Theodor Herzl, el visionario de fines del siglo XIX, creador del nacionalismo judío moderno, al organizar en 1897 el primer Congreso Sionista en Basilea, Suiza, y en 1917 la Declaración Balfour del gobierno británico confirmó el derecho del pueblo judío a establecer un «hogar nacional» en la Tierra de Israel Palestina. Para los judíos residentes en Palestina, el Estado de Israel nació de hecho el 29 de noviembre de 1947, el día en que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por una mayoría de dos tercios el plan de partición de Palestina. Muchedumbres entusiastas salieron a cantar y a bailar en las calles de Tel-Aviv, Jerusalén y Haifa y demás poblaciones del país. Los judíos tendrían un Estado propio, aunque pequeño, y las autoridades mandatarias británicas abandonarían el país el 1 de agosto de 1948.
Por supuesto, en noviembre no ocurrió nada tangible. Rechazada por el bloque árabe, y no apoyada por el gobierno británico, la decisión tomada por las Naciones Unidas en Lake Success tardó unos cinco meses y medio meses de creciente violencia y forcejeo diplomático en reflejarse en la fundación del Estado de Israel, en condiciones muy distintas de las planteadas inicialmente. Los dirigentes de la población judía, inmersos durante meses en su polémica con los británicos, no habían previsto que quedarían solos antes de tiempo (los británicos anticiparon su salida de Palestina al 15 de mayo), ni se habían percatado de la gravedad de la amenaza militar árabe. Desesperados por la falta de armas, los judíos de Palestina, además, fueron sacudidos por la recomendación de Estados Unidos de suspender el plan de partición e implantar un fideicomiso temporario de las Naciones Unidas en Palestina (la iniciativa, que salió del Departamento de Estado, causó congoja personal al Presidente Harry Truman).