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Auschwitz, la larga noche de la infamia y una memoria de 60 años

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Su nombre es huella perversa en todas las lenguas, una marea de desechos del horror. Pronunciar Auschwitz es hablar de exterminio, miseria humana y odio. Fue y es el símbolo de la burocracia nazi y la matemática para la muerte, en el afán por eliminar al enemigo judío. En el colmo de la exasperación, un filósofo llegó a decir que después de Auschwitz no se podía escribir poesía. Hoy se cumplen 60 años de la liberación del campo polaco donde murieron un millón y medio de personas y sigue habiendo poesía. También hay vida y memoria.

Eugenia Unger tiene 78 años, un pelo que resiste rojizo y los labios color mora, como sus uñas. Supo ser hija de familia rica; acarició pieles y contó las cuentas de los collares de perlas de su mamá desde muy chica, en Varsovia. Tenía 13 años cuando se terminaron los privilegios. Habían llegado los bombardeos y los nazis, que amordazaron la ciudad, con sus habitantes adentro.

Primero se terminó el agua. Después vinieron las llamas. Hizo vida de ghetto y empujó carros con cadáveres. Llevaba la obligatoria cinta con la estrella de David. Perdió a su hermano, que se resistía a ir «como ovejas a la muerte» y fue uno de los soldados de ese ejército irregular y desesperado que defendió el ghetto a base de molotovs.

«Yo no me animé, era chica, fui cobarde», se castiga Eugenia, que saca de a ratos un pañuelo floreado del bolsillo y se lo lleva a los ojos. Su brazo izquierdo, muy blanco, tiene un sello: 48914. Se lo pusieron en Birkenau, uno de los campos del complejo de Auschwitz, montado por los hombres de Hitler en Oswiecim, a 50 kilómetros de Cracovia. Allí llegó con su madre, que a los 38 años era una anciana.

Toda su vida se convirtió en una noche, como dijo una vez el escritor Elie Wiesel. «Cuando bajamos del tren, la mitad estaban muertos por asfixia, hambre, debilidad. Ahí nos raparon, nos sacaron la ropa, nos denigraron, hicieron de nosotros monos». Las alojaron en barracas repletas. Dieta de cáscaras de papas y zanahorias. Récord de peso: 30 kilos para Eugenia.

«Hacíamos nuestras necesidades en baldes. Ahí estuvimos un año llenas de piojos, dormíamos de a 7 u 8 en una cama. A veces me despertaba y algunas estaban muertas». El agua contaminada las enfermó, pero siguieron trabajando para evitar la cámara de gas. «Muchos no querían vivir más y se tiraban contra los alambres de púa, que estaban electrificados. Nuestra vida era levantarse y acostarse con la muerte». A Eugenia le quedaron restos de esa psicosis. «Hasta el día de hoy no puedo comer carne asada: siento el olor al crematorio».

Auschwitz, escandaloso escenario de selecciones humanas, catálogos obsesivos y pruebas inaccesibles para la razón, como los experimentos de esterilidad en masa. En ese laboratorio del mal halló su lugar para salvarse Salomón Feldberg. Hijo de un fabricante de zapatos, el 24 de junio del 43 se lo llevaron junto a parte de su familia. A Salomón, curiosamente, lo «salvó» Josef Mengele, el médico alemán que experimentaba con niños judíos y que lo eligió para sus exámenes. Salomón pasó casi toda su estadía en el block 28, que era el hospital del campo. «Debajo del piso donde dormíamos estaba la cámara frigorífica, donde estaban los cadáveres hasta que los llevaban al crematorio», cuenta, los ojos tímidos, el pelo ralo.

Durante semanas, «mi trabajo era seleccionar prótesis de manos, de piernas. Ví cómo les sacaron a los cadáveres los dientes, el pelo. Todo se guardaba y aprovechaba». Junto con otros 17 chicos, sufría una agenda diaria de análisis, inyecciones, radiografías. Arnold Dohmen, un médico alemán, les inoculó el virus de la hepatitis. «Nos pusimos amarillos, con fiebre altísima. Otros médicos prisioneros, uno ruso y el otro noruego, nos dijeron la verdad: ‘están buscando vacunas, prueban el desarrollo del virus en humanos'». En su paso por el infierno, Salomón logró ser iluminado: no le quedaron daños hepáticos graves.

La oscuridad del campo y sus voces no dejan de vibrar en los sobrevivientes. Para Eugenia y Salomón, que reescribieron sus vidas en Buenos Aires hace décadas, el álbum del horror sigue ahí, implacable pero necesario. Tanta muerte convive sin embargo con otros retratos prodigiosos. Son aquellos donde se adivinan sus brazos tatuados en abrazos infinitos a hijos y nietos, en la ce lebración de la vida.
Por Carolina Brunstein.-Clarin

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