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Por Amos Oz.Entrevista

«Quisiera ver a Sharon y Arafat ardiendo juntos»
Por Amos Oz.Entrevista

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Cuando afirma que todos los habitantes de Israel viven la historia como experiencia personal, sabe lo que dice. Nació en Jerusalén en 1939, cuando su país estaba todavía bajo mandato británico, y dice que las primeras palabras que aprendió en inglés fueron «British, go home». Sus padres eran refugiados de Lituania y Ucrania. Su madre se suicidó cuando él tenía 12 años. Tres años después, Amos Oz se cambió de nombre y se fue a vivir a un kibutz. Estuvo en las guerras de 1967 y 1973 y vive desde hace años en Arad, un pueblo en el que, según dice, se escucha el español de los argentinos. «Llegaron a mi pueblo, donde fueron recibidos por los exiliados que vinieron en la década del 70 huyendo de la dictadura. Así que en Arad tenemos una sociedad argentina de dos capas. El acento argentino se oye bastante en nuestras calles». De este prolífico y a menudo polémico intelectual, fundador del movimiento Paz Ahora, se consiguen en las librerías argentinas La caja negra (Mondadori), Un descanso verdadero y No digas noche(Siruela).

Su libro más reciente traducido al castellano, El mismo mar, acaba de ser distribuido en España y se espera que llegue al país hacia fin de año. Desde su casa de Arad, y días antes de partir rumbo a Inglaterra para participar del Festival de Edimburgo, mantuvo un largo diálogo telefónico con Cultura.

—El contexto histórico aparece siempre en sus novelas. ¿Cuál es para usted la relación entre Historia y literatura?

—No creo que pueda definirla, pero diría que en mi país no hay línea divisoria entre lo público y lo privado. En Israel, la Historia se vive como experiencia personal. Todos son refugiados y sobrevivientes o hijos de sobrevivientes y refugiados. Pero si tuviera que definir sobre qué escribo, diría que no es sobre Historia sino sobre la familia. Para mí, la familia es la institución más misteriosa, emocionante y paradójica del mundo. Pero las familias tienen mucho que ver con la Historia…

—¿Cómo definiría su literatura? ¿Coincide con los que la llaman «realista»?

—No es mi trabajo definir mi propia obra literaria, pero no la llamaría «realista». Habría que buscar otro nombre: para mí no hay línea divisoria entre realidad y fantasía. Ambas son parte de la misma experiencia cotidiana.

— Ya que hablamos de experiencias, ¿cómo marcó su trabajo los años en los que vivió en un kibutz?

—Ah, pero no hago sociología. No escribo sobre los kibutz. En Un descanso verdadero, el kibutz es sólo un telón de fondo. Repito: yo escribo pequeñas historias de familia. Aunque es cierto que ante el esfuerzo del kibutz por cambiar la naturaleza y el ser humano, mi reacción es una mezcla de ironía y admiración.

—El kibutz y los pueblos del desierto son parte de una nación. ¿Siente que sus libros pertenecen a la fundación de una literatura nacional?

—No. Yo escribo dentro de la tradición de un idioma. El hebreo es mi instrumento musical. No creo que mis novelas sean afirmaciones sobre el estado de la Nación. Son música de cámara. Pero están escritas en hebreo y el hebreo evoca cierto conglomerado de sensibilidades: recuerdos colectivos, una cultura, una herencia, una mentalidad. En Israel hay un común denominador pero también enormes diferencias. Los judíos vinieron desde 136 países y tienen una relación amor-odio con su país de origen. Y con el nuevo país. Para mí, Israel es una gran polifonía. Mire, yo diría con una sonrisa que Israel no es una nación. Es una ruidosa colección de discusiones a gritos. Somos seis millones de Primeros Ministros, seis millones de profetas, seis millones de Mesías. Todo el mundo está gritando. Nadie escucha. Excepto yo, que me gano la vida escuchando.

—¿Qué piensa de la situación de Israel?

—Ah, con respecto a eso, quiero compartir con ustedes las buenas noticias. Hoy en día, los judíos israelíes y los árabes palestinos (incluso los que odian la idea) saben exactamente cómo va a terminar este conflicto: con una partición en dos Estados soberanos viviendo uno al lado del otro, sin amor pero en paz. No hay alternativa: ni los cinco millones de judíos, ni los cuatro millones de palestinos que viven en este territorio piensan irse. No pueden convertirse en una sola familia, así que van a tener que vivir como vecinos. Por primera vez en cien años, los pueblos están delante de los líderes. El paciente está listo para la cirugía pero los médicos son cobardes. Por eso, y personalmente, me gustaría ver al señor Ariel Sharon y al señor Yasser Arafat juntos en el infierno.

—¿Y hay ya una generación de líderes preparados para eso?

—No tengo dudas de que los líderes están ya entre nosotros. No le puedo dar los nombres. Nadie sabe quién va a ser el héroe. Ni siquiera el héroe lo sabe pero cuando llega el momento, la persona indicada está ahí. Mejor dicho, las dos personas. Hay un proverbio árabe que hay que recordar al hablar de paz: «Si quieres aplaudir, necesitas dos manos».

—¿Usted cree que ayuda al proceso de paz con sus novelas?

—No. En las novelas quiero contar una historia. Cuando quiero ayudar escribo un ensayo político y le digo a mi gobierno que se vaya al diablo. Por desgracia, no me hacen caso. Así que ni siquiera los ensayos ayudan mucho. Yo no escribo literatura para cambiar nada. Escribir una historia es una ocupación completamente distinta de la de decirle al gobierno que se vaya al diablo. Una misma persona puede ser un excelente ginecólogo y un estupendo amante. Pero no al mismo tiempo.

—¿Cree usted que sus libros están relacionados con los de otros escritores judíos de la diáspora, Malamud, Bellow, Singer?

—No. Mis libros están dentro de la tradición hebrea. Los escritores judíos que escriben en otros idiomas son sólo primos segundos. Tal vez podría decir que tal vez comparto con ellos una fascinación por la comedia de familias. Pero no me veo como parte de un grupo internacional de escritores judíos.

—En sus obras hay un gran interés por las relaciones entre los individuos y la comunidad. A veces aparece incluso un narrador en primera persona del plural, un «nosotros».

—En mis novelas, el «nosotros» es siempre humorístico, cómico. En cuanto a las relaciones entre individuo y comunidad, John Donne, el poeta inglés, dijo: «Ningún hombre es una isla». Mi humilde contribución a esa frase sería: «Pero todo ser humano es una península». Usted, yo, todos estamos relacionados en parte con la familia, la sociedad, la religión, el país, y en parte miramos hacia el océano, hacia el silencio. Así que: «Ningún hombre es una isla y todos los seres humanos son una península». Yo escribo sobre los seres humanos como penínsulas.

—En sus novelas, hay momentos en los que se hace una enumeración de escenas de la comunidad, como una especie de panorámicas del grupo.

—Sí, claro. A veces, mis personajes y yo estamos pensando en lo que nos hace a todos parte de algo y otras veces nos concentramos en lo que nos hace únicos y solitarios. Las enumeraciones pertenecen al primer momento pero hay una relación dialéctica entre los dos. Después de todo, cuando pasamos mucho tiempo solos, deseamos estar con otros y cuando pasamos mucho tiempo con gente, queremos que nos dejen solos. Esa es la comedia humana como yo la entiendo.

—Entonces, respecto de las relaciones humanas, sus obras están emparentadas con las ideas de Martin Buber.

—Sí. Se puede decir que los tipos de relaciones humanas de los que habla Buber —las relaciones tipo yo-eso y las tipo yo-tú-tienen mucha importancia en algunos de mis trabajos. La posibilidad de que dos seres humanos se miren directamente a los ojos y se escuchen —de que tengan una relación yo-tú— es un milagro. En general, cuando dos personas hablan, aunque estén enamoradas, no se están escuchando. Por eso un diálogo real, un momento de verdadero encuentro, es un milagro.

—Me da la impresión de que, en sus libros, los personajes capaces de escuchar nunca son jóvenes.

—No creo que tenga que ver con la edad sino con el dolor y el sufrimiento. El sufrimiento es el común denominador de toda la literatura mundial. Es el lenguaje que comprende todo ser humano. Alguna gente que ha sufrido mucho se vuelve más capaz de escuchar. Otra gente, menos. A veces, no siempre, el dolor y el sufrimiento nos enseñan a escuchar.

—Otra característica de sus novelas es la aparición de pequeños cuentos muy intensos, un poco al margen del argumento principal. Por ejemplo, me acuerdo de uno sobre un mono en No digas noche.

—Para mí, esas historias están profundamente relacionadas con la principal pero no en el sentido del argumento. No quiero describir la relación pero es importante. El mono de Nigeria y el chico muerto en la pequeña ciudad israelí están relacionados, muy relacionados. Yo creo que existe una red de relaciones entre la gente, y no pasa necesariamente por el argumento.

—¿Y el espacio? ¿No tiene un papel semejante en sus novelas?

—Ah, sí. Para mí, las montañas, los desiertos, el mar, la noche y el día son personajes. Yo veo cierta analogía entre un hombre y un mono y una noche en el desierto; o entre una mujer, una mañana de invierno y el viento. Hay analogías en todas partes, no sólo entre los seres humanos sino también entre nosotros y el resto del universo. Incluso en términos del universo, somos penínsulas. Tenemos cierta parte que está inclinada hacia el desierto o hacia el océano o hacia las montañas. O hacia los cielos nocturnos.

—Sus historias están contadas por muchas voces y narradores. ¿Esto tiene que ver con una idea sobre la verdad?

—¿Recuerda cuando dije que mis obras son música de cámara? Yo escribo tríos o cuartetos o quintetos. Polifonías. En general, no hay un único protagonista en mis novelas. Tal vez también tiene que ver con mi idea de la democracia. Nadie debe ser el dueño absoluto de la historia. Los cambios en el punto de vista están relacionados con cierta forma de relativismo, con una coexistencia de diferentes versiones. Por ejemplo, si escribo acerca de un matrimonio como en No digas noche, habrá más que dos puntos de vista en esa historia. El marido va a traer al juego a sus padres, muertos o vivos, y a sus abuelos. Lo mismo hará su mujer. Cada vez que una mujer y un hombre hacen el amor, es una orgía. Yo escribo sobre orgías en las que toman parte innumerables fantasmas.

—En su última novela, El mismo mar, aparece un nuevo tipo de narrador. ¿Cree usted que en realidad estuvo ahí siempre?

—No estoy seguro: en El mismo mar, aparezco yo muy explícitamente, con mi nombre. Soy un personaje menor, sin demasiada importancia en la polifonía de la novela, pero soy una presencia concreta.

—¿Le parece que ese narrador va a reaparecer en sus próximos libros?

—Sospecho que la respuesta es sí. En mi último libro, Una historia de amor y oscuridad, una novela autobiográfica que salió aquí hace tres semanas, ese narrador está vivito y coleando.

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