«¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue, la venturosa o la de triste horror, esa otra cosa que pudo ser la espada o el escudo y que no fue?»
Con este poema de Borges, intento poner en palabras la sensación que a modo de interrogante, se nos habrá presentado tantas veces a quienes vivimos cruzados por la ausencia y el dolor.
Dónde estará esa vida, la que pudo haber sido y no fue. La que enfrentó ese aciago día la calle rumbo a su destino. Y hoy es ese rostro amado que nos sonríe desde la foto.
Dónde estará nuestra vida, la que pudo haber sido y no fue. La que soñábamos disfrutando junto a nuestros seres queridos, creciendo, envejeciendo junto a nosotros. Nuestra vida simple, completa, nuestra.
Esta vida, la vida del después, la vida de la ausencia, la vida como padres de, hijos de, hermanos de, esta vida de la lucha, del reclamo sin descanso, nos trae a este espacio de homenaje y de recuerdo.
Esta vida, la vida del después, la que nos enfrentó a tantos estadíos diferentes: el dolor desgarrante de la pérdida reciente, la necesidad imperiosa de juntar nuestro llanto y transformarlo en acción, la angustiosa mezcla de sensaciones en el durísimo tramo del primer año cuando nos enfrentamos con el primer cumpleaños sin, el primer día de la madre o del padre sin, y ante la inminencia del primer aniversario, nos encontramos seguramente reviviendo el último mate con, el último abrazo con.
Dónde estará esa vida, la que pudo haber sido y no fue. La de proyecto y futuro, que es hoy mirada que reclama.
El poema de Borges, se llama «Lo perdido». Y vaya si perdimos. Perdimos de vista el horizonte despejado. Perdimos las ganas jóvenes, la caricia esperada, la voz amada.
Perdimos y nos perdimos. Pero el desafío es encontrarnos y salir a encontrar. Encontrar al otro en nosotros, el mundo que todos pensamos y queremos, encontrar brazos solidarios en el reclamo y en el abrazo.
Porque si bien es verdad que no se puede recuperar lo perdido, también lo es que debemos mirar hacia delante, seguir viviendo y vivir bien, con la mochila que nos toca llevar a cuestas, que pesa toneladas, pero que llevada sobre la espalda, nos permita sin embargo, ver hacia delante y seguir caminando.
El tiempo pasa. Sin embargo, por momentos, cuando todavía sentimos el calor de su última mirada, del último beso, nos parece que fue hace tan sólo un instante.
Hay noches en que nos dormimos con la ridícula esperanza de despertarnos y que alguien nos diga que todo es mentira. Que nada pasó.
Pero despertamos y hay un plato vacío en la mesa. Y hay un abrazo que no es. Hay una habitación cuidadosamente intacta donde sus imágenes, como ecos, aparecen por los rincones. Hay recuerdos que acarician. Hay viajes a la infancia. Hay libros, hay fotos. Y hay tantas cosas que ya no hay.
Pero nosotros, los que estamos hoy acá, tenemos algo. Tenemos una misión: ser la voz de esas voces que ya no son, desde el reclamo que nos moviliza, pero fundamentalmente desde el espacio de la memoria. Es a través de la memoria, que les damos perpetuidad. Es a través del ejercicio activo de la memoria, que ellos permanecen vivos.
Porque debemos tener esperanza, porque debe importarnos.
Porque debemos creer en nuestra lucha por encontrar el camino que nos permita vivir bien.
Porque debemos desear superarnos y poder estar con el otro y ayudarlo, desde el dolor que nos clava el alma, pero también desde la felicidad de haber tenido, disfrutado y amado.
Porque si bien ellos perdieron la posibilidad de cumplir sus sueños, nosotros no debemos perder de vista los nuestros, que los incluyen.
Porque debemos aprender con el tiempo, a respetar a estas nuevas personas que somos, es que debemos reir, llorar y vivir.
Tanto por el recuerdo de aquellos que amamos y ya no están, como por los que aún nos quedan y nos necesitan, y por nosotros mismos, es que debemos encontrar el camino para dar sentido y significado a la vida, a esa vida, la que pudo haber sido y no fue.