Por Leonardo Jmelnitzky*
Una crítica estructural desde dentro de la crisis
Hace ya muchos años, tuve el privilegio de escuchar —de labios de un viejo y entrañable dirigente judío argentino, el profesor Moshe Korin— una frase que me conmovió sin que entonces lograra comprender del todo por qué: “El judaísmo se está convirtiendo en una ONG”. La repetía en distintos encuentros, sin adornos ni explicaciones, pero con una gravedad que contrastaba con la ligereza con que era recibida por el auditorio. Muchos la tomaban como una ocurrencia irónica, una boutade; pocos, como lo que era: una advertencia.
Con los años, aquella frase fue asentándose en mí, no como un concepto, sino como una presencia. Una semilla enterrada en lo más hondo, aguardando en silencio su estación. Hoy sé que ese tiempo ha llegado.
Lo que sigue no pretende interpretar ni representar el pensamiento del profesor Korin. Apenas si busca recoger, con la torpeza inevitable de toda resonancia, lo que esa sentencia dejó vibrando en mí.
¿Y no es, acaso, esa la obra más alta de un maestro: sembrar en el alma de sus oyentes una inquietud sin nombre, capaz de madurar en silencio hasta tornarse pregunta, conciencia, destino?
¿Cómo llegamos a tener tantas formas y tan poco contenido?
En las últimas décadas, el judaísmo en la diáspora ha construido una vasta arquitectura institucional: federaciones, consejos, fundaciones, comités, programas temáticos, redes diplomáticas, sistemas educativos y de seguridad. Esta multiplicación de estructuras ha sido celebrada como una forma de modernización y de supervivencia. Sin embargo, esa expansión, en muchos casos, ha ido acompañada por un fenómeno inverso: la pérdida de contenido, de orientación, de sentido.
El crecimiento organizacional no fue neutro. En lugar de reforzar una identidad viva, muchas veces terminó reemplazándola. Las instituciones, pensadas como medios, pasaron a ocupar el lugar del fin. Se consolidó un judaísmo que comunica mucho, pero transmite poco; que representa, pero no vincula; que actúa, pero ya no se interroga por lo que hace.
¿Por qué tanta estructura puede ser un problema?
Este fenómeno no puede explicarse solo desde lo administrativo. Su raíz es ideológica. A medida que las instituciones judías adoptaron los lenguajes y las lógicas culturales dominantes, incorporaron también los marcos de legitimación que esas culturas ofrecían. En particular, las ideas de la teoría crítica y del pensamiento posmoderno, que cuestionan toda afirmación de verdad, de herencia o de continuidad.
La teoría crítica considera la tradición como una construcción de poder, algo que debe ser deconstruido más que transmitido. El posmodernismo, por su parte, disuelve los relatos fundantes en una multiplicidad de discursos equivalentes. En ambos casos, lo que se sustituye es el contenido por el procedimiento, la autoridad por la representación, la orientación por la gestión.
Las instituciones judías, sin resistirse a ese clima, lo internalizaron. Así surgió un judaísmo institucionalizado que prioriza el equilibrio simbólico sobre la continuidad viva, que administra la identidad como si se tratara de un protocolo y que reemplaza el vínculo por la visibilidad. Se multiplican las formas de inclusión, pero no se plantea qué vale la pena incluir.
¿Por qué las palabras que usamos cambian lo que pensamos?
El efecto más evidente de este cambio es el lenguaje. Donde antes se hablaba de transmisión, de legado, de fidelidad, ahora se habla de pluralismo, diversidad, reconocimiento. No es que estos términos sean incorrectos, pero cuando sustituyen a los anteriores, indican un cambio de paradigma. Lo judío deja de ser una afirmación interior, una búsqueda, una continuidad, y se convierte en una marca cultural más.
Incluso la Shoá, en muchos espacios, se ha convertido en un evento cívico más que en una memoria desgarradora. Se la recuerda sin incomodidad, sin riesgo, sin vínculo con el presente. El dolor, cuando se institucionaliza sin transmisión, se vuelve ritual, y el ritual sin conciencia se vuelve vacío. La memoria se vuelve memoria institucional, no testimonio existencial.
¿Qué está fallando en la educación judía?
El sistema educativo refleja este mismo fenómeno. En lugar de formar pensamiento, se busca generar pertenencia afectiva. En lugar de enseñar a leer, a discutir, a pensar con profundidad y en diálogo con una herencia cultural específica, se ofrece un judaísmo simplificado, emocional, reducido a símbolos reconocibles. Las fiestas, los valores, las efemérides reemplazan al estudio, a la complejidad, a la historia.
Además, se privilegia lo cuantitativo sobre lo cualitativo: la cantidad de actividades, horas y programas parecen importar más que lo que se despierta realmente en el estudiante. Se evalúan los dispositivos formales, pero rara vez se pregunta si se ha sembrado una pregunta, un vínculo, una responsabilidad con lo aprendido. El judaísmo, así, se convierte en un lenguaje administrado, no en una lengua materna.
La identidad se presenta como emoción, y la emoción como garantía de continuidad. Pero sin profundidad, sin contacto real con las fuentes y las preguntas, la identidad se vuelve frágil. No interpela ni transforma. Solo adorna. Y cuando aparece una tensión —sea personal, social o ideológica— no tiene con qué sostenerse.
¿Qué queda cuando solo queda la imagen?
Así se consolida una forma de judaísmo que se proyecta hacia afuera con eficacia, pero que ha perdido contacto con su centro. Las alianzas, las declaraciones, los actos, las conmemoraciones siguen multiplicándose. Pero el sentido que las justificaba se vuelve cada vez más tenue. La representación reemplaza a la transmisión. Y la representación sin contenido se convierte en simulacro.
En este modelo, lo importante es estar presentes, ser vistos, firmar, participar, cumplir. Pero no hay un horizonte que oriente esas acciones. Todo ocurre dentro de una lógica de corrección simbólica, no de fidelidad interior. El judaísmo queda reducido a su dimensión pública, perdiendo su fuerza como experiencia personal y colectiva.
¿Por qué Israel se volvió un tema lejano?
Israel ocupa un lugar privilegiado en el discurso institucional. Se lo celebra, se lo defiende, se lo invoca. Pero en la experiencia concreta, especialmente entre los jóvenes, Israel aparece como un lugar ajeno, politizado, a veces incómodo. No por rechazo activo, sino por desconexión.
Incluso los viajes masivos, que podrían ser oportunidades de encuentro, terminan muchas veces reforzando esa distancia. Se recorren lugares, se acumulan imágenes, se vive una experiencia intensa, pero desvinculada de una continuidad profunda. Israel queda así como un símbolo omnipresente, pero desconectado de la vida real: exigido emocionalmente, poco comprendido en sus dimensiones culturales, históricas y existenciales más amplias, y raramente abordado con herramientas que lo restituyan a una conversación significativa.
El horror del 7 de octubre interrumpió momentáneamente esa lejanía. Despertó un reflejo de pertenencia y una urgencia compartida. Pero para muchos, más allá del dolor, lo que emergió fue una conciencia difícil de nombrar: la intuición de que Israel, ya sea como Estado o como pueblo, no termina de encajar en el mundo. Ni plenamente aceptado, ni del todo comprendido, su existencia se vuelve, una vez más, incómoda, inexplicable, intolerable para el discurso global. Esa desubicación no solo afecta a Israel: reverbera en la judeidad entera, que siente cómo, incluso en su forma más visible y soberana, sigue sin encontrar un lugar estable. Y esa evidencia, brutal y silenciosa, interroga sin respuestas. No hay institución ni consigna que pueda absorber semejante interpelación.
¿Por qué la gente se aleja en silencio?
Mientras tanto, la participación comunitaria disminuye. No hay ruptura, ni protesta, ni escándalo. Hay alejamiento. Hay cansancio. Hay indiferencia. No porque el judaísmo haya perdido sentido, sino porque la forma en que se lo presenta ya no lo transmite. Las instituciones siguen, pero muchos ya no sienten que les hablen.
El resultado es una retirada silenciosa. Una generación que no rechaza lo heredado, pero que no lo encuentra donde debería estar. Que no rompe con el judaísmo, pero tampoco lo incorpora. Y que, ante la falta de una propuesta con espesor, simplemente se aleja.
¿Es el judaísmo una ONG?
Una de las consecuencias más notorias de este proceso de institucionalización vaciada de contenido es que el judaísmo empieza a operar, en muchos contextos, como si fuera una ONG. Es decir, una organización sin fines de lucro orientada a promover causas nobles, ofrecer servicios culturales o preservar memorias colectivas, pero desvinculada de cualquier afirmación ontológica o existencial.
Se habla en nombre del judaísmo como se habla en nombre de la democracia, del desarrollo sostenible o del pluralismo: con un lenguaje funcional, accesible y políticamente correcto, pero sin profundidad ni misterio. Las instituciones compiten por fondos, organizan actividades, producen informes, participan en redes interreligiosas o interculturales. Pero todo ello ocurre dentro de una lógica de gestión, de representación y de visibilidad que es exactamente la misma que la de cualquier fundación civil.
No se niega lo judío, pero se lo redefine: ya no como una forma de vida heredada, ni como una tensión histórica viva, sino como una identidad cultural útil para generar encuentros, capacitaciones, eventos y balances. Se ofrece pertenencia, pero no se transmite arraigo. Se habla de continuidad, pero sin exigencia.
El riesgo es evidente: que el judaísmo institucionalizado se vuelva indistinguible de cualquier otra estructura organizada del mundo contemporáneo. Que sobreviva como marca, pero no como matriz. Que produzca eventos, pero no preguntas. Que gestione con eficacia, pero no incomode ni inspire.
¿Esto solo pasa en el judaísmo?
Este fenómeno no es exclusivo del judaísmo. Toda cultura que ha sido desplazada por lógicas de gestión y de representación atraviesa crisis similares. Las religiones, las tradiciones políticas, las formas educativas clásicas: todas sufren el mismo desgaste. No porque hayan fracasado, sino porque el mundo contemporáneo ha vuelto difícil la transmisión real.
Vivimos en un tiempo que privilegia lo visible sobre lo verdadero, lo correcto sobre lo profundo, lo representable sobre lo vivido. Y cuando una comunidad acepta esas reglas sin resistencia, corre el riesgo de perderse a sí misma incluso mientras se fortalece institucionalmente.
¿Qué no se puede reemplazar?
Frente a este panorama, no se trata de destruir las estructuras ni de volver atrás. Tampoco se trata de imaginar un regreso romántico a modelos del pasado. Se trata, más bien, de recuperar la dimensión no negociable de la transmisión: aquella que no puede ser reemplazada por tecnología, representación ni procedimiento.
Lo que está en juego no es la continuidad de las formas, sino la continuidad del sentido. El judaísmo no sobrevive solo por su visibilidad institucional, sino por su capacidad de generar orientación existencial, pensamiento crítico, memoria que interpela, palabra que exige. Y eso no puede producirse por encargo ni sostenerse con slogans.
La parte que no puede ser reemplazada es, precisamente, la que no se adapta fácilmente a la lógica de los tiempos. No se deja administrar, no se deja simplificar. Es incómoda, muchas veces silenciosa, pero es la que mantiene encendida la posibilidad de algo verdadero.
Si esa parte se debilita —si dejamos que se apague—, todo lo demás continúa, pero vaciado. Las estructuras seguirán, pero sin corazón. La comunidad seguirá existiendo, pero sin dirección.
Por eso este texto no es un manifiesto negativo. Es una invitación a discernir. A sostener lo esencial allí donde aún vive. A crear, incluso dentro de las instituciones, espacios donde todavía se pueda decir algo que no sea funcional ni decorativo. Porque lo que se guarda en esos espacios —aunque no se vea— es lo que puede salvarlo todo.
¿Qué podría hacerse concretamente?
Recuperar el estudio como práctica no funcional: no como curso extracurricular, sino como lugar de pensamiento, de desacuerdo y de profundidad. No se trata de ofrecer respuestas, sino de reabrir preguntas.
Fundar pequeños círculos de lectura, conversación y transmisión que no respondan a objetivos de pertenencia sino a exigencias de verdad. Espacios donde no se enseñe “qué pensar” ni “cómo representar al judaísmo”, sino cómo volver a pensar desde una herencia viva.
Redefinir lo comunitario no como gestión de lo colectivo, sino como encuentro entre personas que comparten un idioma interior. A veces, eso empieza con dos personas leyendo juntas un texto con gravedad.
Desvincular, en la medida de lo posible, el judaísmo de su lógica de oferta institucional. No todo lo valioso debe estar institucionalizado. No toda palabra necesita auspicio. A veces, lo más transformador ocurre fuera del radar.
Incomodar a las instituciones desde adentro, si es posible: no para agredirlas, sino para ponerlas nuevamente en contacto con aquello que dicen representar. No con denuncias, sino con gestos discretos de profundidad.
«It’s a damned bad war, but it’s better than no war at all.»
—Joseph Conrad, The Tale
*Ex presidente de la AMIA