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La indefinición sobre Galeano, una clara señal política de Kirchner

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Eduardo van der Kooy.
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Pudo haber mediado más de una posición en el Gobierno entre las horas durante las cuales el juez Juan José Galeano meditó su renuncia (el fin de semana) y el momento en que al final la presentó, el lunes por la noche.

Esos vaivenes habrían inducido al magistrado a dar un paso en falso. Galeano supuso, quizá por alguna equívoca infidencia en el poder, que su dimisión sería aceptada y que, de ese modo, cerraría un tramo de la larga historia que lo vincula con la tragedia en la AMIA.

Creyó también que se respetaría el principio que el Poder Ejecutivo había establecido, a propósito de casos conflictivos —como el del camarista salteño, Ricardo Lona— con el Consejo de la Magistratura: esa norma fija que cualquier renuncia será aceptada siempre y cuando se produzca antes de la citación para testimoniar.

Galeano cumplió a tiempo con dicha previsión pero, a lo mejor, no evaluó en forma precisa el significado político que encierra su caso y su salida. La renuncia, sin exagerar, posee una dimensión superior a las que, por ejemplo, también concretaron Julio Nazareno o Adolfo Vázquez a la Corte Suprema, en vísperas de un enjuiciamiento.

El Gobierno consideró, en primera instancia, que el alejamiento del juez ayudaría a disolver el clima caldeado que sucedió al fallo del Tribunal Oral que absolvió a las únicas personas que habían sido inculpadas por al atentado en la AMIA. Pero esas impresiones, forjadas a través de una mirada gruesa, fueron mutando con el paso de las horas.

Existieron circunstancias que, en buena medida, explicarían el giro: la mayor parte de la comunidad judía se pronunció por la no aceptación de la renuncia a Galeano. Pero también algunas personas jugaron un papel de preponderancia en los tramos decisivos: tal el caso, al parecer, de Cristina Fernández, la senadora y esposa de Néstor Kirchner.

Fernández desembolsó todos los argumentos que por años vino acumulando en contra de la actuación de Galeano en la causa de la AMIA, que ventiló en la comisión parlamentaria y que había expuesto con énfasis en su testimonio en el Tribunal Oral.

También debió pesar el repaso cuidadoso del cuadro que rodearía al Gobierno. La aceptación de la renuncia hubiera privado al trámite general de un capítulo político, con seguridad, sustancial: Galeano tendrá ante el Consejo la posibilidad, para sostener su defensa, de revelar los enjuagues de la época menemista en que se produjo la tragedia.

¿Por qué clausurar ese camino? ¿No podría ponerse en duda, si eso ocurría, la voluntad del Gobierno para que el drama siga haciendo, sin escollos, su catarsis? Esos fueron los interrogantes que merodearon las deliberaciones que comandó Kirchner, junto a Alberto Fernández, el jefe de Gabinete, y el ministro de Justicia, Horacio Rosatti, ayer a la mañana.

Todos coincidieron en que ningún gesto oficial debía dar pábulo a esa sospecha: el Presidente sigue creyendo que su política contra la impunidad y el discurso que pregona transparencia son activos políticos que no tiene que dilapidar.

«No es imprescindible ninguna definición», le aconsejó Rosatti, al observar la corriente de las aguas. El ministro también entiende que una postura clara frente al caso de la AMIA valdría más para el Gobierno que las dificultades que pueden originarse en la Justicia.

El proceso en el Consejo de la Magistratura contra Galeano podría demorar no menos de tres a cuatro meses. En ese lapso se paralizarán las causas —que no son pocas— que atiende el juez cuestionado.

Kirchner escuchó sugerencias y viajó a Formosa sin resolver la aceptación de la renuncia de Galeano. Paradójico: su indefinición fue una señal política terminante, la primera del poder desde que el fallo del Tribunal desparramó abatimiento sobre la sociedad.

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