El balance de este asedio de diez días, motivado oficialmente por dos atentados suicidas palestinos, fue desastroso para Sharon. Arafat —hasta entonces en vías de marginación incluso entre los suyos y cada vez más aislado en la escena internacional— ha cobrado vida. Además, el proceso de reformas de la Autoridad Nacional Palestina, reclamado por EE.UU., ha quedado en suspenso, y, finalmente, Israel logró enojar a su principal aliado.
Aunque tras el fin del cerco, Arafat reclamó a los grupos armados palestinos que «respeten el alto el fuego total», como ha hecho otras veces sin resultados, no parece que los palestinos hayan realizado ninguna concesión, al contrario del primer sitio al cuartel general de Arafat en Ramallah, en mayo. En aquella ocasión, el jefe palestino se vio obligado a aceptar que 6 de los hombres atrincherados con él fueran a una prisión palestina bajo supervisión norteamericana y británica. Ahora, ningún hombre re clamado por Israel fue entregado.
Arafat entendió que la relación de fuerzas estaba por una vez a su favor y que le bastaba con esperar que las presiones norteamericanas tuvieran efecto, hasta el punto que la prensa israelí afirmaba recientemente que el sitiado era Sharon.
El error táctico cometido por Sharon en este asunto queda ilustrado con la entrevista que concedió al Jerusalem Post. «No creo que haya la menor relación» entre el cerco a Arafat y la crisis iraquí, dijo.
Sin embargo, tres días antes, Estados Unidos permitió con su abstención que saliese adelante una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU exigiendo a Israel el fin del cerco al cuartel palestino.
El presidente George W. Bush transmitió así un mensaje claro a Sharon: el asedio es un estorbo para su estrategia hacia Irak. Sharon pasó por alto que la ONU no aprobaría el uso de la fuerza contra Bagdad porque Irak ignora las resoluciones del organismo si Israel hacía lo mismo y no liberaba a Arafat.