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La emigración y los jóvenes

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En la Argentina, cada vez son más los jóvenes que eligen irse del país como salida a la crisis. Emigrar a los países de sus abuelos europeos, a Israel o a los Estados Unidos, son algunas de las opciones que los jóvenes de hoy se plantean para dar solución a la situación de inestabilidad y precariedad económica que sufren en la Argentina. Ante esta realidad cabe interrogarnos ¿Qué reclaman los jóvenes argentinos que se van? ¿Qué los seduce de las tierras del Viejo Continente, como a sus abuelos supieron deslumbrarlos las pampas argentinas?

En la Argentina del siglo XXI, las principales razones por las cuales los jóvenes deciden exilarse no son, como lo fueran décadas atrás, de carácter político. Esta vez, el exilio es prioritariamente económico, aunque esta tendencia puede modificarse dráticamente de continuar la crisis actual que resulta tanto política cuanto económica. El alto nivel de desempleo –el más alto registrado en la historia de nuestra ya no tan joven Nación-, sumado a una creciente sensación de inseguridad y a una crisis económica de la magnitud que atraviesa actualmente nuestro país, no puede separarse del proceso creciente de migración laboral: todos son parte del mismo fenómeno.

Hubo un tiempo en que la Argentina fue un país receptor de cientos de miles de inmigrantes europeos que lucharon por tener un futuro digno en este suelo. Hoy, muchos de los descendientes de aquellos inmigrantes están desandando ese camino.

Entre los argentinos que eligen el Viejo Continente como futuro lugar de residencia, existen dos grupos: los que tienen doble ciudadanía y los que no (y las diferencias entre ambos no son pocas a la hora de insertarse dentro de la sociedad). Dada la cantidad de inmigrantes europeos que se radicaron en la Argentina en los períodos de post guerra, muchos jóvenes argentinos, tras largas colas y onerosos trámites en las embajadas, logran obtener la ciudadanía, haciendo traducir partidas de nacimiento de bisabuelos y abuelos, hurgando en los cajones en busca de documentos que puedan acreditar su origen europeo. Eso se debe a que en algunos países, como es el caso de Italia y España, rige la llamada ley de vientre o ley de la sangre, la cual implica que, sin importar en qué territorio haya nacido un italiano o español, éstos lo serán si su sangre lo es.

La mayoría de los argentinos residentes en Europa con ciudadanía europea, están fascinados por la protección social que brindan estos países a sus ciudadanos. Ser ciudadano de la Comunidad Europea, según Beatriz (32), psicóloga argentina viviendo en Madrid: «Es tener las necesidades básicas garantizadas. Si no tenés trabajo, sólo con ir a cobrar una vez al mes el seguro de desempleo, podés alquilar un lugar donde vivir y llevar una vida austera».

Este tipo de migrantes, los que poseen nacionalidad europea, pueden competir con la población local en el mercado de trabajo. A modo de ejemplo, de los argentinos que vivían en 1992 en España, cuatro de cada diez trabajadores residentes con permiso, ocupaban puestos de profesionales y técnicos (Sarrible, 1999). La realidad, sin embargo, es otra para quienes, sin «los papeles» en regla, no gozan de esos beneficios.

En agosto de este año, invitado por la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), el coordinador del Departamento de Migración de la Confederación Intersindical Gallega, Lois Pérez Leira, dijo que, en Galicia: «Si bien los argentinos son los extranjeros mejor recibidos por su nivel cultural, la mayoría termina trabajando en servicios como hotelería o sanidad». No obstante, los argentinos indocumentados dicen que conseguir empleo es fácil y, aunque la mayoría de las veces es en trabajos de segunda categoría, los sueldos permiten tener un standard de vida mucho más holgado que viviendo en la Argentina. Lo que no siempre se advierte en estos casos es que, estos argentinos terminan viviendo en condiciones de inestabilidad similares a las que sufrían en su país, y aunque con mejores pagas, no dejan de ser potenciales deportados, con lo cual se agudiza su situación de precariedad.

Bienvenido a Miami

En Miami, la ciudad con mayor concentración de población de origen latino de los Estados Unidos, el número de argentinos supera los 100.000 habitantes. La magnitud de la cifra se debe a que a partir de 1996 -y hasta que en febrero de este año, nuestra actual situación económico-política hiciera que las «relaciones carnales» entre ambos países llegaran a su fin-, la Argentina formaba parte del programa Visa Waiver Pilot, que permitía a los ciudadanos argentinos llegar a los EE.UU. como turistas sin visa y permanecer en el país hasta un período máximo de tres meses. Sin embargo, una vez cumplido ese plazo, no podían extender su estadía, con lo cual si decidían permanecer en el país, lo hacían en condición de ilegales.

Para estos inmigrantes ilegales, en el caso de Estados Unidos, el mercado de trabajo secundario ofrece empleos mal remunerados en relación al nivel de vida del Primer mundo, que no incluyen ningún tipo de beneficio social, pero sí les permite acceder a los beneficios de la «patria del crédito y el consumo». En un mercado deseoso de reducir los costos de mano de obra, los inmigrantes componen un «ejército de reserva» para cualquier tipo de trabajos que los nativos no estarían dispuestos a realizar y, mucho menos, por esos salarios.

Vení, que te llevo

Otras causas de la inmigración son, ante las perspectivas negativas en el país de origen, los estímulos positivos del lugar de destino. El Estado de Israel es, en ese sentido, un caso emblemático de reclutamiento específico de trabajadores extranjeros como medida de gobierno. El 11 de septiembre de 2001, el diario LA NACION publicaba las declaraciones de Salimson, un argentino de 35 años que decidió irse a vivir junto a su familia en un kibutz del sur de Israel, muy cerca de la Franja de Gaza: «Cuando quieren saber cómo está la situación, porque todos están sin trabajo y planean venirse, yo les contesto que se puede elegir entre explotar en el aire o morirse de hambre». El crecimiento de la inmigración argentina por motivos económicos coincide con la necesidad del Estado judío de atraer nuevos inmigrantes. El mismo primer ministro Ariel Sharon, declaró este año que «hay que sacar de la Argentina a los 230 mil judíos que se encuentran en una difícil situación». La ley del retorno, promulgada en 1950, otorga a todo judío el derecho a establecerse en Israel y adquirir la ciudadanía israelí y el gobierno suele otorgar beneficios a los nuevos inmigrantes, como por ejemplo el pago del pasaje de avión, ayuda económica, cursos intensivos de hebreo, exenciones impositivas y becas de estudio, entre otras cosas.

Países como Canadá y Australia que, aún en estos tiempos, mantienen políticas promotoras de la inmigración, como lo hiciera nuestro país en los inicios de la industrialización. Pero este tipo de políticas migratorias son selectivas, ya sea por edad, por clase socio-ocupacional o por profesión, a las cuales sólo pueden ser acceder las parejas jóvenes de profesionales de nuestro país, debido a los altos niveles de desempleo intelectual.

Todos sabemos de la «fuga de cerebros» –aunque el término no haya sido acuñado en virtud de nuestros cerebros vernáculos- compuesta por los profesionales y científicos que pierden las naciones del Tercer Mundo en manos de los países más desarrollados, pero poco se dice acerca de las limitaciones a la libertad y elección de estos argentinos que deciden irse, y la migración aparece como producto de una decisión individual, aparentemente independiente de las condiciones estructurales que lo rodean. Es evidente que el caso de los jóvenes argentinos que se van del país no es el de sus pares kosovares, a quienes la guerra ha empujado a una migración forzada; pero a pesar de las diferencias entre ambos, ¿puede decirse que en el caso de los argentinos solo se trata de migraciones voluntarias? Según Russell King, especialista en migraciones internacionales «Aún aquellas migraciones que son «voluntarias» en la teoría, pueden haber sido motivadas por poderosos factores de «expulsión», tales como la pobreza y el desempleo, sobre los cuales los individuos no tienen ningún control»

Los jóvenes argentinos son claramente migrantes económicos. Deciden radicarse en otro país con la esperanza de encontrar trabajo -en algunos casos cualquier trabajo- pero generalmente, uno que sea mejor pago y más estable, en el caso de que tuvieran uno. La migración, en este caso, aparece como respuesta al desarrollo desigual de oportunidades.

Dejar todo y largarse

Si bien dejar el país de origen, implica romper con los vínculos afectivos y con las costumbres de la propia cultura, las verdaderas dificultades se materializan en enfrentamientos en el mercado de trabajo. La desocupación es un problema a nivel mundial y aunque los países europeos no son los más afectados, es un fenómeno global y también ellos empiezan a temer sus consecuencias.

Esta actitud, por otra parte, no puede ser motivo de sorpresa para la Argentina, donde la desocupación acentúa la resistencia a la solidaridad respecto de otros desocupados que llegan de los países limítrofes. Como claro ejemplo de este tipo de actitudes basta mencionar que a finales del 94, los obreros del sindicato de la construcción (Uocra), empapelaban las calles con la consigna de «denunciar a los trabajadores ilegales que nos roban el pan y la fuente de trabajo», en vez de denunciar a los empleadores que los contratan en negro y por sueldos que ningún nativo aceptaría.

Actualmente, Europa no es un escenario dispuesto a recibir inmigración. Las presiones de expulsión del Tercer Mundo, sumadas a las cada vez mayores cantidades de refugiados que buscan asilo en los países ricos de occidente, incrementan la inmigración ilegal y hacen que las políticas de migración de estos países se vuelven cada vez más restrictivas. Por otra parte, el mercado de trabajo, aunque se trate de naciones con economías prósperas, por lo general descalifica a los que ya poseían un cierto grado de educación, que en el caso de los argentinos, muchos calificados en un alto grado, representa una fuerte pérdida del capital humano.

Decir cuán difícil es vivir lejos de la propia tierra resulta un lugar común a la hora de dar argumentos a favor de quedarse. Pero, en tanto «lugar común» estaría designando, precisamente, la negación de lo que enuncia. Porque vivir fuera del propio país implica perder ese lugar común de nuestra cultura, nuestros símbolos y significaciones, nuestras complicidades gestuales e idiomáticas, en suma, esos rasgos comunes que nos constituyen como argentinos. Claro está que nuestro folklore nacional no tiene por qué ostentar como rasgos distintivos la humillación y la falta estructural de oportunidades.La Nacion

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