Itongadol/AJN.- A una hora fuera de Kigali, pasando a niños diligentes llevando botellas de agua de plástico amarillo y mujeres con bultos en la cabeza, donde la ruta serpentea revelando una impresionante vista de verdes valles abajo, en 2006, Anne Heyman se puso de pie en medio de la lluvia, bajo un solitario árbol de mango, con representantes de 56 terratenientes locales y redefinió la historia con esperanza.
En el país de las mil colinas, un millón de personas fueron masacradas en cien días en 1994, dejando a un millón de huérfanos en tiempos en que el FPR (Frente Patriótico Ruandés) irrumpía en la ensangrentada capital de Ruanda, mientras el mundo se quedaba de brazos cruzados. Una década después del genocidio, Heyman y su esposo, Seth Merrin, patrocinaron a un orador de Ruanda en la Universidad de Tufts, como parte de una serie sobre voces morales. Una década después del genocidio se horrorizaron de aprender que todavía había un millón de huérfanos en Ruanda y ninguna iniciativa para resolver el tema.
Heyman, entonces de 43 años, cavó profundamente dentro de sus raíces de activista de la Joven Judea Sionista en busca de inspiración -creció cantando el “Yo y vos cambiaremos el mundo”, de Arik Einstein- y resolvió importar a Ruanda el modelo israelí de las aldeas juveniles que se establecieron después del Holocausto para absorber a una generación de jóvenes traumatizados.
La Aldea Juvenil Agahozo Shalom -en parte Yemin Orde, en parte el kibutz Ketura, en parte Anne Heyman- abrió sus puertas solo dos años después que Heyman firmó ese acuerdo de tierras bajo el árbol de mango. Les proporciona una enriquecedora comunidad a 500 de los huérfanos más necesitados, un campus con un comedor comunitario, escuela secundaria, clínica de salud, hogares para 16 niños cada uno y una “madre de la casa”, espacios para talleres, agua corriente, plomería y electricidad, y el mejor servicio de Internet de Ruanda.
Casi una década después de la eclosión de su audaz idea, el árbol de mango todavía sigue en pie, pero el ángel de Ruanda ha caído. El presidente Shimon Peres envió un mensaje de condolencias, que fue leído en la sinagoga Bnai Jeshurin de Nueva York ante una conmocionada comunidad de deudos. Heyman, de 52 años, murió el 31 de enero sobre la mesa de operaciones, mientras los médicos del Centro Médico Delray trataban de salvarla después de un accidente de equitación durante una competencia de salto.
Mientras los ruandeses comienzan a conmemorar los 20 años del genocidio a machetazos, ahora también están de luto por una hija de Israel. En la aldea se llevó a cabo un servicio especial para que los 500 niños llorasen a la mujer que llamaban “nuestra abuela Anne Heyman”.
Hace dos años, Susan y yo fuimos invitados por Anne a ser voluntarios en la aldea y llevar a nuestros hijos. Era una trampa en la cual entramos a sabiendas porque Anne y su misión eran convincentes. (Dos de nuestros niños provienen del este de África.) Y cuando conocés a los niños de la aldea, los mirás a los ojos y ves las chispas de esperanza, inteligencia y amor, superás la desesperación, ira y tristeza con las que te vas después de visitar el museo del genocidio, en la capital.
Para Anne, que tenía una casa en Herzliya, así como en Nueva York, les hablaba en hebreo a sus hijos y conoció a Seth bajo el abrasador sol del kibutz Ketura como voluntaria, construir una aldea juvenil inspirada en Israel era el sionismo del siglo XXI, repleto de voluntarios judíos e israelíes. Sin embargo, para Anne no se trataba de relaciones públicas, sino del rol positivo que Israel podía desempeñar en el mundo.
De hecho, el 99 por ciento de la clase de graduación del año pasado (foto) aprobó los exámenes de matriculación, y los estudiantes les agradecían a sus comunidades locales mediante la enseñanza de inglés, la construcción de viviendas y la ayuda con la agricultura. Una joven mujer, Emet, me explicó acerca de la sencilla, pero nutritiva comida -en su mayoría, frijoles, arroz y plátanos- de sus dos primeros años en la aldea y cómo aprendió sobre el “tikkun halev”, arreglar el corazón -se golpea suavemente su remera-, a fin de salir y hacer “tikkun olam”, sanar al mundo.
Pasar de la miseria y la desesperación a los logros académicos y el liderazgo comunitario es un milagro, uno celebrado por el presidente de Ruanda, Paul Kagame, en la primera graduación y luego, en junio pasado, cuando visitó Jerusalem, donde Anne y yo tuvimos el privilegio de recibirlo para compartir la visión de una Ruanda a energía solar, comenzando por la aldea juvenil.
Una tormenta de nieve cubrió la ciudad de Nueva York durante el funeral. “Éstas son las lágrimas congeladas de D’s”, dijo Seth, su esposo. Llovió el día de su boda, señaló uno de los oradores, y nevó durante su funeral, pero el resto de su vida “fue pura luz solar”.
Sus tres hijos, dignos y menchlekeit (con don de gentes), hablaron de una madre que les inculcó el amor a la familia, el dar y el perseguir los sueños. Ella se habría conmovido por las lágrimas, las palabras y los estornudos, pero también, francamente, se habría impacientado. “¿Quién cuidará a los niños de la aldea?”, entonó desde el Cielo. “Eso es todo lo que importa.” Todos lo oímos.