No ha querido celebrar Arafat su septuagésimo quinto aniversario, encerrado desde hace tres años en la cercada Mukata de Ramallah. El periodista israelí Ammon Kapeliouk cuenta en su biografía que es gracias a su teléfono móvil y a un puñado de fieles colaboradores cómo controla la situación, y que no se atreve a salir de la Mukata –la sede del gobernador, en árabe– por miedo a que los soldados del Ejército hebreo le impidan regresar, detengan a su gente y se apoderen de sus documentos.
Es patética la vida de este hombre reducido no sólo a la humillación impuesta por el primer ministro israelí, Ariel Sharon, que le ha condenado –con la bendición de la Administración Bush– al ostracismo político, sino ahora sometido a una impugnación, cada vez más amplia, de su maltrecha autoridad por los propios palestinos.
Con la decisión del jefe del Gobierno israelí de evacuar Gaza a principios del año próximo, se ha precipitado su desgracia. La pobre, angosta, franja de Gaza, con una de las densidades demográficas más elevadas del mundo, se ha convertido en una ratonera, en un laberinto anárquico donde todas las facciones armadas palestinas se arrancan la piel para conseguir su control, una vez se retiren los israelíes.
Territorio violento y caótico
Gaza ha sido siempre el territorio más violento y caótico de la tierra palestina. Por eso, cuando en Israel estaban los laboristas en el poder, Rabin y Peres se apresuraron, en los acuerdos de Oslo de 1993, a ofrecer en bandeja de plata Gaza y Jericó, en primer lugar, a la OLP, a fin de desembarazarse de su turbulenta población, en la que nació la primera intifada.
Ha sido de nuevo, tras el establecimiento hace diez años de la corrompida Autoridad Nacional Palestina (ANP), cuando el inmediato futuro de Gaza compromete el incombustible destino de Arafat. Mohamed Dahlan, el que fuese su protegido, incluso su delfín –un hombre de la generación de aquella primera intifada– le ha acusado de estar «sentado sobre los cadáveres y la destrucción de los palestinos». Dahlan, ex ministro del Interior, capitanea una facción importante de las fuerzas vivas de la sociedad de Gaza que reclama reformas, elecciones y aspira a un cambio en la dirección de la ANP.
Los leales de Arafat le echan en cara a Dahlan que está apoyado por Israel y por EE.UU. Además, el jefe histórico de la resistencia insiste que en 1996 fue elegido democráticamente presidente de los palestinos. Cuando hace un par de años padeció las amenazas de Sharon de expulsarle o incluso eliminarle físicamente, afirmó con toda su convicción: «Yo seré libre o mártir».
La primera vez que entrevisté a Yasser Arafat en las postrimerías del Septiembre Negro de 1970, durante la encarnizada batalla entre palestinos y jordanos en Ammán, era el símbolo puro del nacionalismo palestino, cuando «Palestina era una lucha de liberación y no un movimiento de autonomía municipal bajo poderosa tutela», como escribió Edward Said.
Pasaron los años, las guerras, los gravísimos errores políticos, las oportunidades desperdiciadas, las ilusiones del todo o nada, y Arafat, un superviviente, un «príncipe de la ambigüedad» –tal como a veces le he definido–, sigue contra viento y marea en el poder: no al frente de una OLP que fue en aquel tiempo la seña de identidad de un pueblo humillado y de refugiados, sino dirigiendo la Autoridad Nacional Palestina fundada en Gaza y en Cisjordania después del retorno en 1993 de sus funcionarios, de sus policías y de sus increíbles servicios de seguridad del dorado exilio de Túnez.
La aventura política de Arafat, cuya leyenda biográfica es casi inescrutable, alcanzó su primera meta importante cuando en 1969 fue elegido presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, que hasta aquella fecha había sido un juguete manipulado por los regímenes árabes como Arabia Saudí o Egipto. En estos tres decenios, Arafat fue vencido y derrotado en Jordania, Líbano –a consecuencia de la invasión israelí y del implacable bombardeo del estío de Beirut de 1982–, marginado en Túnez y declarado persona non grata en Damasco.
Astuto
Su huidizo talante le ha permitido adaptarse a los constantes cambios políticos de la región. Con astucia, ha aprendido el uso de diferentes estilos y discursos para complacer siempre a sus interlocutores. Ha sabido mantener en su puño a la OLP controlando la plétora de sus servicios de inteligencia y, por encima de todo, su bolsa, sus finanzas.
En el paupérrimo enclave de Gaza, después en Ramallah, se ha esforzado en desempeñar una caricaturesca figura de jefe de Estado en medio de una corrupción administrativa y moral a escala de gobiernos y países árabes ya constituidos en Oriente Medio. El mito de Arafat en estos años de Gaza y Cisjordania ha perdido su brillo, su aureola, pero pese a todas las miserias humanas ha seguido siendo hasta ahora el símbolo del nacionalismo palestino.
Desde hace años, muchos más de los que se creía en Occidente, Arafat había apostado por la carta estadounidense para buscar una salida a la situación bloqueada con Israel. Al cumplir estos 75 años, en medio de esta grave crisis de su autoridad, se enfrenta nada más y nada menos que al tiempo que se le escurre de entre las manos, sin poder cumplir su sueño de «firmar la paz de los bravos», al estilo De Gaulle con los gobernantes de Israel, ni de ver la creación de un Estado palestino.
No es la primera vez que Arafat se enfrenta a un movimiento de fronda. Pero ahora la situación es mucho más peligrosa, teniendo en cuenta su aislamiento en la Mukata, la amplitud del movimiento de oposición y la inmensa frustración de los palestinos en este casi quinto año de la intifada, tanto por la corrupción e ineficacia de su administración como por la implacable política de Ariel Sharon, que ha agravado su miseria.
El pueblo palestino va a quedar encerrado por el Muro, que desgarra su ya exiguo y troceado territorio dividido, incomunicado, de Gaza y Cisjordania. Sobre estos cantones o bantustanes se establecerán los jefezuelos locales. Para unos, el ocaso de Arafat abrirá paso a una clase dirigente que llevará a cabo reformas vitales, pondrá fin a la segunda intifada y desbrozará el camino para la reanudación de las negociaciones con Israel. Para otros, será la muerte de una cierta idea de un Estado palestino independiente. Es dificil imaginar que el Viejo, como le llaman desde hace años sus seguidores, ceda a estas presiones de cambios radicales, acepte desempeñar un papel simbólico de presidente, entregando sus poderes efectivos al primer ministro. Tampoco es fácil que sea derrocado por un golpe palaciego. Arafat, entregado a su sueño de Palestina, quiere morir con las botas puestas.
L.V.D