Hacía ya un año y medio que mi familia y yo estábamos encerrados en el gueto de Lodz cuando en junio de 1941 Hitler invadió la Unión Soviética. La guerra es también una ingeniería estratégica. Los rivales, como en un ajedrez funesto, miden sus fuerzas, se estudian mutuamente, están al acecho, quieren comprender los movimientos y las jugadas del otro. Ya antes de invadir Polonia Hitler había pactado con la Unión Soviética, pensaba que Francia e Inglaterra no iban a entrar en guerra con Alemania sin un acuerdo con la URSS. Stalin era una pieza clave. El viejo bolchevique de Georgia funcionaba en la partida como la torre de Oriente. Desde agosto del ’39, y a partir de la firma del pacto Hitler-Stalin, Alemania y la Unión Soviética profundizan lazos de intercambio comercial y tecnológico; ya antes de la guerra, durante los años ’36 y ’37, habían establecido muchos acuerdos económicos de ayuda mutua, pero ahora se intensificaban y, a su vez, crecía la compra y venta de armas y material de guerra entre ambos países. En ese año y medio, Alemania había conquistado la mitad de Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Dinamarca y Noruega; asimismo, había arreciado en sus ataques aéreos para conquistar Inglaterra.
Durante ese período la URSS hizo todo lo necesario y posible para no entrar en conflicto con Alemania. Mucho antes de que se produjera la invasión nazi a Rusia, los países occidentales estaban al tanto de los planes de Hitler. Los espías aliados y los espías soviéticos conocían muy bien los movimientos de tropas y de la máquina de guerra alemana que se aproximaba a la frontera con la URSS. El propio Stalin quiso ignorar la información que le llegaba con toda evidencia, rechazó los informes de sus propios generales y hasta último momento creyó imposible que Hitler fuera a invadir. Muy pocas semanas antes de la invasión los barcos soviéticos todavía seguían transportando materias primas y pertrechos que poco más tarde serían útiles a la invasión. El absurdo, el engaño, el sinsentido y la credulidad también forman parte del desgarramiento humano de la guerra. Los aviones nazis fotografiaban el territorio soviético para diseñar la invasión, Stalin lo sabía pero no quiso ni pudo creer que se acercaba un episodio, quizás el más sangriento de toda la guerra, que dejaría millones de muertos en el teatro de los hechos, y ordenó no disparar contra la aviación alemana.
¿Cómo medir la actitud de Stalin? ¿Ingenuidad? ¿Soberbia? ¿Torpeza? ¿Deliberada astucia? Como sea, en cualquiera de sus versiones, cualquiera sea la explicación que busquemos, es imposible dejar de ver, en los movimientos de acuerdo y desacuerdo, de merodeo, de comprensión o incomprensión del enemigo, los rasgos definitivos de la locura, rizada hasta el extremo y ocupando, entre los líderes y señores de la guerra, todo el campo de la historia, poniendo en compromiso la existencia misma de las naciones y de los hombres que las integran. Stalin creyó que Hitler no podía ser tan estúpido como para invadir la URSS, Hitler no valoró suficientemente la capacidad de resistencia soviética, no evaluó que los rusos pelearían hasta el final. En medio de los errores, en medio de la sórdida embriaguez que oscurece la inteligencia lógica de los jefes, corre sangre, siempre corre sangre, los acuerdos se desintegran de un momento a otro, se desmorona todo edificio racional, se pierde el pudor, la prudencia y la orgía de muerte se abre paso contra toda esperanza.
Recién cuando las tropas alemanas comenzaron a entrar en territorio soviético Stalin ordenó resistir la ofensiva. La historia es conocida. Primero Stalin no quiso entrar en guerra con Alemania, esperó hasta último momento, y cuando ya era inocultable la agresión alemana, entonces sí dio paso a la confrontación. Lo cierto es que muy pocas personas, poquísimas, como sigue aún sucediendo, en el contexto de la guerra, deciden el destino de millones de hombres. En el conflicto entre Alemania y la URSS murieron cerca de dos millones de personas por año, casi sesenta mil por día.
Hitler no quería tanto la conquista de la URSS, se proponía una tarea más delirante: terminar con todo, con el pueblo ruso y las ciudades, llegó a declarar que convertiría a Moscú en un gran lago, se trataba de aniquilar a los rusos. El agresor luchaba con tanta ferocidad, con tanta convicción, como el defensor por la suya, con la misma ferocidad y el mismo ardor guerrero. Fuera de la guerra cuando un hombre mata a otro, los jueces llaman a un psiquiatra, piden pruebas del estado mental del asesino; durante la guerra, cuando los líderes ordenan la muerte de millones, a nadie se le ocurre comprobar si ellos están en su sano juicio. La muerte, el terror y el desamparo no fueron ninguna sorpresa, desde hacía años el mundo sabía que los países involucrados después en la guerra se estaban preparando con nuevas tecnologías bélicas y con mayor producción de armas. En el gueto, era poca la información que recibíamos. Hasta el ’44, cuando pudimos escuchar en secreto la BBC de Londres, casi no sabíamos nada acerca de la situación en la URSS. Tampoco en la URSS, esto lo supe después, se conoció nada acerca del exterminio judío. La prensa soviética no había informado sobre las atrocidades nazis hasta el momento de desatarse el conflicto. Todos jugaban su partida. El conflicto entre URSS y Alemania fue el comienzo de las mayores matanzas civiles, los primeros experimentos que se hicieron en Auschwitz fueron hechos con prisioneros rusos, los prisioneros franceses o ingleses jamás fueron tratados de ese modo; quizá haya sido un error que Occidente no se aliara desde el principio con la URSS. Pero todos jugaban sus fichas y el ajedrez ya estaba en marcha.
Fte Pagina 12
* Docente y escritor. Sobreviviente de Auschwitz.