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La Europa de los gitanos. Por Alicia Dujovne Ortiz

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Las ceremonias de inauguración de la Europa ampliada a veinticinco países que tuvo lugar el mes pasado ha sido muy conmovedora. Todos, o casi todos, estaban de acuerdo en que, con el aporte de diez países europeos más, Europa ha pasado a convertirse en un bloque decisivo para el equilibrio mundial. Decisivo, sobre todo, por su vocación democrática y, en general (o «caminando ligero», como decimos en la Argentina), pacifista. La televisión francesa mostró, durante toda la semana previa a la ceremonia, adorables paisajes de unos paisitos europeos encantadores de los que hasta entonces apenas si conocíamos el nombre. Y durante la ceremonia misma pudimos enternecernos con los chicos, rubios y sonrosados, que sostenían ramos de flores junto a las banderas de sus respectivos países.
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La ampliación de Europa crea menos temores de los que generó en su momento la adopción del euro. En este caso los temores se relacionan con la inmigración, favorecida por la apertura de fronteras. Pero la experiencia ya lo ha demostrado: los países que entran en la Comunidad Europea dejan de ser exportadores de inmigrantes. Es lo que ha sucedido con Portugal, al que su ingreso en la Comunidad convirtió en un país deseable y que a fines de los años 90 conoció una oleada de inmigración sin precedente venida de los países del Este. Ahora, los letones y los lituanos de Portugal están regresando en masa a sus países de origen, cuyo nivel de vida se acerca al de los países occidentales y que han sido agraciados con la coronita de estrellas de la bandera europea. Un país con coronita genera hijos que no lo abandonan.
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De modo que en el occidente de Europa el miedo a una invasión de gigantescos eslavos borrachos más o menos relacionados con la mafia rusa decrece en lugar de aumentar. Y eso que no son pocos los rusos, y sobre todo los moldavos, que han logrado infiltrarse por las fronteras de la Unión Europea. A muchos de los segundos, que no han penetrado hasta ahora en el interior del mágico redondel de estrellas, se les atribuye, con razón, la organización masiva de una red de Natachas, léase de prostitución esclavizada. Pero del mismo modo que se espera para Turquía un esfuerzo de democratización y de desislamización tendiente a merecer la coronita, se supone que los países eslavos aún privados de ella tratarán de hacer buena letra con la esperanza de ingresar en el bloque del globo donde todos somos felices.
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Por desgracia, la televisión francesa no sólo mostró aldeítas de cuento de hadas ni blondas criaturas. También mostró -con sospechosa insistencia- villas miseria de Eslovaquia pobladas por gitanos en un indescriptible estado de abandono. La insistencia no carecía de sentido: una página de Internet que difunde noticias del mundo gitano describe los temores de la República Checa en relación con una invasión de gitanos eslovacos luego de la apertura de fronteras, y los de Inglaterra en relación con una invasión de gitanos checos. Los checos les temen a los eslovacos y los ingleses, a los checos. Por lo visto, siempre hay un gitano «más pobre y triste que yo».
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Las fronteras nunca han sido un problema para el Pueblo del Viaje, que siempre se las ha arreglado para pasarlas como fuera, desesperadamente, aun a sabiendas de que se exponía a reiteradas expulsiones, cárceles, humillaciones y todo el consabido rosario de desgracias típico de su historia. La nueva situación consiste en que los primeros ciudadanos de los países de Europa oriental, convertidos en miembros de la Comunidad Europea, que se precipitarán a buscar trabajo en los países occidentales serán los gitanos. Y esta vez con derecho: por primera vez en sus vidas, el preciado pasaporte les permitirá viajar, y tal vez vivir, como gente normal.
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¿Por qué los futuros inmigrantes del Este habrán de ser presumiblemente los gitanos? Porque el bienestar obtenido por la República Checa o por Eslovaquia gracias al cumplimiento del sueño europeo no va a ser para ellos. El pueblo rom, que llegó a Europa alrededor del siglo XV proveniente de la India, carga con una historia demasiado pesada como para beneficiarse con esos progresos, dentro de los países donde viven. A ojos de la población centroeuropea étnicamente correcta, vale decir, rubia, dos acusaciones mayores pesan sobre él.
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La primera es conocida, y proviene de un viejo prejuicio casi universalmente compartido: el gitano se niega a trabajar, es ladrón y roba niños. La alterofobia en relación con otros grupos minoritarios, negros, judíos, árabes o lo que fuere no es compartida por todos; la fobia a los gitanos, en general, sí. La segunda acusación se circunscribe a los países del Este que han conocido regímenes comunistas. Para solucionar el problema gitano, dichos regímenes sedentarizaban a los rom y les daban subsidios. Desaparecido el comunismo, esas poblaciones de morochos misérrimos, que hacen pensar en enclaves latinoamericanos dentro de un mundo eslavo (o latino: los más misérrimos de todos son los gitanos rumanos) se han quedado sin ayudas sociales. A más abundamiento, pesa sobre ellos el reproche de haber sido favorecidos por el padrecito Stalin o Ceaucescu o algún otro de ésos.
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En el fondo, las dos acusaciones son complementarias. Desde su llegada a Europa a fines de la Edad Media, los gitanos fueron considerados diferentes, vale decir, inferiores. Cuando no los torturaban o encarcelaban, los aristócratas los utilizaban para divertirse: esos extraños personajes cantaban, tocaban la pandereta y amaestraban osos. Al no poder ser campesinos por falta de tierra, los extraños personajes se dedicaron a los únicos oficios a su alcance, relacionados con su existencia nómada -los caballos- o con ciertas habilidades manuales: la cestería y el trabajo de los metales. Transposición moderna de aquellos oficios, hoy los rom que pueden permitírselo se dedican a los automóviles.
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Si al principio de su éxodo, aparentemente debido a unas tremendas inundaciones en la región de la India de donde provenían, vivir por los caminos fue una necesidad y no una elección, la costumbre de hacerlo se les volvió, casi, identidad y destino. Y es obvio que al paso de la carreta podía cruzárseles por delante una gallina que viniera muy bien para la cena de esa noche. Pero la sedentarización forzosa en siniestros barrios de cemento y en villas de permanente emergencia no los volvió ni más felices ni más aceptados ni, hecho fundamental, les permitió encontrar empleo. En la actualidad hay más de un millón de rom desocupados que sólo esperan el cumplimiento del plazo fijado por la Comunidad para largarse a buscar trabajo en regiones del globo donde tampoco los aman, pero donde el odio ancestral es menos acendrado y la persecución, menos violenta.
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En ese sentido, su historia se parece a la de quienes fueron sus vecinos durante siglos, sobre todo en Moldavia: los judíos. Tampoco éstos podían tener tierra, también ellos se vieron obligados a trabajar en lo único que se les permitía: el comercio y el intelecto. El estereotipo del gitano ladrón y el del judío avaro y peligrosamente inteligente tienen su origen en un modo de vida obligatorio debido a la condición minoritaria. Por eso cuando Theodor Herzl o el barón de Hirsch hablaron de «normalizar» las masas judías que escapaban de los pogromos, lo primero que imaginaron fue darles tierra. Cualquiera, donde fuese, pero tierra.
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¿La «invasión de los rom» que sufrirá la Europa alba y bien comida se fundirá con otras invasiones de diversos pobres de piel oscura, o bien la sempiterna incapacidad de adaptación de esos curiosos viajeros forzará a Bruselas a pensar en algún sitio del mundo apto para país gitano? Los seis millones de judíos muertos a manos de los nazis influyeron en la creación de Israel, los dos millones de gitanos asesinados en las mismas circunstancias no influyeron en nada. Quién sabe si la creación de una Europa amplia no tendrá por consecuencia la de una Gitania o una Romia coronada de estrellas.
Fte La Nacion

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