El Gobierno parece creer que la mejor estrategia para la actual coyuntura consiste en minimizar la durísima derrota que sufrió en las elecciones. Si esto fuera una mera estrategia de comunicación, se trataría de otro profundo error en un área en la que el kirchnerismo viene fracasando de manera sistemática, incluyendo la reciente campaña en la provincia de Buenos Aires. Muchos gobiernos hacen "contabilidad creativa" a la hora de interpretar públicamente el mandato de la ciudadanía expresado en las urnas. Sin embargo, el principal riesgo que enfrenta hoy el país consiste en que el matrimonio presidencial pretenda, en efecto, desconocer el mensaje de las urnas y continuar el manejo de la cosa pública con cambios marginales.
Implicaría desaprovechar una nueva oportunidad para rectificar el rumbo, oxigenar el gabinete, relanzar la administración y, sobre todo, fortalecer la gobernabilidad sobre la base del diálogo y el compromiso democráticos.
Vale la pena recordar la contundente definición del ex jefe de Gabinete Alberto Fernández la noche misma de las elecciones. Parafraseando a Joan Manuel Serrat, dijo que "nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio". Siempre el resultado de unas elecciones puede tener múltiples lecturas. Al margen de los matices, es indudable que la sociedad argentina se manifestó en favor de la moderación, de la búsqueda de consensos básicos y del respeto a las diferencias en un marco de convivencia democrática y vigencia plena del federalismo.
En realidad, los argentinos volvieron a votar por los mismos principios y valores que llevaron a Cristina Kirchner a la presidencia: ella prometió convocar a un pacto social, resolver la cuestión de la inflación, reinsertar a la Argentina en el mundo y mejorar la distribución del ingreso. En la práctica, su administración hizo exactamente lo contrario: incentivó la confrontación entre los actores económicos y sociales, continuó manipulando las estadísticas del Indec, aisló todavía más al país (incluso con medidas proteccionistas y de control de capitales) y precipitó una feroz fuga de capitales, con las inevitables consecuencias en términos de empleo y actividad económica.
La Presidenta podría ya mismo reinventar su administración y otorgar certidumbre a todos los actores económicos, políticos y sociales si promoviera una amplia convocatoria basada en una agenda de consenso. Tendría el apoyo de todos los actores que salieron fortalecidos de estas elecciones y del conjunto de los gobernadores. Podría incluso instalar otra vez la cuestión de la crisis internacional como un incentivo adicional para sumar fuerzas y reducir el costo social que indudablemente traerá aparejado el nuevo contexto global, aunque mejorase en el mediano plazo, si se confirman los síntomas leves de recuperación.
Si prevalece en el Gobierno una lectura casi autista de la realidad, puede otra vez quedar a contramano de la opinión pública como ocurre sistemáticamente desde diciembre de 2007, sobre todo en el contexto del conflicto con el campo.
El pragmatismo y la capacidad para sobrellevar y adaptarse a los cambiantes humores sociales son dos de las características constitutivas del peronismo. Si los Kirchner abandonan esos principios fundamentales habrán de precipitar la huida de los pocos gobernadores e intendentes a los que aún no han enajenado.
La suerte de los Kirchner depende de ellos mismos. Han demostrado ser sus peores adversarios: fueron errores no forzados los que los llevaron a perder el 30% del caudal electoral en 18 meses de gestión. El nuevo entorno político facilita una rectificación del rumbo hasta ahora desplegado, pues los líderes emergentes recibieron el mandato de moderación, el consenso y la paz social.
Cuando las instituciones fundamentales de una sociedad democrática están tan debilitadas como en la Argentina, el curso de los acontecimientos depende sobre todo de las personas, de los liderazgos individuales. Esto le agrega una dosis de dramatismo a la situación. La ciudadanía espera que sus principales dirigentes estén a la altura de las circunstancias. Esto involucra sobre todo a los gobernadores y legisladores del justicialismo, que conocen como pocos el duro lenguaje del poder.
La Nacion
El autor es director de Poliarquía Consultores