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Por Sergio Sinay

Simplemente humanos
Por Sergio Sinay

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Es muy probable que Mauro Mastrobuono jamás haya oído hablar de Immanuel Kant, y acaso tampoco de Miep Gies. Hay más posibilidades de que Mep Gies haya escuchado nombrar a Kant o haya leído algo del filósofo alemán, aunque no de Mastrobuono. Y, por fin, es seguro que Mauro Mastrobuono y Miep Gies no se conocen.

Kant sostenía que debemos aspirar a la solidez ética y moral de nuestras decisiones y de nuestros actos. Y para ello proponía lo que llamaba un imperativo categórico: «Actúa de tal manera que tus acciones puedan convertirse en una máxima universal». Y no admitía relativismos en ello. Nada de que el fin justifica los medios. Kant creía en las normas morales y las consideraba inevitables e innegociables. Decía que el ser humano es, para el otro, un fin en sí mismo y, desde esta perspectiva ética, lo moral, lo bueno, es actuar honrando precisamente lo humano.

El 12 de mayo de 2007 se incendió el Centro Clínico Norte, en Villa Adelina, Buenos Aires; una clínica que albergaba fundamentalmente a ancianos. Cinco de ellos murieron, otros muchos fueron rescatados. Y el principal rescatador fue Mauro Mastromauro, un chico de 16 años que cursa la escuela media. Entró una y otra vez, entre el humo y las llamas, a riesgo de su vida, y pudo salvar a varios de esos viejos indefensos y aterrorizados. «Veía en ellos a mis abuelos», explicó. Y sufrió con dolores indecibles en su corazón por aquellos a los que no pudo sacar de ese infierno. Cuando le colgaron el mote de héroe, Mauro no vaciló en quitárselo: «No soy un héroe, dijo, simplemente hice lo que tenía que hacer, lo que cualquiera hubiera hecho».

Sesenta y cinco años antes de esto, en Amsterdam, Miep Gies era una mujer de treinta años que trabajaba como secretaria del comerciante judío Otto Frank. Vivían en otro infierno, el del nazismo. Una tarde de la primavera de 1942, Frank llamó a Miep a su despacho y le confió un secreto vital. El y su familia habían decidido esconderse en el altillo de aquella misma casa, porque la situación se hacía insostenible y, como a todos los judíos, les esperaba la inminente deportación a un campo de exterminio. «¿Estarías dispuesta a ayudarnos, a proveernos de víveres, a mantener el secreto?», preguntó el señor Frank. Miep dijo que sí, y en los dos años siguientes fue la cancerbera fiel, consecuente y responsable de esas vidas. Arriesgó la suya más de una vez cuando los sabuesos de las SS olían que había una presa cercana aunque no alcanzaban a descubrirla. «Si estás escondiendo a alguien correrás la misma suerte de ellos», la amenazaron. No habló. Más aún, colaboró para ocultar a otras familias. Finalmente, el 4 de agosto de 1944 las tropas irrumpieron en el refugio y se llevaron a los Frank y a dos familias que compartían el escondite. Sólo el padre sobreviviría. Sus hijas, Margot y Anna, morirían en el campo de Bergen-Belsen. Su mujer, en Auschwitz.

Anna Frank, la hija menor, había llevado un diario. Miep Gies volvió a arriesgar su vida cuando, inmediatamente después de la razia, entró en el refugio y lo rescató. El Diario de Anna Frank se conserva hoy como uno de los más bellos testimonios literarios de todos los tiempos y como un conmovedor, inevitable, poderoso alegato contra la intolerancia, contra el Mal esencial y radical, contra lo inhumano de la Humanidad. En la película Freedom Writers , de inminente estreno, valiosa prueba acerca de cómo se pueden cambiar ciertas realidades sociales (en este caso vinculadas a la violencia y desarraigo juvenil) aparece, sobre el final, Miep Gies en persona, a sus actuales 96 años. Cuando unos chicos le dicen «Nunca tuvimos héroes. Ahora usted es nuestra heroína», ella sonríe casi sorprendida y repite lo que ha dicho una y mil veces desde 1944: «No soy una heroína. Yo simplemente hice lo que debía hacer. Cumplí con mi deber de ser humano».

Conmueve y da esperanzas por igual el hecho de encontrarse con una frase similar en labios de dos seres tan disímiles, tan distantes en edad, en geografía y en circunstancias históricas. Conmueve, sobre todo, porque hacer lo que se debe, actuar generando una ley moral universal, tomar al ser humano como un fin en sí mismo, es algo tan alejado de los usos y costumbres de nuestra sociedad y de nuestro tiempo. Basta con mirar los hábitos de la política para advertirlo; se lo puede encontrar en los códigos de los negocios, está en la forma de practicar y asistir a los deportes, en las conductas gremiales, en muchos de los paradigmas actuales de la ciencia, en el propósito del tantas veces aparente progreso tecnológico. Hacer lo que hay que hacer, reivindicarse como humano cumpliendo las normas de una moral humana, requiere altruismo, compasión, piedad, empatía, sensibilidad. Todo lo contrario del egoísmo, la impiedad, la manipulación, la insensibilidad y el ventajismo que predominan entre quienes no hacen lo que tienen que hacer y fomentan y alimentan así el desprecio de las normas, la deshonra de las máximas morales, la ausencia de un paradigma ético, el reinado de la anomia.

Mauro Mastrobuono pertenece a una juventud dejada de lado, huérfana de referencias, a la que sus adultos no transmiten valores por medio de conductas, una juventud manipulada por la política, por la publicidad, por el deporte, por la industria del ocio y el espectáculo, por los narcotraficantes. Miep Gies era una mujer común en un trabajo común. Podría haberse desentendido. Sin embargo ambos, Mauro y Miep, se comprometieron, actuaron como seres morales y responsables, rompieron paradigmas. Si pudieron hacerlo en tiempos, escenarios y circunstancias tan diferentes, ello invita a pensar que algo hay en el ADN espiritual humano que, cada tanto, se ratifica, emerge, se pone de manifiesto. Algo que permite la supervivencia de la especie a lo largo de los tiempos. Algo que perdura y se transmite de un modo sutil, transpersonal. Algo que nada en lo profundo del inconsciente colectivo y emerge cada tanto para devolvernos a nuestra condición.

Mauro, con 16 años, Miep, con 96, no son errores, son confirmaciones, evidencias de una conducta posible. No son héroes, dicen, son simplemente humanos. Sin conocerlo, tres siglos más tarde cumplieron con el imperativo categórico de Kant. Lo suscribieron. El Talmud (libro religioso hebreo) define una ética universal: «Mata una vida y matarás a la Humanidad, salva una vida y salvarás a la Humanidad». Hay miles de formas de matar y hay miles de formas de salvar. Una moral para esta ética se construye con actos como los de Miep y Mauro. Como ellos, hay muchos seres morales, más de los que sabemos. La mayoría son anónimos, otros se manifiestan cada tanto por medio de actos que trascienden para confirmar su existencia. Mauro Mastromauro aquí y ahora, Miep Gies allá y entonces nos cortan los escapes y las excusas, pulverizan los argumentos del egoísmo y el conformismo. Nos enfrentan, afortunadamente sin salida, a un imperativo que cada quien puede elegir cómo cumplir. Pero que nadie puede eludir.
La Nacion

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