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No he conocido a ningún intelectual israelí, que haya cuestionado la necesidad de un Estado palestino.

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Una ciudad desgarrada
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Confieso sinceramente que la primera vez que vi por televisión los tanques israelíes invadiendo Ramallah tuve un pensamiento instintivo que no pude rechazar: Dios mío, felizmente veo la estrella de David en tanques israelíes y no en mi pecho, como en 1944. No soy entonces imparcial y, por otra parte, no podría serlo. Nunca jugué el papel de verdugo imparcial. Lo dejo para esos intelectuales europeos -y no europeos- que lo desempeñan para bien y, a menudo, para mal. Después de tanta solidaridad sincera y fingida, se dio vuelta la página: los soberanos miran a Israel con rostro severo. Quizá tengan en apariencia razón en algunos puntos pero lo cierto es que, hasta ahora, nunca han comprado un pasaje en el bus que va de Jerusalén a Haifa.
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Digamos que aquí, en Israel, cada uno lleva ese pasaje en el bolsillo. Y que esto priva a la gente, poco a poco, de toda lucidez. Aquí, el juicio glacial de los soberanos europeos se siente como un candente problema existencial. La expresión más simple de este desgarramiento la escuché de boca de una amiga, el día en que nos dijo en Yad Vashem, ese cementerio terrible para las víctimas del Holocausto: «Primero se participa en familia en una manifestación contra la guerra y luego se entra en el Ejército».
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No he conocido a ningún intelectual israelí, al menos aquí, que haya cuestionado la necesidad de un Estado palestino. «Hay que poner un término a la colonización israelí -declara uno de los historiadores que dirigen el Yad Vashem-; eso desencadenará una pequeña guerra civil, pero veremos su final.» El aislamiento, la falta de solidaridad, generan casi un sufrimiento físico. Es imposible soportar el terror sin actuar; es imposible responder al terror sin recurrir a él. El sufrimiento de este callejón sin salida, la tormenta de interrogantes que hay que llegar a resolver solos. «Nos encierran en un gueto moral», afirma mi amigo, el escritor Aharon Appelfeld. En la mirada de cuantos me rodean veo el miedo, la desesperación y la determinación. Tal como lo describe enfáticamente David Grossmann en su nota para el Frankfurter Allgemeine Zeitung : «Hoy, el Estado de Israel se asemeja a un puño cerrado, pero también a una mano sin fuerza que cae, desesperada». La ciudad parece muerta; los taxistas rondan los hoteles como buitres hambrientos: no bien alguien franquea la puerta, se abalanzan sobre él, la mayoría de las veces inútilmente. Casi no hay huéspedes, salvo los que han venido traídos por sus obligaciones oficiales, y ésos aguardan que los vengan a buscar oficialmente. En nuestro hotel, desayunamos en un salón semidesierto; no hay turistas, ni los habituales hombres de negocios con corbata que leen el diario mientras toman su café.
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Todo eso casi me ha hecho olvidar que he venido a una conferencia y que debo leer el texto que preparé. «Cuando digo que soy un escritor judío, no quiero decir que yo sea judío -escribí-. ¿Qué clase de judío es aquél que no recibió educación religiosa, no habla hebreo y, de hecho, apenas si conoce las obras que dieron origen a la cultura judía, y no vive en Israel sino en Europa? Alguien para quien la primera identidad judía, quizá la exclusiva, es Auschwitz, en cierto modo no puede ser calificado de judío. Es el Judío no judío del que habla Isaac Deutscher, la variante europea desarraigada que, aún hoy, apenas si puede encontrar un vínculo íntimo con el judaísmo que le impusieron.»
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Casi me avergüenzo de leer estas líneas. De develar mi existencia, los delicados problemas de los intelectuales judíos desarraigados, la crisis de identidad, el sentimiento apátrida. De pronto, tomo conciencia de la insoportable ironía de mi posición: como sobreviviente de la Shoah, pronuncio un discurso en Israel, que está en guerra, explicando, por así decir, por qué no puedo sentirme solidario con un pueblo al que, sin embargo, pertenezco. Mi solidaridad estriba, cuando mucho, en que me atrevo a tomar un avión hacia Tel Aviv. Soy un visitante que, en vano, recoge impresiones e interroga a la gente, a la que no podrá comprender porque no comparte el destino de quienes, sin embargo, son sus hermanos.
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Jamás había experimentado ese sentimiento con tal claridad. Como si ahora, en el preciso instante en que la compasíón y el interés me colman y torturan, fuera más extranjero que nunca. Ningún israelí deja de agradecernos el haber venido. Así terminan casi todas nuestras conversaciones, lo cual subraya con mayor nitidez mi condición de extranjero. Me pregunto por qué lo hacen y, al observar más a fondo los rostros, los vehículos embanderados, todo este ambiente tan difícil de describir, esta excitación y este retraimiento, de pronto tomo conciencia de la metamorfosis que está experimentando este país. El historiador francés Ernest Renan pretende que ni la raza ni el idioma definen una nación: los hombres se sentirían intrínsecamente ligados, unos a otros, por sus pensamientos, sentimientos, recuerdos y esperanzas. Ahora bien, en parte para los colonos pero, sobre todo, para los sobrevivientes europeos, para quienes buscaban amparo, para los sionistas militantes, los soldados implacables, los músicos bonachones, los judíos de todos los colores -blancos del Norte, africanos, árabes, levantinos-, para las culturas más diversas y los seres más diferentes, este país, que hasta ahora sólo era un país incoherente, se volvió de golpe, en el curso de esta guerra desesperada y sin salida, una nación. No sé si hay que alegrarse o más bien lanzar el anatema porque, justamente, el tiempo de las naciones toca a su fin pero es un hecho, y ya no tolerará mucho más el modo en que los judíos de Estados Unidos y Europa se han comportado hasta hoy frente a Israel: con cierta reserva y al mismo tiempo una simpatía sonriente; a veces, con una superioridad irónica. Es un viraje extraño que, sin duda alguna, acarreará consecuencias, al menos en lo que respecta a las relaciones judeo-judías.
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Hago bien, pues, en no buscar aquí la verdad, la pretendida verdad objetiva. Y, como escribió Thomas Mann en una época decisiva de Europa, «si la verdad no se adquiere de una vez por todas sino que es, por el contrario, cambiante, entonces la inquietud que el hombre espiritual siente por ella, su atención a los impulsos del pensamiento universal, a los cambios en las representaciones de la vida, será tanto más profunda, conciente y sensible». Quizá la «verdad» ocupe hoy el primer plano por su naturaleza cambiante, por exigir constantemente una definición actualizada. Las guerras de nuestra época siempre tienen un matiz moral, tal vez más que nunca. En nuestro mundo moderno o posmoderno, las fronteras no separan naciones, etnias o religiones sino que, más bien, se trazan entre la concepción del mundo y la actitud frente a él, entre la razón y el fanatismo, la tolerancia y la histeria, la creatividad y una sed destructiva de poder. En nuestra época atea, se libran guerras bíblicas entre el «Bien» y el «Mal». Hasta debemos entrecomillar estas nociones por la simple razón de que no sabemos qué son el «Bien» y el «Mal». Nuestras concepciones son demasiado distintas, demasiado divergentes, y seguirán siendo discutibles hasta que no renazca un sistema de valores estable en una cultura forjada y sostenida entre todos.
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Desde luego, todo esto es utópico, especialmente en el Medio Oriente. Me devano los sesos preguntándome qué impulsa a unos jóvenes llenos de vida a cometer atentados suicidas. Sus actos revelan el valor que dan a la vida ajena pero, ¿qué valor le acuerdan a la propia existencia? Según nos explica un amigo, les dicen que «allá», en el harem del más allá, 72 vírgenes los aguardan para colmarlos de placeres. ¿Y qué les dicen a las mujeres? Nuestro amigo se encoge de hombros y se ríe. Siempre he percibido el odio como una energía. Es una energía ciega pero, paradójicamente, nace de la misma vitalidad de que su nutren las fuerzas creadoras. Para la civilización europea, que la gente de aquí reivindica todavía y a pesar de todo como propia, el valor más noble es el perfeccionamiento de la vida humana. El fanatismo es exactamente lo contrario. ¿Sobre qué fundamento podrían nacer, aquí, la humanidad y la confianza? Por ahora, reinan el miedo y el odio. «Las palabras de paz, reconciliación y coexistencia se asemejan hoy a las últimas señales de vida provenientes de un buque hundido», escribe David Grossmann.
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En esta región, la noche cae bruscamente; bajo mi balcón, en la calle, se encienden las lámparas. Los vehículos surcan rutas que se pierden en lontananza; llevan a naranjales y a campus universitarios, a ciudades ricamente construidas y a campos ricamente sembrados. Muchos nos han contado que, después de la Shoah, vinieron aquí con la esperanza de encontrar calma y seguridad. Este país se construyó a fuerza de trabajo; sus habitantes han librado rudos combates para defenderlo, mientras su entorno, próximo o lejano, ponía en duda su derecho a existir. Si esta duda -acompañada por un sentimiento de abandono- calara también en ellos hasta sus raíces, podrían hundirse en la desesperanza más profunda.
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En la hora actual, la vitalidad del país, al menos según lo que he visto, permite todavía una reflexión sobre sí: la mayoría de los intelectuales israelíes critican enérgicamente, si no, por supuesto, la resistencia al terror, al menos el modo de defenderse, esta campaña vengativa y, en última instancia, estéril. Pero si la indiferencia hostil del mundo los abandona a la desesperación, se abrirá de par en par la puerta hacia la catástrofe y, en este mundo imbuido de odio, fantasmas fanáticos e impotencia, la catástrofe no se limitará, por cierto, al Medio Oriente.
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No me entendieron; quizás haya sido mejor así.
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Por Imre Kertész
Jerusalén, 2002 Fte La Nacion

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