Era un miércoles de enero cuando Ana llegó hasta el 2° piso de Pasteur al 600. Estaba nerviosa y también segura de que la iban a sacar volando. La situación la incomodaba, no estaba acostumbrada a pedir. Pero ya no le quedaba nada: había vendido las alhajas de oro y la computadora, había dejado de pagar la obra social, tenía amontonadas facturas de servicios impagas, no le alcanzaba para la cuota del colegio de sus dos hijos, no tenía trabajo y tampoco plata para comprar los remedios para su marido.
No le alcanzó el consuelo de la frase «a muchos argentinos les está pasando lo mismo» para tapar su vergüenza. Sin embargo, ese miércoles de enero Ana recurrió a la ayuda de la AMIA, la mutual de la comunidad judía argentina. Así pasó a ser parte de los 33.000 judíos que actualmente reciben algún tipo de asistencia de instituciones tales como AMIA, Tzdaka, Joint, Jabad Lubavich o el Movimiento Masorti.
Una cifra que es parte de una realidad estadística que aparece cuando se cruzan los datos de las diferentes organizaciones: más de la cuarta parte de la judeidad del país —alrededor de 60.000 personas— viven por debajo de la línea de pobreza. Es decir, no llegan a recibir un ingreso mensual que les permita pagar la canasta básica y los servicios esenciales. Y la mayoría pertenecía a la clase media.
A los 47 años, con dos hijos de 14 y 10, «habiendo trabajado toda la vida como diseñadora de ropa», Ana comenzó a vivir de los tickets de alimentos por 190 pesos que le entregan en la AMIA y que cambia en los supermercados. También recibe un ticket de 500 pesos por mes para comprar los remedios de su marido que sufrió, a causa del estrés, un aneurisma cerebral hace 5 años. Y que trabaja en una fábrica que le paga 100 pesos por mes.
Su historia la sintetiza con una frase: «La cosa fue decayendo como todo» y «de a poco, también como les pasó a todos los que llegamos acá». En la AMIA mensualmente distribuyen comida para 5.000 personas, entregan medicamentos a 800, además de las 2.000 que integran la Red de Tercera Edad.
El proceso que llevó hasta esta situación lo vio y lo describe Elida Kisluk, directora de Acción Social de esta entidad, cuando hace 8 años empezó a notar que otro tipo de personas comenzaba a llegar para pedir ayuda y transformó la situación actual en inédita. «Hasta ese momento trabajábamos con la pobreza estructural de gente que por diferentes razones tenían problemas económicos que no podían resolver solos. Pero luego empezaron a llegar personas con negocios —muchos textiles— y comercios en crisis, que habían hipotecado sus casas para salvarlos, y que no pudieron pagar el crédito y terminaron perdiendo todo».
La situación se volvió común en el último año. Y se ve en los pasillos de la AMIA. Ahí está Regina Golberg de Spielgel, una de las 12 voluntarias que trabajan junto con 5 asistentes sociales en el servicio de ayuda. Regina hace 3 años que se acerca dos veces por semana para ayudar: «La mayoría de la gente es de clase media. No tienen para comer y se sienten muy mal por lo que les está pasando».
Para Ana, el no poder pagar la obra social fue el punto límite. La heladera vacía, las facturas impagas, el tener que vender todo había sido «soportable». También había podido ocultar la situación a sus hijos, aunque ya no podía pagarles el colegio: tenían una beca y el padrino del más chico pagaba el resto.
Pese a los esfuerzos, las escuelas de la comunidad no quedan afuera de este contexto y son las que más sintieron el cimbronazo de la desaparición de una clase media acostumbrada a educar a sus hijos en escuelas privadas. Actualmente, la Red Escolar Judía cuenta con 17.000 alumnos, perdió 10.000 chicos en los últimos 10 años. Y, de ellos, sólo el 30% paga la cuota completa. El panorama no parece mejorar: los padres que, en marzo pasado, se habían comprometido a pagar entre el 10 y el 25% de la mensualidad, ahora no pueden pagarla, explican desde la AMIA.
Pero, además de afectar a las escuelas, la pobreza en la comunidad judía dibuja un mapa propio en la Ciudad de Buenos Aires: el 50% de la población que la sufre se concentra en los barrios de Once, Villa Crespo y Paternal. Lo novedoso de la situación obliga a que las ayudas se centralicen en esta zona y que surjan nuevos sistemas de contención: por ejemplo la AMIA, por primera vez en sus 108 años de historia, abrió una filial. Es en el barrio de Paternal. «Detectamos que los judíos que viven ahí no tienen ni para el colectivo», explica Kisluk. Como el problema se repite, entre los planes en el futuro figura la apertura de una oficina en Almagro.
Pero la ayuda no se limita a la comida. Unas 1.000 personas reciben apoyo legal y psicológico. «También me ayudan a tratar de arreglármelas sola para vivir», cuenta Ana.»Me dieron un préstamo pequeño para un microemprendimiento. Compré remeras, las bordé y las vendí. Pero cuando tuve que reponer la mercadería todo había subido al doble —dice—. Un desastre». E insiste: «Yo estaba acostumbrada a autovalerme, como todos. Y ahora quedé atrapada en esta situación».