Durante más de una generación, los observadores de Oriente Medio creyeron que caerían un día u otro los regímenes inestables del rey Fad de Arabia Saudí, Mubarak de Egipto, Abdallah de Jordania y Arafat de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). La amenaza que pendía sobre ellos provenía más bien de sus pueblos respectivos.
Después del 11-S, estos mismos regímenes se hallan aún en mayores dificultades. Ahora Estados Unidos será el factor que acarree su final. Los fanáticos musulmanes que atacaron y humillaron a Estados Unidos inauguraron de hecho una nueva era en las relaciones entre el mundo árabe y Occidente.
Los dirigentes de Arabia Saudí, Egipto, Jordania y la ANP se comportaron como agentes del sheriff occidental. Adoptaron políticas relativamente moderadas con relación a Israel y garantizaron el suministro de petróleo a precios razonables. Hasta el Arafat que dirigía los destinos de la OLP llegó a un acuerdo verbal con Estados Unidos para salvaguardar sus intereses económicos en la región.
Catorce de los 19 secuestradores del 11-S eran saudíes. La incapacidad de armonizar una política fundamentalista islámica en casa y otra prooccidental en otros ámbitos ha quedado al descubierto. La monarquía saudí –aun haciendo gala de un absolutismo político total– hubo de decidirse no obstante por una de las dos alternativas, y regresó a sus orígenes religiosos. Washington, por su parte, hizo llamamientos en favor de reformas políticas.
La incapacidad del presidente egipcio Mubarak de mediar entre los palestinos e Israel le ha convertido en un personaje poco menos que inútil y superfluo. Cuando Washington no ha hallado el modo de resolver el distanciamiento entre Estados Unidos y los regímenes árabes radicales, su respuesta ha consistido en reducir la ayuda económica, de forma que se complicaba extremadamente el gobierno del país en cuestión.
El rey Abdallah de Jordania se encuentra atrapado entre los palestinos que quieren derrocarle y los fundamentalistas musulmanes que quieren que se sitúe de su lado en contra del impío Estados Unidos. Abdallah no puede enfrentarse a su propio pueblo y aspirar al mismo tiempo a sobrevivir. Aparte de las obvias consecuencias, el respaldo político y la ayuda económica son exiguos.
Para Estados Unidos, Arafat es como un amigo novato que aún puede dar juego. Arafat cree que Estados Unidos es la única potencia capaz de arbitrar un acuerdo de paz entre árabes e israelíes. Hasta fecha reciente, Estados Unidos pensaba lo mismo de él. Pero sus acuerdos de Oslo y su pueblo se le han vuelto en contra.
En la actualidad, Estados Unidos no le hace caso y le trata con desdén.
El 11-S empujó una puerta que ya estaba abierta. Estados Unidos, irritado y con razón, ha dejado de sentirse obligado a apoyar a los antiguos agentes del sheriff dada su incompetencia, cosa que el propio pueblo árabe podría haberles dicho por cierto hace decenios. Actualmente, el propósito del pueblo árabe y de Estados Unidos es único y el mismo.
SAID K. ABURISH*
*SAID K. ABURISH, escritor y biógrafo de Saddam Hussein. Autor de ‘Nasser, the last arab’
Fte L.V.D