El 18 de julio de 1994, yo me encontraba en el 1º piso de la AMIA, Pasteur 633. Había llegado alrededor de las 9.20 hs., apurada porque llegaba tarde y subí la escalera. Me llamó Norma Lew desde el 4º piso y me invitó a tomar un café, porque como la AMIA estaba en reconstrucción y el 4º piso estaba totalmente remodelado, alguien había regalado una nueva máquina de hacer café. Me dirigía hacia el ascensor, eran aproximadamente las 9.40, me llama el Presidente por teléfono y me pide que escriba una carta que él necesitaba con urgencia. En la oficina de Presidencia se encontraba el entonces Vicepresidente de la AMIA Héctor Rosenblat. Frente a mi estaba el escritorio de otra colaboradora, Silvina que estaba en su sitio y al lado en mi escritorio, estaba Ana María Czizewski, cuya hija murió en el atentado. Cuando trataba de mandar un fax que estaba en mi escritorio y que era el único que había en la Institución estábamos hablando y de repente todo se hizo terriblemente negro, negro más negro que la noche, negro espantoso. Un ruido atroz nos atronó los oídos, un ruido terrible, demoledor, un ruido que no voy a olvidarme nunca.
El 1º piso donde yo me encontraba, daba casi sobre la calle Uriburu y creo que ésa fue la razón por la que los que estábamos ahí, nos salvamos. El ruido era horrendo, como si se viniera el edificio abajo, que era en realidad lo que estaba sucediendo. Y no paraba, cada vez se hacía más intenso, y recuerdo con espanto el terrible olor que se expandió de inmediato. El olor del explosivo. Un olor muy particular que hasta hoy en día, si percibo un olor similar, me descompongo. Yo quedé petrificada y muda al lado del escritorio, Ana María, que ese día había traído a su hija que no trabajaba en la AMIA para que le ayude, gritaba desesperada: ¡Mi hija, Mi hija! La hija había pedido unos cafés en el bar de la esquina y el chico de los mandados los traía, entonces ella había bajado a recibirlos. Ambos murieron en la escalera. Mi compañera Silvina, gritaba: ¡»Es una bomba, es un bomba»! No se cuanto duró todo, pero de pronto sé que cesó el ruido, la total oscuridad se llenó de puntos amarillos que surgían como reflejos dentro de la más infernal tiniebla. Ana María tomó el tubo del teléfono, pero claro, estaba muerto. Silvina vino y me levantó de mi asiento y empezamos a caminar hacia el lado de la escalera, pero la escalera ya no existía. En su lugar había un enorme agujero negro y se veían los departamentos de enfrente a la puerta de Pasteur, todos destruidos, rotos, abiertos como cráteres. Del sótano de la Federación de comunidades, que estaba más hacia la calle, en un entrepiso donde funcionaba el Vaad Hakehilot, salió como pudo el anciano escritor Simja Sneh, que tenía creo, 83 años, que había pasado la Shoá, que estuvo confinado en Siberia y que ya conocía muy bien el sufrimiento. Con la cabeza sangrante, acompañado de una chica que también trabajaba allí, acercándose a nosotros y gritando nos dijo: «Necesito un médico, necesito un médico». Yo estaba muda, no podía abrir la boca. Silvina seguía gritando: «Es una bomba, es una bomba». El Vicepresidente salió de lo que había sido la presidencia y ahí estábamos, Ana María gritaba, era algo terrible. No se cuanto tiempo tardamos en salir, recuerdo que rompimos un vidrio y salimos al patio de atrás que daba a Uriburu y vimos sobre el 2º piso, sobre los cantos alrededor de la terraza a los empleados que trabajaban en el 2º piso, parados y gritando. Su sector también había sido remodelado, todo se destruyó, ellos estaban gritando y nosotros les gritábamos a ellos. Todos llorábamos. Ahí en el canto de esa terraza estaba parado un uniformado, no recuerdo si era bombero o policía y tiró una escalera, muy corta, hacia donde estábamos nosotros porque yo gritaba: ¡»Sáquenme, sáquenme! Todos gritábamos eso. La escalera quedaba trunca a un metro de distancia de donde estaba el policía, pero igual nos abalanzamos para subir a ella, era la salida hacia afuera, era escaparse de ahí. Primero salió Ana María, que por la angustia que tenía encima, no se como hizo y salió. Se fue con un solo zapato, recuerdo su imagen con un solo zapato. Luego, sacaron a una chica ensangrentada, y tampoco recuerdo cómo sacaron al escritor todo ensangrentado, y después me tocó a mí. Y claro, yo no tenía la suficiente agilidad como para agarrarme del bombero, que tampoco estaba muy firme en el lugar. Silvina me empujaba para arriba y el bombero me tiraba hacia arriba, yo le di la mano y empezaron a izarme. Me raspé los brazos, me raspé las piernas, me rompí la ropa y tampoco se cómo, pero subí y salí. No quise irme sin Silvina, además estaba muy desorientada, arriba estaba un muchacho conocido, que hasta hoy no recuerdo quien era, pero me ayudó. Cuando salió Silvina me tomó del brazo. A su vez el bombero que ya había sacado al Vicepresidente, quien se quedó adentro hasta que nos sacaron a todos. Toda la gente que trabajaba en la refacción del edificio, los albañiles, estaba en la parte de adelante, quedaron tapados por los escombros, el personal de la Institución estaba en el 2º piso. El bombero quiso llevarme hacia la calle, pero Silvina le dijo: «Quédese tranquilo, que la llevo yo, siga Ud. con otra gente». Ella me llevó de la mano sosteniendo mi ropa hecha jirones sobre mis piernas. Hacía muchísimo frío, claro era julio, pasamos así por una escalera que había al lado de lo que fue el edificio de AMIA, se veían las casas cortadas al sesgo, hornallas prendidas con pavitas encima, se veía gente que había salido de la cama, camas abiertas, un aullido general y se escuchaba el ruido de las sirenas que perforaban el aire. Cuando llegamos a lo que había sido la vereda de la calle Pasteur, al costado derecho de lo que había sido el edificio, quise mirar hacia la izquierda, donde había estado el frente de la Institución, y Silvina me gritó: «No mires, no mires». Me llevó hasta la esquina, me puso el tapado que no se como lo tenía, me quedé ahí y yo preguntaba con horrorosa candidez: «¿Hay muertos?». De repente me doy cuenta que la calle está llena de judíos que yo conozco, que habían venido de todas partes, gente y más gente, por lo que deduzco que ya había pasado un buen rato desde la explosión, que no puedo recordar ni precisar. Empecé a hablar, le pedí a los movileros que me dejen hablar y hablé por las radios, diciendo que estoy viva, que estoy bien. Mi nuera me escuchó, pero mi hijo ya había salido a buscarme. Yo estaba en la esquina de Pasteur y Viamonte y él me buscaba por Tucumán. En Viamonte estaba un poco más despejado, la multitud venía de Corrientes. La gente se buscaban unos a otros, sé que mi hijo anduvo caminando entre la multitud y preguntaba por mí. Los que lo conocían le dijeron: «Me parece que se salvó», alguien le dijo: «Busca del otro lado». Encontró a Silvina que había dado la vuelta y le informó: «Tu mamá se salvó, está del otro lado», otra gente se lo confirmó. Yo deambulaba, como perdida. Un muchacho a quien yo conocía muy bien me tomó del brazo y me preguntó: «Señora, no la vio a Tamara?». No me reconoció. Entonces le dije: «Soy yo, estoy aquí.» Me llevó de la mano, fuimos caminando por las calles aledañas. Yo no quería irme. Yo quería ver. El desastre era total, las ambulancias iban y venían, todo era confusión y espanto. Veo a Ana María con una chica al lado y le digo: «Ah, está ahí? Y ella me contesta: «No, es mi otra hija». Y estaba ahí, mirando, también su esposo, con la mirada fija en el movimiento de la gente que sacaba cuerpos. Mi amigo me arrancó de allí, tomamos un taxi hasta la casa de mi hija. Ella y su familia estaban en la puerta llorando, me hicieron entrar, me acostaron y yo empecé a mirar la televisión, que daba cuenta del desastre y de los primeros muertos, cuyos nombres se estaban escuchando. Hablé por teléfono con mi marido. Un rato después vino mi hijo. Me llamaban familiares y amigos de todo el mundo. Me llevaron a mi casa. Al día siguiente me levanté y me fui hasta el edificio de Ayacucho, donde empezó a funcionar provisoriamente la AMIA. Con mucha dificultad pude ingresar al edificio, pero estaba dispuesta a seguir con las tareas que se me encomendaran, porque los presidentes de AMIA y DAIA y demás instituciones estaban reunidos tratando de ver que hacer.
Estando allí, en Ayacucho, el 19 de julio, observando todo el horror, el lugar lleno de gente: Familiares ansiosos, dirigentes comunitarios, personalidades que venían a expresar su solidaridad. Recuerdo que me crucé con el Cardenal Quarracino, quien se tomaba la cabeza con las dos manos. Gente que miraba aterrada, psicólogos, médicos, miembros de la comunidad en general. Yo empecé a sentirme mal. Me fui de allí y estuve una semana en cama. Me quedó como una deuda porque no pude ir a la casa velatorio donde estaban alineados los ataúdes de los muertos que aparecían. No pude. Sentí que no podía. A la semana me presenté a trabajar, nunca se me cruzó por la cabeza decir: «No vengo más». No escapaba a mi entendimiento que estaba en un lugar de alto riesgo, pero de todas maneras, nunca se me ocurrió abandonar, lo que yo consideraba mi casa, el lugar donde yo trabajaba desde hacía tantos años. El día que volví fui directamente a ver al Presidente, me agradeció haber vuelto y empezamos a trabajar, en condiciones muy difíciles. Todavía se estaban revisando los escombros, todavía estaban los socorristas israelíes con sus perros, había mucha incertidumbre pero ya se conocían muchos muertos. Ya se conocía la magnitud de la tragedia. Yo entiendo que toda la sociedad civilizada toma esto como propio, pero a pesar de ello y aunque racionalmente comprendo que fue un ataque a toda la sociedad, yo siento muy adentro que fue un brutal y salvaje atentado antisemita, que fue para nosotros. Dentro de mí quedó un profundo agujero negro como el negro agujero de la calle Pasteur al 600. Esto no se puede olvidar, hay un proceso de dolorosa destrucción interior que horada hasta las entrañas.
Hoy 10 años después, estando en un edificio nuevo, reconstruido, trato de no pensar en ello, porque si pienso, a veces siento como que debajo del mismo quedó la sangre de los que murieron. Quienes hicieron esto quisieron decapitar a la Comunidad judía, hiriéndola de muerte en su propio corazón, que es la AMIA, pero no lo lograron. Si lograron matar tantas vidas. Gente joven, gente que soñaba con un futuro promisorio, gente que nació y creció en Buenos Aires, que estudió en Buenos Aires, que amaba a esta ciudad. Y fue en esta misma ciudad donde les pusieron esa bomba y los mataron. Yo me pregunto muchas veces: ¿Por qué? ¿Cómo me pudo pasar esto a mí acá?, la respuesta no la tengo, y a 10 años tengo menos respuestas que al principio. Al principio tenía más esperanza de que esto se aclare. Hoy lo veo difícil. A veces la gente trata de no recordar por miedo de remover esa horrible cosa que uno tiene adentro y que se puede convertir en un silencioso asesino debido al efecto angustioso que produce en su propia imaginación, su propio sentimiento y su propio corazón. Pero yo creo que como sobreviviente de tal masacre, mientras viva y mientras pueda, mi deber es testimoniar. No soy muy optimista sobre el esclarecimiento de esto, pero debo tener esperanzas, porque sin ellas se hace muy difícil vivir.
La vida no sigue siendo la misma, hay que cosas que marcan, hay un antes y un después. Lo repito, desde el punto de vista humano, desde el punto de vista de una simple ciudadana que ha pasado por una experiencia atroz, me ha quedado un negro vacío en mi cabeza y en mi corazón.
Buenos Aires, julio de 2004