Ultimamente, ha habido ocasión de contemplar dos acontecimientos en apariencia contradictorios entre sí, pero que analizándolos en profundidad se ve que derivan de una misma raíz. El día en que se recordaba a los caídos en las guerras de Israel se pudo ver en las pantallas de televisión judíos ultraortodoxos, estudiantes de yeshivot, que abiertamente se negaron a quedarse quietos y en silencio durante los dos minutos en que sonó la sirena en memoria de los caídos.
Su negativa a honrar la memoria de los soldados caídos no es un signo de desprecio hacia los muertos, sino una manera simbólica de expresar una postura firme y rotunda: no es el Estado nacional judío el que dicta cómo han de ser nuestras ceremonias y ritos, sino la Torá, únicamente la Torá. Y dado que guardar silencio mientras toca una sirena no es una forma recogida en los textos religiosos, no vamos a respetarla. Nosotros honraremos a los muertos según nuestras costumbres y normas, y, por tanto, seguimos caminando mientras suena la sirena con el fin de mostrar con toda claridad que nosotros acatamos única y exclusivamente lo que dicta la Torá y no ningún Estado creado por los hombres.
En cambio, varios días después, numerosos colonos religiosos se manifestaban en una de las colinas de Samaria e intentaban impedir que el ejército israelí derribase un edificio deshabitado y construido como puesto militar. Con entusiasmo y gran devoción, los colonos ondeaban la bandera del Estado de Israel y se aferraban a la tierra, para mostrar su profunda identificación con lo que creen que es la esencia de su identidad nacional: la tierra.
Aparentemente, parecen hechos contradictorios. Por un lado, un rechazo descarado a participar en un acto nacional fundamental de recuerdo colectivo a los caídos; y por otro, un fervoroso nacionalismo y relacionado con la cuestión clásica en cualquier movimiento nacionalista: el carácter sagrado y supremo de la tierra. Y entonces uno se pregunta: tanto unos como otros son religiosos, tanto unos como otros creen en la Torá. ¿Cómo es posible que partiendo de la misma Torá, de los mismos textos talmúdicos y mishnaicos, de las mismas oraciones y preceptos religiosos, se llegue a posturas tan opuestas y, además, no en torno a un asunto político, sino sobre las cuestiones más importantes y básicas del país?
Sin embargo, si se analiza con detenimiento, uno descubre que existe una clara relación entre la postura de los ultraortodoxos antinacionalistas y la de los religiosos nacionalistas, que parecen el colmo del nacionalismo. Las dos surgen del mismo principio: Israel existe en la Torá, pero unos y otros interpretan la Torá de forma diferente, según sus intereses. En otras palabras, el nacionalismo para ellos no tiene sentido si no se rige por las leyes de la Torá. ¿Y quién fija qué es lo importante y fundamental en la Torá? Nosotros y nuestros rabinos. Y si nosotros le otorgamos un valor sagrado a Judea, Samaria y Gaza, marcharse de allí no es simplemente un error político, sino una transgresión religiosa, como lo es para un ultraortodoxo quedarse quieto y en silencio mientras suena la sirena.
A lo largo de la historia ha habido muchos conflictos entre la identidad nacional y la identidad religiosa, pero nunca un francés, un inglés, un turco o un japonés ha dicho alguna vez: para ser francés, hay que ser católico; para ser inglés, hay que ser protestante; para ser turco, hay que ser musulmán; para ser japonés, hay que ser budista. Y eso por la sencilla razón de que el francés, el inglés, el turco y el japonés sabían y saben que hay católicos, protestantes, musulmanes y budistas que pertenecen a otras naciones. Y por tanto su religión, por muy importante y apreciada que sea para ellos, no puede sintetizar ni definir lo que significa y a lo que los compromete su identidad nacional.
Sin embargo, como la religión judía (la Torá) se dirige y materializa únicamente en el pueblo judío, existe la posibilidad de que el concepto de religión y de pueblo se solapen. Y por eso, el principio de No hay Israel sin Torá se convierte para un judío religioso en una norma de conducta, en el que la religión a priori está por encima de cualquier acuerdo nacional que pueda oponerse a sus principios.
Pero la Torá se puede interpretar de muchas formas y no existe una autoridad religiosa –como el Papa para los católicos– que establezca su interpretación canónica. Cada uno puede encontrar en ella la interpretación que más convenga a su visión del mundo y a sus intereses económicos, políticos y sociales. Por tanto, no es de extrañar que estemos condenados a estar metidos para siempre en una constante y fuerte tormenta de conflictos y enfrentamientos entre religión y nacionalidad, y con una intensidad que no se da en otros pueblos.
Inmediatamente antes de la destrucción del Segundo Templo, el rabino Yojanan Ben Zakay salió de una Jerusalén dividida por las disputas entre los fanáticos religiosos con sus visiones proféticas sobre la rendición de Roma y entre los saduceos nacionalistas que trataban de evitar la rebelión, y con ello lo que hizo realmente fue huir del problema. Después en Yavne se establecerían las bases de la Torá de la Diáspora, es decir, se crearía el mecanismo que permitiría que el judío mantuviera su identidad a través de su sinagoga errante por todo el mundo y, de esta forma, escapar de la realidad judía en su totalidad, justo de esa realidad donde sí se produce el conflicto entre religión y nacionalidad. Pero esa forma de supervivencia de la identidad condujo al final a la catástrofe, y de Yavne y sus rabinos llegamos al infierno del holocausto.
Y por eso en esta ocasión no debe ocurrir lo mismo: la Jerusalén, como nación y pueblo, ha de prevalecer sobre la Jerusalén como religión.
Cuando veo al judío ortodoxo caminando de forma descarada ante una cámara de televisión, mientras suena la sirena en memoria de los caídos, y al lado personas quietas y en silencio manifestando su dolor y recordando a aquellos que dieron la vida por ellos, comprendo lo fuerte y arraigada que está en él la Torá de Israel, hasta el punto de soportar por ello el odio y el desprecio de quienes le miran y rehúsan participar en un acto de gran importancia para la nación y el pueblo judío, y todo por querer ser fiel a una concepción religiosa del mundo según su propia interpretación.
Y cuando veo cómo empujan a cientos de colonos religiosos para que se vayan de unas rocas y todo porque no quieren irse de un edificio deshabitado en una colina, tengo claro que lo que los lleva a hacer eso no es ni un impulso racional ni un sentimiento nacional, sino una motivación puramente religiosa. En el tema de la evacuación de los asentamientos, la Torá de Israel luchará no sólo para cumplir un precepto y un principio religiosos, sino por un hogar, por unos intereses económicos y políticos y por una visión determinada de la historia, y lo va a hacer con toda la fuerza de su fe.
Muchos pueblos han pasado por graves conflictos internos a través de los cuales se ha formado y consolidado su identidad. Y el conflicto que nos aguarda no es entre un plan de retirada unilateral y la idea del Gran Israel, ni sobre si el terrorismo se reducirá manteniendo la ocupación o, por el contrario, desconectándose de los palestinos. El auténtico conflicto es en realidad sobre la esencia de la identidad nacional y su clara superioridad sobre la religiosa.
Israel existe como identidad nacional y el Estado de Israel hará aquello que fije la mayoría de sus ciudadanos. Por tanto, en vez de meterse en un ataúd y salir huyendo de Jerusalén como hizo el rabino Yojanan B en Zakay para empezar a buscar a través de la asimilación y la vida en minoría la Yavne espiritual en Londres, París, Nueva York o Los Ángeles, lo que hay que hacer es quedarse en la Jerusalén concebida como entidad nacional y luchar con todos los medios que posee el Estado contra toda negativa a acatar lo aprobado por la mayoría de los ciudadanos.
Con todo mi corazón, quiero creer las declaraciones de los líderes de los colonos cuando afirman que nunca un colono alzará la mano contra un soldado israelí. Pero no estoy seguro de que el día en que haya que cumplir lo decidido por el Estado sean capaces de controlar a todos sus hombres. Cuanto mayor sea el temor de la mayoría hacia la minoría opuesta al Estado, más difícil y compleja será la batalla.
Así que, con el fin de que la evacuación resulte menos traumática y dolorosa, tanto para unos como para otros, es necesario actuar con determinación y decisión como si se tratase de una operación quirúrgica. Y junto a las adecuadas indemnizaciones a los colonos y el respeto a su dolor, hay que armarse de todos los mecanismos que ofrece el Estado para mantenerse fuertes en la defensa de nuestra identidad como nación y pueblo.
En el proceso de desconexión de los palestinos, no estamos luchando sólo para traer la calma a la zona y posibilitar una convivencia pacífica, sino también por fundamentar la identidad nacional israelí.
ABRAHAM B. YEHOSHUA, escritor israelí, inspirador del movimiento Paz Ahora
Traducción: Sonia de Pedro
Fte L.V.D