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Radicarse implica convivir con el miedo

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«Yo voy en auto, no tomo colectivos porque aumentan las probabilidades de que te pase algo, pero mis amigos en la Argentina me dicen que la gente ya no anda en un Mercedes o en un 4×4 para no llamar la atención», agrega.
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Pese al terror constante y al permanente estado de guerra, se calcula que entre 5000 y 6000 argentinos se habrán instalado en Israel durante 2002, expulsados por la crisis económica. «A partir del colapso en nuestro país, la Agencia Judía empezó a incrementar sus programas de retorno para judíos argentinos, y esto sensiblemente ha triplicado el número de llegadas», explica Eduardo Pérez Ibarra, cónsul argentino en Tel Aviv. «Mientras que el año pasado llegaba un promedio de entre 1000 y 1400 personas, hasta ahora arribaron más de 4000, y, según la Agencia Judía, a fines de año los argentinos podrán alcanzar los 6000», agrega.
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En la mayoría de los casos, se trata de gente que está muy mal en la Argentina. «No tienen idea adónde llegan, son judíos, pero no tienen conciencia judía y no saben lo que es Israel», afirma Ibarra, que normalmente se enfrenta con casos de familias que no logran adaptarse a un país peligroso, caro, con una situación económica mala (12% de desocupación) y del que piden ser repatriados.
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Al tiempo que siguen llegando miles de argentinos «desesperados», están aquellos en buena posición económica, «unos centenares», que deciden irse de Israel por la insoportable situación de violencia y porque creen que ya no hay futuro. «Se van a España, Canadá, Australia o Estados Unidos», cuenta Ibarra, que suele firmar muchos certificados de antecedentes penales con ese fin y ha notado un aumento de la demanda de documentación argentina. Lo explica en el hecho de que, por ejemplo, es mejor entrar en España con pasaporte argentino que con el israelí.
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Pese a que hay argentinos que se van, David Schkolinik, un ingeniero de Tucumán que vino a Israel hace 3 años y que hace ocho meses se casó con una chica israelí, no tiene dudas: «En la Argentina tenía mucho más miedo que acá. Vivo bien, tranquilo y estoy mucho más seguro. Acá puedo, por ejemplo, agarrar mi PC portátil e irme a la placita de enfrente, mientras que si hago lo mismo en Tucumán me asesinan para sacarme la computadora», afirma.
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Aunque anteayer tuvo todo el día el corazón en la boca porque tanto sus padres como su hijo viven en Kfar Saba, muy cerca del shopping donde tuvo lugar el último atentado terrorista, tampoco Marcelo Boczkowki vive con miedo. «No sabés lo que fue para mí, pero la realidad es que 20 minutos después del atentado en Kfar Saba los chicos seguían andando en bicicleta o en patines: eso es lo que hay que hacer, porque si no caés en el juego de ellos, que quieren que te encierres en tu casa y no vivas. Hay que continuar viviendo, es la única manera de seguir adelante», dice Marcelo, que reside en un kibbutz del sur de Israel. «Nadie se pude acostumbrar a los atentados ni al terror, pero hay que tomarlos como una realidad. Es un poco triste, pero no queda otra. Es como decirle a un sudamericano si se acostumbra a que el gobierno lo esté robando todo el tiempo: no se acostumbra. Pero no le queda otra, salvo tomar las valijas e irse», agrega Marcelo, que nació en Buenos Aires hace 39 años y es criador de pavos.

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Ningún lugar a salvo

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Graciela, una argentina de 38 años que prefiere que no citen su apellido, que vive en Kfar Saba desde 1987 y que anteayer almorzó en el «cannion» (shopping) del atentado, piensa parecido. «Yo vivo mi vida. Sinceramente, el miedo lo dejo de lado. Es lamentable lo que está pasando, a mí me duele mucho, pero hoy en día en ningún lado del mundo uno puede estar tranquilo», afirma esta mujer, que trabaja en un jardín de infantes y que anteayer estaba colgando la ropa cuando escuchó un estallido que hizo vibrar los vidrios de su casa, tras lo cual vio el humo que salía del shopping.
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Graciela viaja en colectivo todos los días para ir a trabajar, deja ir solo al colegio a su hijo de ocho años y estudia en un centro de computación que queda a una cuadra del shopping.
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«No vivo aterrada: viajo en ómnibus, voy, vengo, compro. No dejo de hacer mi vida. Es una cuestión de destino, pero uno no puede quedarse encerrado en una casa», dice.
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Por Elisabetta Piqué
Corresponsal en Italia

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