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Por Guy Sorman

Europa extraña a Juan Pablo
Por Guy Sorman

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El destino de Juan Pablo II fue idéntico al de Europa. Su aventura personal coincidió con la de nuestro continente tanto en sus alegrías como en sus desgracias, desde la doble ocupación nazi y comunista hasta la liberación final. ¿Qué papel representó exactamente el Papa en esta liberación? Por fuerza, es un interrogante sin respuesta. Para algunos, representó un papel decisivo en la eliminación del comunismo en Europa. Para otros, acompañó a la historia en su movimiento ineluctable: ni más ni menos.

A mi entender -y esta es una reflexión personal, imposible de verificar- Juan Pablo II no representó un papel decisivo en la liberación en sí, sino en su adopción de una forma pacífica. Su magisterio transformó un combate que podría haber tomado un cariz violento y degenerado en guerra civil en un movimiento esencialmente pacífico. Por eso no hubo grandes convulsiones durante la transición de la tiranía a la democracia liberal. Sin duda, con su influencia y su intervención directa el Papa logró desactivar el nacionalismo excesivo que tentaba a algunos países y persuadir a todos los actores sociales de que, también para ellos, la finalidad de la historia era la democracia.

Pero esta Europa unida, que fue su mayor anhelo, no es una Europa cristiana, y menos aún una Europa católica. Empecemos por este último punto. El ingreso de Bulgaria y Rumania en la Unión Europea convirtió súbitamente a las iglesias ortodoxas, hasta entonces marginales en el continente, en actoras importantes. El apego de esos pueblos a sus iglesias es comparable al vínculo entre los polacos y la Iglesia Católica, más que, por ejemplo, a la relación distante entre los franceses y sus iglesias. A esta nueva dimensión ortodoxa de Europa se añade un rebrote del protestantismo. Al decir esto, no me refiero tanto a sus denominaciones europeas más tradicionales, sino al influjo absolutamente novedoso de las misiones evangélicas provenientes de Estados Unidos. Ellas desarrollan una actividad mucho mayor de lo que suponemos en los suburbios de las grandes ciudades occidentales, junto a los inmigrantes, pero también en el Este y, en particular, en los Estados bálticos. Este éxodo del catolicismo hacia el neoprotestantismo inquietó al Papa, pero no logró refrenarlo ni en Europa ni en el resto del mundo. No obstante, el neoprotestantismo es cristiano o, al menos, invoca al cristianismo, aunque adopte formas de culto que, a veces, dan más cabida al éxtasis colectivo que a la meditación individual.

El islam es una cosa completamente distinta. Ahora existe en Europa una religión nueva que podríamos denominar el islam europeo, o bien el islam globalizado. Tiene casi veinte millones de adeptos entre los ciudadanos europeos, a los que debemos sumar un sinnúmero de inmigrantes. Aun cuando invoca a Mahoma y al Corán, este islam se diferencia un tanto del original, en cuanto a sus prácticas. Es un islam simplificado, nacido del desarraigo cultural y geográfico de los musulmanes devenidos en europeos. ¿Armoniza o no con los valores europeos anteriores a él? Sí, porque Europa se ha vuelto laica y el nuevo islam tiende al laicismo. Intentaré explicar esta paradoja aparente.

Europa es cristiana por sus orígenes y, en la práctica, laica. En toda ella, hay una separación entre los poderes políticos y los religiosos. La esfera pública es un terreno neutral donde está permitido ser o no ser cristiano, judío o budista. De hecho, la inmensa mayoría de los musulmanes de Europa, sean o no creyentes o practicantes, aceptan la separación de los poderes políticos y religiosos y reconocen la neutralidad del espacio público. Todavía quedan algunas disputas fronterizas con el islam, como el uso del velo por la mujer, pero una disputa fronteriza tiene arreglo. La minoría musulmana que no acepta el laicismo europeo actúa motivada por consideraciones políticas que poco tienen que ver con Europa o con el islam; atañen a la policía.

Este panorama de las religiones en Europa, que creo objetivo, excluye la posibilidad de una referencia directa a los valores cristianos en la Constitución Europea. Sería una provocación absolutamente inútil. Tampoco tendría sentido añadir los valores judíos, budistas, musulmanes y humanistas, como algunos proponen. Habría que revisar constantemente el catálogo. Sobre todo, me parece un debate superficial que soslaya lo esencial: el laicismo. Y, de hecho, este es un valor cristiano.

En las religiones monoteístas, ¿quién dijo «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»? En la historia, ¿quién, sino el Vaticano, firmó concordatos con gobiernos europeos? La separación de poderes es inherente a la Revelación cristiana. No la encontramos en el judaísmo (Israel fue y sigue siendo una teocracia) ni en el islam. De esta diferenciación fundacional entre Dios y el César nació la civilización occidental: la democracia surgió del laicismo; la innovación científica también. En suma, lo que los occidentales llamamos «progreso» fue posible gracias al laicismo y es, de por sí, un valor laico.

Juan Pablo II no logró inscribir el cristianismo en el frontón de Europa. Tampoco lo conseguirán su sucesor y sus discípulos. Pero este combate no es necesario. Declararse cristiano en Europa y obrar en consecuencia es un destino personal y no un combate político o institucional. A los cristianos que lamentan las desviaciones amorales en Europa les incumbe dar testimonio, con su actitud, de que existen valores superiores a la felicidad material. Juan Pablo II contribuyó a la resurrección del cristianismo en Europa y fuera de ella con su vida y sus sufrimientos, más que con sus combates estrictamente políticos. Creo que ser cristiano en Europa es vivir y morir como él.

(Traducción Zoraida J. Valcárcel)
La Nacion

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