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Desde el Obelisco, Barenboim recibe al 2007 con un concierto a puro tango

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Miguel Frías.-
El privilegio de 500 agradecidos incautos de ayer será el de una multitud informada hoy. Sin grandes preavisos, Daniel Barenboim ensayó anoche, en el Obelisco, «Tangos sinfónicos», el concierto que dará a partir de las 19.35 con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, la Típica del maestro Leopoldo Federico y los bailarines Mora Godoy y Junior Cervila. Con arreglos de José Carli. Un lujo gratuito.

«¿Por qué le pusieron el piano de espaldas al público?», preguntó ayer uno de los paseantes que se encontraron, en plena 9 de Julio, con la pasada del espectáculo. Es que Barenboim, además de tocar el piano, dirige y de un modo sublime, le explicaron. Faltaba agregar: dirige en un sentido muy amplio, más amplio que el musical. Desde las 18.55, cuando subió al escenario, hasta las 19.45, cuando comenzó el ensayo entre aplausos, estuvo dando indicaciones. Su obsesión era que el público estuviera muy cerca de él.

«Quiero que mañana la gente llegue casi hasta este borde. Esos autos y esas vallas negras no van a estar, ¿no?», preguntó u ordenó al llegar, bajo un cielo plateado, a la luz indecisa del crepúsculo. Los músicos comían y bebían en una carpa con aire acondicionado; Barenboim —vestido con remera y ambo negros— conversó con un batallón de técnicos, incluido un equipo de la TV alemana que hacía las pruebas para la transmisión de hoy a Europa.

El milagro: mientras los demás hacían nerviosos ajustes de la parafernalia, se sentó al piano, colocó las partituras en el atril y tocó fragmentos de «El día que me quieras» y «Adiós Nonino», con el torso levemente inclinado hacia la izquierda, las manos delicadas deslizándose por el teclado, el pie derecho en el pedal del piano, la punta del zapato izquierdo clavada en el piso. Un genio solitario; ajeno, en su pasión, a los eléctricos movimientos que había comandado hasta un instante antes.

Poco después entraron los músicos y alguien gritó: «Vamos a comenzar. Los que no tengan nada que ver pasen al otro lado de las cortinas. Que Dios nos acompañe». Y Dios, o el que fuera, acompañó: los que paseaban por el centro porteño comenzaron a acercarse, encantados por una selección de fragmentos gardelianos; después, por De Caro, por Piazzolla. Por Barenboim. Conmovedor: medio millar de personas, algunas en sillitas plegables —en las que estaban Graciela Dufau y Hugo Urquijo— se entregó a un respetuoso éxtasis.

Dos pantallas electrónicas, de alta precisión, repetían lo que ocurría arriba del escenario. Una magia melómana, a cielo abierto, apenas interrumpida por la sirena de una ambulancia, una alarma de un auto y una brisa que hacía volar algunas partituras (Julio Pane tuvo serias dificultades para plegar las de Leopoldo Federico). Nada grave; todo bello.

«Chinos, europeos, judíos, musulmanes: todos somos iguales frente a la Quinta de Beethoven», dijo alguna vez Barenboim. La frase vale para cualquiera de los tangos sinfónicos que ejecutará y hará ejecutar hoy, desde las 19.35 hasta las 21.05, ante la presencia de los embajadores de Israel (Rafel Eldad) y Palestina (Suhail Hani Daher Akel). El concierto, que irá en directo para Europa, será transmitido aquí en diferido; desde las 21, por el canal de cable Volver. Se aconseja llevar sillas, nada más. Del resto se encarga un puñado de genios.
Clarin

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