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Por Abraham Skorka

Juan Pablo II desde una perspectiva judía
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QUISO el destino, o tal vez aquel que lo designa, que Juan Pablo II, el primer papa polaco, haya sido el que impuso la expresión «hermanos mayores» para designar a los judíos, el que pidió perdón por los errores de la Iglesia en el pasado para con ellos, el que estableció las relaciones diplomáticas entre el Vaticano y el Estado de Israel, el que visitó la sinagoga de Roma y el que rezó frente al muro occidental, resto del gran templo que hace dos mil años destruyeron las hordas romanas.

El fue también el que, como nadie lo había hecho antes, habló por la memoria de los asesinados en Auschwitz y en Yad VaShem (Instituto para la Documentación de la Shoah, en Jerusalén).

Parece sorprendente, sobre todo si miramos atrás y vemos que el hambre y el antisemitismo fueron los dos factores que movieron a un gran número de judíos a abandonar Rusia y Polonia y demás países del este europeo, a partir de las postrimerías del siglo XIX y primeras décadas del XX.

Los pogromos (ataques del populacho inescrupuloso a los barrios judíos, que causaban muertos, heridos y significativos destrozos y eran incitados por elementos de los distintos gobiernos para aliviar, mediante esta catarsis salvaje, las miserias que sufrían sus pueblos por la desidia y corrupción de sus gobernantes) y las constantes agresiones y discriminaciones obligaron a muchos a buscar un futuro en otras tierras. Para aquellos que quedaron, Polonia fue elegida por los nazis para erigir en su seno los campos de la muerte más grandes y espantosos (si es que acaso existe una escala con la que se pueda evaluar el crimen y el espanto) de los que construyeron en Europa para el exterminio, junto a los de las demás comunidades judías del continente: Auschwitz, Birkenau, Treblinka, Maidanek, Sobibor, Chelmno, Belzec, etcétera.

Karol Wojtyla, que fue testigo directo del exterminio de una de las comunidades judías más numerosas y creativas, y que sufrió junto a sus vecinos judíos el odio gratuito y la inquina perversa, asumió plenamente, una vez que le fue conferido el poder papal, el compromiso de luchar para cambiar la ignominiosa realidad humana.

Más allá de cualquier consideración y análisis político coyuntural, sus actos tuvieron una importancia superlativa en su momento y forjaron, indudablemente, un punto de inflexión para el futuro de las relaciones judeo-católicas. Con su hacer y decir, dio forma y consistencia real a la histórica declaración Nostra Aetate.

La Shoah provocó dramáticas preguntas en los hombres de fe. Preguntas con respecto al Creador y a lo humano. Juan Pablo II, con su prédica y su obra, trató de darles una respuesta. Como Job, pese al enorme drama en el que se halló, nunca dejó de lado su búsqueda de Dios. Imitando la actitud de los antiguos profetas de Israel (Amós 3: 8), nunca calló su mensaje. Siempre bregó por forjar una senda distinta en la historia: la que conduce hacia una realidad en la que «no levanta más espada pueblo contra pueblo, ni se ejercitan más para la guerra» (Isaías 2: 4).

Echó los cimientos para que los campos de la muerte, con su estigma de horror y salvajismo, permanezcan cual indeleble paradigma de la infamia humana y jamás vuelvan a repetirse.

Si bien hubo gestos que no dejaron de ser conflictivos para la visión y el sentir judíos, como cuando condecoró, el 6 de julio de 1994, en la nunciatura en Viena, con la orden de Pío IX, a Kurt Waldheim, entonces ex secretario general de las Naciones Unidas y ex presidente de Austria, con un pasado nazi documentado (tuvo participación directa en actividades antisemitas en Austria y en las atrocidades que cometieron los nazis contra los pobladores de Kozara, en el oeste de Bosnia), en el balance final, sus aportes para el acercamiento dialogal entre judíos y católicos superan ampliamente lo ríspido y doliente.

Dejó cual heredad el desafío de seguir construyendo sobre aquellos cimientos que él, con coraje y valentía, supo poner, con el fin de que el diálogo entre los pueblos, las naciones y los diferentes credos se profundicen con el correr de los años, conformando una humanidad más sensible, en la que cada hombre reconozca en su prójimo a un hermano y en la que Dios esté presente en cada una de las acciones.

El día que los ideales que la Biblia propone como desafío de vida a cada individuo y a la humanidad toda se concreten y una realidad sustentada en la justicia la bondad y la misericordia impere entre los hombres, la memoria de todos aquellos que brindaron lo mejor de sí para que la esperanza de alcanzar esa misericordia se mantuviera incólume resplandecerá cual el firmamento (Daniel 12: 3).

«La memoria del justo será eterna» (Salmos 112: 6).

El autor es rector del Seminario Rabínico Latinoamericano M. T. Meyer y rabino de la Comunidad Benei Tikva.

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