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Hebraica en el Once: De Singer a Borges

Por M S
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Por Marcelo Birmajer.

Itongadol.- Tanto Elihau Toker como Moshé Korin acompañaron a Isaac Bashevis Singer durante su visita a la Argentina, en 1957. De modo que tengo al menos dos testigos de que este hombre, al que le gustaba jugar con fantasmas y aparecidos, pasó realmente por Buenos Aires (aunque no he corroborado si visitó Mar del Plata, como dice en su cuento “Hanka”; ni Entre Ríos, como testimonia en el cuento “La Colonia”, pero todo parece indicar que sí).

Bashevis cita el teatro Soleil como el lugar donde dio su lectura en Buenos Aires, uno de los principales teatros idish del Once. A partir de aquella visita, el país aparecería en varios de sus relatos y novelas. En el cuento “La colonia”, del libro Un amigo de Kafka, reseña la lenta disolución de las colonias agrícolas judías en Entre Ríos; en el libro de cuentos La muerte de Matusalén, la Argentina y Buenos Aires vuelven a aparecer como escenarios en “El acusado y el acusador” y “La mirilla en el portal”; en la novela Escoria, Buenos Aires es uno de los ámbitos principales y referencia continua, porque Max Barabander, el protagonista, es un proxeneta polaco que opera en nuestra capital. En esa novela Singer anuncia, elípticamente, la importancia de la calle Junín:

Shmuel me habló de su encuentro con usted —le dice Reyzl Kork al protagonista, Max, en Varsovia—; es una pena que yo no estuviera en esa taberna. `Tengo una hermana en Buenos Aires, ¿sabe?

—Dónde, en qué calle.

—En la calle Yunín o Chunin; no sé cómo se pronuncia.

—Conozco esa calle —dijo Max. Y luego pensó: “ahora ya sé a qué se dedica
la hermana”. [1]

Finalmente, en “Hanka”, el primer cuento del libro Passions (Pasiones) aún no traducido al español—, Singer describe la calle divisoria del Once: Junín. Divisoria, digo, porque pasando Junín hacia Ayacucho, como ya advertí, se divisa un nuevo mundo.

Leí por primera vez a Singer a fines de los ochenta. Mi madre me había comentado, varios años antes, que en la novela Enemigos, una historia de amor, Singer era capaz de narrar algunas de las historias de los sobrevivientes de la Shoá en tono de comedia. Ya por entonces yo me ganaba la vida escribiendo y la mención de un autor que pudiera lograr este prodigio me provocó interés. Pero como me lo había recomendado mi madre, y además había ganado el Premio Nobel (1978), lo dejé de lado con uno de esos prejuiciosos gestos juveniles que nos hacen perder tanto tiempo. Cuando ya vivía solo, en la casa de un amigo me encontré casualmente, otra vez, con Enemigos, una historia de amor. Lo tomé con cierta desconfianza, como quien le hace un favor al escritor o a su madre. No pude despegar mi vista del libro hasta que salí de aquella casa, y continué leyéndolo en el colectivo 12. Me bajé muchas paradas más tarde de la correspondiente, pero encontré lo que buscaba. Fue un encuentro providencial. Desde entonces, leí y releí todos sus libros y en el 2002 traduje al español The Death of Methuselah [2] .

¿Cómo hubiera imaginado tantos años atrás, cuando vivía en la esquina de la calle Junín y me negaba a leer los libros de mi madre, que veinte años después consideraría un tesoro este párrafo de “Hanka”, en el que Singer describe la calle que es la cornisa del barrio?

Jatzkl Poliva me llevó con su coche a un hotel de la calle Junín, una calle que alguna vez tuvo fama de ser un centro de prostitución. Poliva me dijo que el barrio había sido saneado y que allí se alojaban todas las visitas literarias. […] Hanka me tomó del brazo y caminamos a lo largo de la calle Corrientes […]. El largo día me había agotado y en cuanto Hanka se fue me derrumbé vestido sobre la cama y quedé dormido. Pero me desperté a las pocas horas. Había llovido durante la noche y el cielo estaba cubierto. Resultaba extraño estar a miles de millas de mi actual hogar, Nueva York, en un país ubicado al sur del mundo. América estaba llegando al otoño y aquí se abría paso la primavera […]. La calle Junín se extendía húmeda, se veían casas viejas y tiendas cerradas con cortinas metálicas. Desde mi ventana distinguía techos y edificios de otras calles. […] En Varsovia, siendo un chico, había escuchado a menudo escalofriantes relatos acerca de Buenos Aires. Que pequeños coches andaban por las calles de Varsovia atrapando muchachas. Un rufián atraía con engaños a una chica pobre o a una huérfana, la llevaba a un sótano y trataba de pervertirla con promesas, con joyas baratas, y si no aceptaba ser prostituida la golpeaban. […] Ahora Varsovia está en ruinas y yo estoy en Buenos Aires, precisamente en el barrio donde estas desventuras tuvieron lugar.” [3]

Los judíos de Rusia y Polonia que recalaron en el Once no eran muy adeptos a recordar las polkas o los bailes brutales con que los cosacos festejaban los pogroms, de modo que sus hijos llegaron con los huesos vírgenes a los asombros del tango —el fallecido periodista Julio Nudler ha abundado en el tema con su revelador libro Tango judío [4] .

En este barrio prodigioso se alzaban sucuchos mal iluminados donde el baile urbano de los argentinos parecía un pecado y una plegaria al mismo tiempo: el Almacén Suizo, de Corrientes y Pueyrredón; El Baile de Concepción Amaya, en Lavalle 2177; la academia de baile El Dorado, de Uriburu y Corrientes; el Café Gigi, de Corrientes y Azcuénaga.

Eran sitios de encuentro muy distintos a los bares de café concert, varieté y comida idish que reseñaremos en el capítulo XI. En las mismas cuadras, casi en los mismos locales, convivían universos diferentes. El tango obligaba a otra ropa, a otra cadencia, aunque también pudiera cantarse en ídish.

Carlos Gardel y José Razzano, el Jilguero de Balvanera Sur, eran del barrio y debutaron en el Armoneville en 1913. Julio De Caro y Alberto Castillo vivieron su adolescencia en Balvanera. Raúl González Tuñón, que nació en 1905 en Saavedra al 600 y que vivió por todo el mundo, se refiere así a la calle y a la casa de su infancia: Una calle fraternal, llena de familias de inmigrantes, de italianos, alemanes […]. Una casa típica de esa ciudad de aluvión[5] .
Discepolín, esmirriado y candoroso, ¿en qué otra parte podía haber nacido? ¿En Belgrano? En Pompeya se lo hubieran comido vivo. El autor de Uno, de Yira… yira, dramaturgo y actor (protagonizó la película El hincha), vino al mundo en Paso al 100, en 1901, y se fue del mundo por Callao al 700, cincuenta años después.
La Perla del Once, en La Rioja y Rivadavia, albergaba a Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges en reuniones disparatadas. No fue el único refugio de Borges en el barrio: cuando en 1973 el peronismo lo apartó de su cargo como Director de la Biblioteca Nacional, Bernardo Ezequiel Koremblit le cedió su propia oficina en la Sociedad Hebraica Argentina, en Sarmiento al 2200. Durante más de un año, Borges concurrió allí a escribir, leer, dictar sus conferencias y escuchar las de otros.

Marco Denevi eligió la misma esquina de Rivadavia y La Rioja, en Rosaura a las 10, para situar la pensión La Madrileña, donde Camilo Canegato pintaba una y otra vez el retrato de la inexistente Rosaura. Tan inexistente como el Once, que de tanto nombrarlo, finalmente aparece.

[1] Singer, Isaac Bashevis, Escoria, Planeta, 1991.
[2] Singer, Isaac Bashevis, La muerte de Matusalén y otros cuentos, Bogotá, Norma, 2003.
[3] Singer, Isaac Bashevis, Passions, Nueva York, Farraux, Straus, Giraux, 1975.

[4] Julio Nudler, Tango judío: del ghetto a la milonga, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
[5] Abós, Alvaro, ob. cit.

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