La cita en Ginebra el 1 de diciembre con motivo de la firma de los acuerdos de Ginebra entre ciudadanos israelíes y ciudadanos palestinos era realmente necesaria para que esta iniciativa tuviera acogida internacional. En Oriente Medio ha habido tantísimos planes de buenos propósitos, tantísimos enviados han entrado y salido, se han escrito tantísimos documentos y se han firmado tantísimas declaraciones que ahora se corre el peligro de que también este importante acuerdo acabe perdido en una papelera. Por eso, con el propósito de darle vitalidad y fuerza, fue necesario organizar un acontecimiento internacional, con relevancia para los medios de comunicación y que recibiese el apoyo de líderes internacionales.
Desde ese punto de vista, el encuentro en Ginebra ha cubierto más o menos esas expectativas. Suiza es además un país neutral y no era por tanto sospechosa de tener intereses ocultos en la cuestión. Ginebra es por excelencia la ciudad de los organismos internacionales; y como de todas formas era inviable organizar el encuentro en Israel o en Jordania, la ciudad suiza era sin duda la mejor candidata. Además, los suizos fueron unos anfitriones generosos y muy prácticos; sobre todo, unos buenos anfitriones por el hecho de no querer inmiscuirse demasiado en el encuentro en sí.
El avión israelí, alquilado por el Gobierno suizo, estaba repleto de generales, políticos, hombres de negocios y también por supuesto representantes de la cultura y de los medios de comunicación. Y yo, que últimamente estoy acostumbrado a estar sólo con familiares y amigos de confianza, me vi de repente yendo durante veinticuatro horas seguidas en una especie de «excursión del colegio» con todas las bromas y tensiones típicas. Y sobre todo hice algo que no es nada habitual en mí: hacer un viaje largo, de nueve horas de vuelo (ida y vuelta), para tan sólo estar allí presente, sentado en una butaca en una gran sala y escuchando los discursos de otros.
Como era previsible, los discursos resultaron reiterativos, excepto uno, el del antiguo presidente de Polonia, Lech Walesa. Habló en un polaco muy coloquial y sin seguir ningún discurso escrito de antemano. Fruto de su excitación, interrumpía en ocasiones al traductor, que apenas lograba seguirle. Y de pronto vi de nuevo, detrás de ese antiguo y respetado presidente y premio Nobel de la Paz, al electricista de los astilleros, especialmente cuando trató de darnos ánimos diciéndonos lo siguiente: «Nosotros, los del movimiento Solidarnosk, teníamos veintiún problemas a los que enfrentarnos y al final conseguimos superar cada uno de ellos. Y en cambio ustedes sólo tienen diez problemas, así que, ¿por qué nos los solucionan?».
La verdad es que hasta ahora no sé cuáles eran esos veintiún problemas que tenía el movimiento Solidarnosk y cuáles son exactamente esos únicos diez problemas que tienen israelíes y palestinos. Pero si ellos lograron superarlos, por qué no lo vamos a hacer nosotros. Lo cierto es que Lech Walesa, con su lenguaje coloquial y directo, consiguió darnos esperanza.
Los palestinos también iban con la idea de hacer las paces y hablar de esperanza, pero no pudieron evitar pedir cuentas a Israel y relatar de nuevo todas las maldades que les han hecho los israelíes y contar las penalidades de su día a día, sin decir en cambio ninguna palabra en contra del cruento terrorismo palestino, que en los tres últimos años se ha llevado la vida de casi mil israelíes, la mayoría civiles, y que en ocasiones ha matado a familias enteras.
Para los palestinos, el conflicto en Oriente Medio empezó sólo en 1967, como si antes, ya a principios del siglo XX, los palestinos y los países árabes no se hubieran opuesto frontalmente al regreso de los judíos a su patria histórica y no hubiesen luchado contra ellos todo el tiempo. Como si después de la guerra de los Seis Días los palestinos no se hubiesen negado durante años a reconocer el derecho legítimo de la existencia de Israel y no hubieran rehusado estrechar la mano de los israelíes e incluso hablar con ellos. Mi buen amigo Amos Oz, que estaba sentado a mi lado mientras escuchábamos los discursos, refunfuñaba todo el rato: «Estoy dispuesto a devolverles todos los territorios ocupados en la guerra de los Seis Días, pero no a que se olviden de nuestra trayectoria histórica, de nuestro pasado».
Por algún motivo, a mí me molestaba menos ese tono quejumbroso de los palestinos, y eso por dos razones: la primera es que los representantes palestinos tenían carácter oficial o semioficial: eran ministros en el actual Gobierno palestino o personas vinculadas a Arafat, y aquellos que venían por su cuenta no apartaron «la mirada» ni un momento de las posibles consideraciones de los poderes institucionales. De ahí que esos palestinos debían reflejar más el ambiente general que se vive en las calles de Palestina. En cambio, los representantes israelíes que no iban en nombre de ningún organismo oficial podían hablar con plena libertad y desde el corazón. Y la segunda razón es más importante: a pesar de que moralmente hablando son responsables del estallido de la «intifada» en septiembre del 2000, en los últimos años los palestinos se hallan en una situación mucho más penosa que los israelíes. Es tremendo su sufrimiento diario y además afecta a amplias capas de la población; por tanto, no es de extrañar que ese estado de angustia irrumpa del corazón y por ello tengan que hablar de algo más que de esperanza.
Por otro lado, si hubo algo emocionante e importante para mí en Ginebra y que hizo que mereciera la pena hacer tan largo viaje y oír esos discursos tan repetitivos fueron los encuentros de pasillo con los palestinos; fue increíble la rapidez con que se creó un ambiente de confianza entre unos y otros a pesar de tantos años de enfrentamiento. En seguida nos intercambiamos los teléfonos, las direcciones, compartimos experiencias, como si, pese a todo, hubiera una cercanía familiar oculta entre nosotros.
En los estudios que se han hecho últimamente en torno al fenómeno de rebrote del antisemitismo se ha descubierto un hecho aparentemente sorprendente, pero que para mí confirma una vez más mi análisis sobre «la raíz del antisemitismo», tema de un ensayo que publicaré próximamente. Este hecho se refiere a que los palestinos muestran menos signos de antisemitismo activo y fantasioso que el resto de los árabes. Es decir, ellos por supuesto odian a los judíos pero nunca se les ocurriría decir tonterías absurdas del tipo de Saramago: «En Ramala los judíos han establecido campos de concentración como los de Auschwitz», o del tipo de Teodorakis: «Los judíos son la raíz del mal en el mundo», esto tan sólo cincuenta años después del holocausto, o del estilo del ex presidente de Malasia: «Los judíos dominan el mundo». Y es que los palestinos saben muy bien no sólo que no dominamos el mundo, sino que ni siquiera somos capaces de dominarlos a ellos, aun siendo un pueblo pequeño y débil. En las calles de Ramala, repletas de comercios y con una vida cultural activa, saben muy bien que eso no es Auschwitz. Y ellos, que conocen de cerca el fundamentalismo islámico asesino, no pueden decir que sólo los judíos son la raíz del mal en el mundo. Por eso, precisamente ellos, los palestinos moderados, pueden dar una lección a los antisemitas que los apoyan para que aprendan que no es necesario utilizar todo tipo de iconos y argumentos antisemitas para oponerse a la política actual del Gobierno de Israel.
En definitiva, el hecho de que a pesar de meses de horror en ambos lados se haya dado ese ambiente de familiaridad e intimidad entre israelíes y palestinos, dos pueblos encadenados entre sí como si fueran dos presos que están deseando soltarse, pero que saben que siempre serán pueblos vecinos, ha supuesto para mí un rayo de luz en medio del ambiente gris de la hermosa Suiza. Y una vez más repito lo que ya vengo diciendo hasta la saciedad: «Europeos, ayudad a israelíes y palestinos a salir del callejón sin salida en el que están estancados. No esperéis a los norteamericanos. Si los europeos actuáis con firmeza, ellos os seguirán, del mismo modo que el secretario de Estado norteamericano ha llamado ya a los promotores de la iniciativa de Ginebra».
ABRAHAM B. YEHOSHÚA, escritor israelí, inspirador del movimiento Paz Ahora
Traducción: Sonia de Pedro