Por Mario Wainfeld
«El Rey ya no es emperador en su reino. Es un proveedor de relatos entre otros, un candidato más en el mercado de las noticias. Los artífices del acontecimiento abren en la reunión de redacción los sobres de propuestas y deciden cuál es la mejor, según sus propios criterios. Pero el acontecimiento son ellos». Regis Debray.
El Estado seductor.
Imponer la agenda cotidiana de debate público es una obsesión de todos los gobiernos del mundo, incluidos los de sus confines más australes. Se trata de una tarea compleja, mediada por la prensa, disputada por los poderes fácticos y la oposición política, sujeta a decodificación por ciudadanos, que en algunos países suelen ser activos, suspicaces, conspirativos. La cita de Debray en el epígrafe, con el universalismo distraído propio del Primer Mundo, da por perdida la batalla a los hombres de gobierno de todas las latitudes. Quizá simplifique demasiado, pero está claro que la agenda ciudadana de todos los días no es la que sus gobernantes desean.
Imponer la agenda es casi una utopía, comunicar masivamente es una obligación ineludible en una democracia de masas. Los medios de comunicación dejan mucho que desear, pero son el principal modo en que se comunican gobernantes y gobernados. Los ciudadanos, aun los más opulentos y avispados, no suelen sumergirse en Internet ni leen los Diarios de Sesiones ni se adormilan pasando las hojas del Boletín Oficial. Tampoco acuden en tropel a las unidades básicas, a los comités o los como-quiera-que-se-llamen locales partidarios del ARI, de Recrear o del macrismo. Si acudieran, poco sabrían, de todos modos. Los pobladores de esos ámbitos suelen enterarse de lo que hacen o piensan sus referentes a través de los medios.
Comunicar mucho es una obligación de un gobierno republicano, que debe transmitir sus criterios y decisiones a la mayoría de la población de modo constante. Quienes se indignan porque los gobiernos se fatigan mucho en esos menesteres o son ignorantes u obran de mala fe en defensa de intereses sectoriales. En la Argentina, Dios es criollo, suelen aunar las dos condiciones.
Disputar la agenda, imponer temas u orientaciones es una necesidad, un deber, de un gobierno republicano y popular. Errar en la comunicación es un problema para la legitimidad democrática, que debe preocupar a un gobierno. Es, en definitiva, un error político.
Estamos hablando, como siempre, de nuestra aldea. El gobierno nacional está comunicando mal, lo que es de por sí un error político, que se superpone a otros. Porque la mayoría de las veces los errores de comunicación aluden a (derivan de) errores políticos. Para muestra basta un casete.
Dos errores no forzados
Quizá tomar prestada la tenística expresión «error no forzado» permita una aproximación al tropiezo que tuvo el Gobierno con los ya famosos casetes vinculados al atentado a la AMIA. Aunque en verdad, no hubo un error sino dos. El primero fue cometido por el propio Presidente anunciando un hallazgo inexistente. El segundo, aún más grave, fue no asumir «deportivamente» el lapsus, enredándose en una maraña de relatos inverosímiles.
Los errores se cometieron, valga la comparación, jugando de local. El presidente Néstor Kirchner tiene sobrado capital simbólico acumulado en la búsqueda de verdad acerca del atentado, algo que pudo corroborar de cuerpo presente en el acto del domingo pasado. Ahí, sin hablar, poniendo el cuerpo, sin anuncios estridentes, simplemente acompañando con su presencia sus actos previos, cosechó aprobación y aplausos. En una reunión ulterior, cuasi protocolar, comenzó a equivocarse. Nada tuvieron que ver sus adversarios, el traspié sólo es explicable por causas endógenas. Y bien le valdría al Gobierno hacer un ejercicio de introspección porque, si bien se los mira, los «errores no forzados» (por el antagonista) no son «casuales» sino producto de alguna carencia propia. Si en la Rosada se hiciera el necesario (de momento soslayado) ejercicio de introspección se debería tabular que la hiperquinesis presidencial y el anuncismo de toda la gestión, esa vocación de anunciar mucho antes de que las medidas estén implementadas, pueden inducir a bloopers risueños o serios.
Si se enfoca lo más desdichado, la conducta ulterior al anuncio errado, es del caso debatir la centralidad del Presidente, la falta de debate interno del Gobierno, la incondicionalidad (que deriva muy a menudo en falta de espíritu crítico) exigida para aspirar al círculo de lealtades más íntimo de Kirchner. Nadie pudo (en tiempo y forma) decir que el Presidente se equivocó, porque eso está de algún modo vedado. Ese límite no escrito fue patente y vulnera la imagen de Kirchner, justo en lo que es su punto fuerte: su palabra, su consistencia, su credibilidad. Quienes creyeron, aunque no lo dijeron así, que «Kirchner puede decir cualquier cosa, así sea una inexactitud y ser creíble» cometieron un error doble. Desdeñar la sabiduría de los receptores y, lo que es más grave, emparentarse con gobiernos anteriores despectivos del valor de la coherencia entre los dichos y los hechos.
Aprestos Bélicos
La polémica sobre la forma de enfrentar la protesta social callejera, ya era un intríngulis para el Gobierno antes de la eyección de Eduardo Prados, Norberto Quantín y Gustavo Beliz. Y ciertamente, sobre este punto al Gobierno no le faltan opositores ni contendientes. Se trata de un debate serio en un país habituado a reclamos potentes y con mayorías muy desamparadas. Un país cuyos gobernantes, parafraseando la desdichada frase sarmientina, no ahorraron sangre de criollos. Kirchner tuvo de entrada la convicción de que no debía reprimir, para no repetir los infaustos precedentes de diciembre de 2001 y de Puente Pueyrredón. Esa decisión, moral y políticamente compartible, enfrentó al Presidente más pronto que tarde (digamos a fin del año pasado) con una circunstancia, para él, inusual. Sus convicciones, sostenidas y verbalizadas con fervor, que usualmente le valían apoyos masivos, en este caso no corrían parejas con las de «la gente». La higiene institucional, la avanzada en materia de derechos humanos, las purgas en los cuerpos de Seguridad combinaban lo necesario con lo funcional a la acumulación de consenso. La relación con la protesta social, en especial con los movimientos de desocupados, no conjuraba igualmente lo útil y lo agradable.
Por razones variadas, nadie recuerda el dato, pero esa asincronía detonó una crisis y una duda en el círculo íntimo del Presidente. Su epicentro ocurrió cuando un grupo piquetero cuasi desconocido encerró a Carlos Tomada y varios de sus colaboradores en su propio ministerio. En ese mismo día, hubo quienes en el gobierno pensaron en reprimir, irritados porque «les ganaban la calle». También en el máximo nivel de la Rosada se discutió acerca de la creación de una «Brigada antipiquetera». Nadie reconoce hoy en el oficialismo la intención de engendrar tamaña criatura y quizá a esta altura, no sea muy importante porque nunca vio la luz. El Gobierno tuvo sus dudas pero, puesto a elegir entre sus convicciones y «las encuestas», emprendió un camino nada trillado en los últimos años, que fue el de mantener en acto su plexo de valores, desafiando la crítica mayoritaria. Esta opción significó para la oposición política una oportunidad. Un gobierno que contó desde el vamos con un apoyo cíclopeo controvertía el primario sentido común de las clases medias urbanas, en buena medida su base de sustentación. La derecha que no daba pie con bola encontró un issue formidable, cotidiano. Para muchos medios masivos la protesta urbana y sus secuelas diarias pasaron a ser el nudo de la vida argentina, acaso por estar muy cerca de la gente común, acaso porque les permitía un simpático atajo para oponerse a un gobierno que pone en cuestión corporaciones y establishments varios.
Se trata de una discusión política que el Gobierno no podía exhibir mostrando solamente apego a sus convicciones. También debía mostrar que ese criterio es funcional para garantizar el orden cotidiano. Si se mira desde ese ángulo, la (in)decisión respecto de los incidentes ocurridos en la Legislatura porteña fue una incongruencia, consecuencia de llevar al paroxismo un principio correcto. Error que el Gobierno reconoció unos días después disponiendo un operativo disuasivo eficaz y no violento. Pero ese retorno a la sensatez, sin abdicar de los principios, no fue bien sostenido discursivamente. De algún modo, en un territorio mucho más escarpado y disputado, el Gobierno repitió la saga de los casetes. Se equivocó, se percató de su metida de pata, pero se obcecó en negarla, afrentando la inteligencia de sus interlocutores y mellando su credibilidad.
En pocos días, que parecieron siglos, el Gobierno discutió una agenda que le incomoda, basada en un hecho magnificado hasta la distorsión… Pero así son las cosas en las sociedades complejas. Jugando de visitante, el oficialismo se embarulló en una sucesión de explicaciones, que no resisten el menor análisis de contenido o de congruencia. Durante varios días, se repitió que dejar sin custodia la Legislatura, había sido un acierto que evitó males mayores. Y que fue el propio Presidente quien piloteó esa táctica.
De pronto, todo cambió. Primó el menos común de los sentidos y se decidió cambiar el modus operandi en la misma Legislatura. Pero nadie quiso reconocer alguna equivocación. El viraje fue acompañado, horas después, con acusaciones que despegaban a Kirchner del miniescándalo del viernes 16. El discurso oficial no sólo fue zigzagueante y autocontradictorio, si se trata de tomarlo en serio peca de ininteligible. Un intríngulis para Kirchner, quien ha venido ganando puntos porque su retórica es comprensible, cualidad extraña a la mayoría de los dirigentes locales.
Borrando con el codo lo que viene escribiendo desde hace meses con la mano, el Gobierno fue capcioso y escondedor, en los affaires de los casetes y en el de la Legislatura, consiguiendo lo contrario de lo que se propuso: los magnificó y deterioró la imagen presidencial.
El relevo que el Gobierno anunció (el de Prados) y el que dejó trascender (el de Quantín) también pecaron de crípticos y poco precisos. Se trata de «tropa propia», designada por la actual gestión. Desautorizarlos exige un esfuerzo persuasivo que el Gobierno no encaró, antes bien gambeteó. Ahora bien, no es lo mismo conseguir apoyos en una ofensiva contra Julio Nazareno o los militares genocidas, que una contra un funcionario que, hasta ayer, era «de los buenos». En aquellas batallas de ayer, la perfidia del adversario estaba consagrada por el saber previo de la sociedad. Kirchner ganó reputación combatiendo a personajes «malos», repudiables. Pero su condición de «malos» estaba consagrada por la experiencia previa del público. Definir nuevos antagonistas, menos conocidos, no encasillados no puede prosperar si no se intenta una tarea más compleja. Debe existir un relato coherente, sensato, detallado. Su ausencia fue un nuevo error de comunicación, esto es, un error político.
Lo urgente y lo importante
«Al poner su noticiero televisado de las 20, el jefe de Estado está más a menudo furioso que arrobado, pero más que cualquiera se siente estupefacto por las elecciones efectuadas, dado que conoce mejor que nadie lo que no se muestra ni se comenta», discurre Debray en su texto citado en el epígrafe. En todas las latitudes la agenda, cual una anguila, se escurre de las manos del gobernante. Y en todas se masculla bronca. En la Casa Rosada podrían pensar hoy mismo que los diarios del domingo debían ocuparse más de la negociación de la deuda externa, del plan de viviendas, de la reunificación de la CGT, que de las crisis políticas detonadas en esta semana aciaga. Y quizá tengan razón en cuanto a que se trata de temas estratégicos en los que se juega el destino del país, del Gobierno, del movimiento obrero. Pero quien aspira a gobernar una sociedad democrática tiene que aceptar que la agenda pública es importante, aunque la determinen los eventuales adversarios. La famosa división entre lo urgente y lo importante es un artificio del lenguaje. Lo que es urgente en política tiene su importancia. Como han trabajado hasta el hartazgo especialistas en comunicación, la diferencia entre la realidad y las percepciones mayoritarias tiene una zona gris que las hace lindantes. Cuando una percepción está muy extendida, integra la realidad.
El poder es una relación entre personas, sujeta a los vaivenes de la representación. Quien es percibido como débil para una lid pierde puntos de cara a otras. Víctima más de sus límites que de las acechanzas de sus adversarios, el Gobierno ha retrocedido unos casilleros. Nada letal si, como hizo en la Legislatura, sabe readecuar sus tácticas sin renegar de su estrategia.