POR EDUARDO SAN MARTÍN.
TODO aquél que quiera comprender la raíz de determinados comportamientos de Israel con el pueblo palestino y los países árabes de la región, filtrados a menudo por el tamiz de prejuicios muy antiguos, debería invertir un par de fin de semanas en leer Una historia de amor y oscuridad del escritor jerosolimitano Amos Oz, justísimo premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2007. Entenderán mucho mejor las angustias, y también las miserias, de un pueblo abrumado a partes iguales por el peso de la soberbia y la tribulación. Asistirán a una representación sin artificios del dolorosísimo parto que supuso la creación de Israel y sus primeros pasos como el hogar nacional soñado por los irredentos discípulos sionistas de Theodor Herzl. Y se conmoverán con la historia de una familia de judíos europeos expulsados de sus hogares, que huyeron de la barbarie para verse atrapados por un destino que no era exactamente el que les habían contado. El final trágico de la madre cierra uno de los relatos más conmovedores que se haya escrito en mucho tiempo. Es la historia de la familia del propio Oz.
Meses antes de que se publicara en España la novela mencionada, veía la luz un revelador opúsculo del mismo autor titulado Contra el fanatismo. Son tres conferencias dictadas en Europa en el 2003 y en ellas el escritor desentraña la esencia del fanatismo que él ha tenido la desgracia de experimentar en carne propia en su propio país. Para Oz, lo que hace imposible un diálogo con los fanáticos es que estos adoptan una actitud de superioridad moral que hace inviable cualquier acuerdo, porque la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a cambiar a los demás.
Pero el alegato del autor contra los fanáticos incluye, de pasada, unas consideraciones sobre Europa y los europeos que convendría retener, sobre todo en un momento en el que, después de derramar millones de euros por toda la región, Europa se ve relegada a un papel de mera comparsa y se interroga cómo recuperar un papel activo en cualquier arreglo futuro en Palestina. La visión que Oz tiene de Europa -la patria de sus padres perseguidos, no se olvide- rezuma todo el resentimiento que son capaces de acumular los parientes expulsados violentamente de la casa del padre. Pero no por ello resultan menos útiles: seguramente reflejan sentimientos profundos de una mayoría abrumadora del pueblo israelí. Como aperitivo, el escritor nos espeta el siguiente recuerdo infamante: cuando su padre era niño en Polonia, las paredes de Europa estaban cubiertas con pintadas de «¡Judíos, a Palestina!»; cuando su padre regresó a Europa, cincuenta años después, las mismas paredes estaban cubiertas con pintadas de «¡Judíos, fuera de Palestina!».
Muchos europeos, explica Oz, le invitan a tomar café con palestinos o árabes para que se den cuenta de que ninguno de los dos tienen cuernos y rabo, y lograr así que el problema desaparezca. Dicha actitud se basaría en una idea, muy extendida en Europa, de que todo conflicto es en esencia un malentendido. «Un poco de terapia de grupo, un poco de orientación familiar, y todo el mundo a vivir feliz». Para ellos, el escritor tiene una mala noticia: algunos conflictos son muy reales; pero también una buena: que no hay ningún malentendido entre israelíes y árabes. Los dos quieren la misma tierra, y ambos por razones muy poderosas. «Por muchos ríos de café que bebamos juntos no se extinguirá la tragedia… Se requiere algo más que café y entenderse mejor. Se requiere llegar a un compromiso, a un acuerdo doloroso. Y la expresión «llegar a un acuerdo, a un compromiso» tiene una reputación nefasta en la sociedad europea». Al «haz el amor, no la guerra» de los pacifistas europeos, Amos Oz, pacifista israelí de la primera hora, opone «haz la paz, no el amor». Hacer la paz no es un acto de amor, sino de renuncia recíproca. Y, en consecuencia, siempre resultará doloroso para las dos partes. A mí no me ha costado tanto entenderlo.
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