Inicio CULTURA Roman Polański: «Nunca se deja de ser judío» (Puntos de Fuga)

Roman Polański: «Nunca se deja de ser judío» (Puntos de Fuga)

Por Guido Procupez
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Itongadol.- Polanski nació en en el seno de un matrimonio de emigrantes judíos polacos, quienes fueron recluidos en campos de concentración. Su madre, Bula Katz, falleció en Auschwitz.

“¿Es judío?”, le preguntó el capitán nazi Wilm Hosenfeld, a Wladyslaw Szpilman, un pianista polaco refugiado en un edificio desmoronado. Szpilman no le respondió. No necesitó hacerlo, su piel pegada a los huesos hizo obvio que se escondía de los fusiles alemanes que lo sentenciaron a muerte, un destino que había esquivado metiéndose por debajo de los escombros que le aplazaron el encuentro con el momento más radical de todos. Sus ojos, rojos y saltones, miraron al alemán con pánico, y sus manos, largas y raquíticas, después de que el soldado le ordenara que demostrara que era pianista, tocaron el instrumento que le salvó la vida. Esos dos hombres se ampararon en la compasión que se coló entre las grietas de tantos estallidos porque, finalmente, el capitán no mató a Szpilman y, una vez más, se demostró que la humanidad era compleja y dentro de su complejidad, contradictoria. La supervivencia de este músico pudo leerse en las memorias que posteriormente escribió, y, mucho después, pudo recrearse con “El pianista”, la película que Roman Polański dirigió, una historia que el director franco polaco encontró para regresar a su pasado y mezclarlo con su presente: la incertidumbre del gueto de Cracovia y el pánico de llegar a Auschwitz.

En 1989, durante una entrevista a Polanski que se emitía por Canal Sur, la periodista española María Esperanza Sánchez comenzó una pregunta con la frase: “Usted fue un niño judío que vio cómo sus padres eran…” y Polański la interrumpió diciéndo “Quiero decirte que nunca se deja de ser judío”. Wladyslaw Szpilman, el personaje que interpretó Adrien Brody, no solo hacía una retrospectiva de la vida de aquel pianista, sino también de la de Polanski, y la del resto de personas que vivieron, o que no lograron escapar de la inclemencia de un absurdo.

Roman Polański nació en Francia el 18 de agosto de 1933. Sus primeros tres años transcurrieron allí, mientras su padre intentaba que su carrera como pintor no se frustrara. Su madre era rusa y, aunque no era religiosa, tenía padre judío. Su ascendencia y el estallido de la guerra les prendió las alarmas. Tenían procedencia polaca, así que para allá se fueron pensando que estarían más seguros. El error cobró la vida de la madre de Polanski, que tenía seis meses de embarazo y murió asfixiada al interior de una cámara de gas en un campamento de Auschwitz. A su padre se lo llevaron para Austria, y lo último que pudo hacer por el pequeño fue dejarlo a cuidado de una familia campesina. Polański añoraba a sus padres. No entendía muy bien qué significaba ser judío y cuáles eran las implicaciones de estar en un campo de concentración. Su vida en ese momento transcurría en medio de los muertos, el ruido de las bombas y las separaciones de otros niños que como él quedaron solos. Su realidad no estaba bien ni mal, esa era la vida que conocía y no tenía recuerdos de otra para compararla.

Después de hacerse pasar por hijo católico de varias familias sustitutas, de sobrevivir como mendigo y de huir de las balas de los soldados que alguna vez intentaron ensayar con él su puntería, Polański pudo internarse en lo que lo salvó del tedio, el sinsentido y la angustia de sus días. El cine, que le interesó desde su niñez, se convirtió en su foco, escudo y flotador.

“Cuando veo una película y me gusta, me siento inspirado. Siento que quiero y puedo hacer lo que me muestran ahí”, dijo Polański, que siendo un adolescente interpretó papeles en programas de radio y obras de teatro. Su vocación como actor (que muchas veces se vio truncada porque “los dioses le habían negado la belleza”) lo fue acercando a la Escuela de Cine de Lodz, el lugar en el que, después de intentarlo con varios cortometrajes como Asesinato, Una sonrisa y Dos hombres y un armario, se preparó para El cuchillo en el agua, su primer largometraje con el que ganó el Premio Fipresci en el Festival de Venecia y fue nominada a los Premios Óscar como mejor película extranjera.

“No creo que lo que viví en la guerra me haya marcado. No lo veo así”, dijo, pero también reconoció que quería hacer una película que reflexionara sobre “la parte más dramática de la guerra”: la separación de las familias. Esto lo dijo en 1989, 20 años después de perder a su esposa, que fue brutalmente asesinada el 9 de agosto de 1969. Tenía ocho meses de embarazo y estaba en su casa con algunos amigos que también murieron con ella. Los integrantes de la familia Manson entraron a su casa y los mataron a todos. Tate falleció a causa de 16 puñaladas, y su muerte finalizó con la época dorada de los 60, la mejor que había vivido Polański. Después de que su esposa fuera enterrada con su hijo en brazos, se obsesionó con encontrar a los culpables de ese crimen, por lo menos de ese, ya que a los asesinos de su madre no podría juzgarlos ni reclamarles. Su venganza en contra del horror que le quitó a su mamá, su esposa y su hijo, se tendría que materializar castigando a los culpables, que fueron sentenciados a muerte y después a cadena perpetua.

Meses antes del asesinato, le dijo a Tate, que quedó embarazada al poco tiempo de su matrimonio, le dijo que no quería tener hijos porque “no se permitiría traer niños a este mundo tan cruel”. Años después fue juzgado y sentenciado por violación, ya que tuvo relaciones sexuales con una menor de 14 años

Polański, que se ha desplazado por distintos géneros cinematográficos y no abandona su humor negro ni tono oscuro para los filmes, exploró en “El pianista” nuevas formas de expresar lo que el recuerda de la guerra, la forma en la que enfrentó las perdidas y la claustrofobia que experimentó desde el encierro del gueto hasta el castigo por el delito que nuevamente lo recluyó.

La vida de este director, que seguramente superó las ficciones que ha recreado, ha sido un continuo enfrentamiento con la oscuridad de las tragedias y las consecuencias de una vida fracturada. En una de las escenas de “El pianista”, Szpilman, después de huir, corre por una calle solitaria y llena de escombros. No se detiene lentamente, pero deja de correr y llora. Sus quejidos luctuosos y sus gestos desoladores, fuero los de Polański, que siendo un niño escapó de los nazis. Fue uno de sus aportes a la película y su forma de demostrar que, desde su niñez, llora las contradicciones de la condición humana que de los días pletóricos lo ha arrodillado hasta arrastrarse por la crueldad de los otros, por su horror interno.

Fuente: Horaaldia

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