En la biblioteca subterránea de Hebraica, sobre la calle Sarmiento, a principios de los ’80, antes del retorno de la democracia, un adolescente, un aspirante a madrij, podía leer por primera vez a César Vallejo; el Canto General, de Pablo Neruda, y Mi amigo el Che, de Ricardo Rojo.
Con alguno de esos libros, no era buena idea aparecer por el colegio estatal de la secundaria, de modo que los leía allí mismo, en un silencio agradablemente interrumpido por discusiones en idish. Los ancianos que acompañaban esas tardes de adolescencia leían en idish, también, los ejemplares del Di Presse o Mundo Israelita.
Sólo en esa biblioteca se podía leer un periódico que cuestionaba la aventura militar de Galtieri en las Malvinas, por medio de un manifiesto que, luego se supo, redactó Carlos Alberto Brocatto. El semanario era Nueva Presencia y lo dirigía Herman Schiller. Salir de la biblioteca e internarse en la cinemateca, a ver de nuevo Blade Runner, en un ciclo con otro nombre, o por quinta vez El Padrino, o por primera Nos habíamos amado tanto; era una formación, por entonces inconsciente, que repercutiría en sus vidas adultas con mucha más fuerza que cualquiera de los conocimientos que adquirieron a conciencia o en la educación formal.
Esa biblioteca cobijaba contenidos que resultaban peligrosos fuera de ella, libros encuadernados en verde y letras doradas, y un ambiente hospitalario sin solemnidad. Cuando el paso implacable del tiempo fue desertando las bibliotecas de muchos de sus habituales habitantes, la biblioteca de Hebraica conserva no los fantasmas, sino la presencia sagrada de las personas leyendo, la perseverancia de un pueblo milenario que hizo del libro parte de su destino.