Itongadol.- La víspera del shabat ya venía impregnada de un clima especial.
Siempre shabat, en Ierushalaim, es especial; sin embargo, la ciudad de David tiene en estos días una nueva dimensión. Para los argentinos, tan orgullosos como somos de nuestros éxitos para ser reconocidos como campeones, vamos siempre detrás de los ídolos como ganadores, en lugar de aceptar el desafío de los ejemplos en valores.
En estos días, los argentinos con orgullo somos testigos de una revolución espiritual que Bergoglio, tan querido y cercano a quienes lo conocimos, y fiel a su compromiso con el pueblo judío, encarnado en el diálogo con la comunidad judía argentina; es hoy el pontífice de la paz que llega como Francisco a las murallas de nuestra Sagrada Ciudad, consagrada por nuestra milenaria tradición y compartida en santidad por hermanos cristianos y musulmanes por igual.
Estar aquí en estas horas es un paso más de un largo camino por el cual nuestros maestros del diálogo interreligioso en la comunidad judía y en la sociedad argentina debemos gratitud a quienes fueron pioneros para sembrar, en tiempos difíciles y con críticas severas, la semilla del encuentro judeocristiano de la que hoy cosechamos sus preciosos frutos. Somos herederos de ese trabajo silencioso, carente del merecido reconocimiento, pero, al mismo tiempo, tenemos por delante el compromiso de formar a nuevas generaciones de judíos argentinos que —integrados a nuestra sociedad sin asimilarse— puedan integrarse para contribuir desde la particularidad judía con la agenda compartida de una sociedad que aún lejos está de ser digna en la equidad de la justicia social, en la libertad plena de vivir en la ley, y en la fraternidad de pacificarnos todos los argentinos como hermanos que somos. Todos estos desafíos universales, arraigados en nuestras fuentes sagradas de la tradición judía.
Hoy estaremos celebrando no solo esta peregrinación por la paz, sino también la efeméride del 25 de Mayo, cuando la revolución de nuestros próceres proclamó la promesa de una tierra de prosperidad y paz. Aquí llegaron nuestros abuelos inmigrantes con su esperanza de libertad, pan, trabajo para sus hijos; y somos hoy nosotros quienes debemos retomar esa promesa y comprometernos a legarlo a nuestros propios hijos, en el desafío de la nación del porvenir.
Así se unen la Ciudad Santa de Jerusalem, un argentino investido como Papa, que fraternalmente es nuestro hermano investido como Sumo Pontífice, y construye puentes para la paz entre palestinos e israelíes. La Tierra Prometida a nuestros patriarcas, renacida en Estado de Israel, nos convoca en su desafío máximo —que será su mayor bendición— que es la de la paz; una paz que parta y reparta la tierra con equidad en la seguridad de sus habitantes, con reconocimiento mutuo, en el desarrollo que trae para todos progreso y prosperidad, cuando dos Estados soberanos, seguros y pacíficos convivan como hermanos en el reencuentro de Iztjak con Ismael, ambos hijos de un mismo padre en la tierra, nuestro patriarca Abraham, como del mismo Padre, en el Cielo.
Un mismo desafío de la paz debemos asumir en nuestra Argentina. La cultura del encuentro, que propone el diálogo, que trae la paz. Si lo hemos logrado dialogando entre las religiones, ¿qué otra agenda de la sociedad argentina no podría ser tratada dialogando, buscando consensos que no cancelen diferencias ni posiciones ideológicas pero siempre asumiendo que es mucho más lo que nos debemos en el bien común razonando juntos cómo lograrlo que intentado imponer nuestra propia razón?
Así, la promesa de los próceres argentinos y la de los profetas de Israel ante las murallas de la Santa Ciudad de Jerusalem nos convoca por igual a ser peregrinos caminando juntos, y a ser artesanos en el arte de dialogar y encontrarnos como hermanos en la bendición que trae la paz.