Inicio NOTICIAS Antisemitismo: el racismo que cambia y persiste

Antisemitismo: el racismo que cambia y persiste

Por
0 Comentarios

Tenemos la suerte de vivir en un mundo estupendamente diverso y rico en tradiciones, culturas y religiones. Mi tradición judía me llama a apreciar esta diferencia, agradecerla y preservarla.

Ante las diferencias étnicas y culturales, algunos reaccionamos con curiosidad e interés, empatía y aprecio; pero otros reaccionan de forma opuesta: con recelo, rechazo, desprecio e, incluso, odio. Cuando una persona reacciona ante la diferencia del otro con rechazo y hostilidad, vemos una actitud de racismo. El racismo como actitud abarca el desprecio al que es diferente por sus características físicas (mal llamadas «raciales»), y también al que es parte de algún colectivo diferenciado por su cultura, su religión o su orientación sexual. Por tanto, el rechazo a «los negros», el odio «al judío», el desprecio por «el moro» y el ataque «al maricón» no son fenómenos aislados: son distintas manifestaciones de una misma actitud racista, sólo que dirigida contra colectivos distintos. Algunos racistas reaccionan más contra un colectivo y menos contra otros, mientras que los que tienen el racismo muy enraizado en su ser discriminan y odian a todos los que son diferentes a ellos mismos. Así, los nazis odiaron y persiguieron especialmente a los judíos, y también a gitanos, a negros y a eslavos; el Ku Klux Klan odia especialmente a los negros, y también a blancos católicos y a judíos. El hecho de que estos grupos de confesos racistas odien alternadamente a varios colectivos es muy importante de destacar, ya que es una clara evidencia de que su odio no «lo provocan» acciones ni cualidades específicas de alguna gente, sino que más bien el rechazo surge del seno del racista, que no puede tolerar a quien no es como él.

Esta actitud racista es muy antigua en la humanidad y está especialmente presente en tierras europeas, donde la diferencia se persigue y se combate. En la España del siglo XVI el racismo en el poder unía varios rechazos: perseguía a los moros, establecía criterios de pureza de sangre para discriminar a los cristianos con orígenes judíos, y argumentaba que los indios recién descubiertos no tenían alma –lo que les permitía perseguirlos y abusar de ellos más fácilmente–. Pero dentro de la actitud racista también hay variantes, resultado de las influencias históricas y culturales que actúan sobre quienes rechazan al otro. Así como el racismo contra los negros en Estados Unidos tiene sus propias características y su historia, el racismo contra los judíos en Europa también tiene una historia propia y una presencia diferenciada de las otras formas de exclusión. En Europa, basta una simple observación de la historia para ver que el racismo contra el judío se manifestó en el arte y la religión, desde el poder político y el de la Iglesia, en las leyes antijudías de Alfonso el Sabio y demás monarcas españoles, y en las masacres de judíos del fascista Hitler y del comunista Stalin. El racismo contra el judío ha sido lo bastante profundo y extendido en Europa para llamarlo con un nombre más específico: antisemitismo o judeofobia, la variante del racismo que enfoca su odio en el colectivo judío.

Al estudiar la extensa historia y desarrollo de esta forma de racismo –cosa que pocos de los que en España opinan sobre antisemitismo hacen–, se ve que el racismo no muere, sino que se transforma. En Estados Unidos, el día que a los afroamericanos se les reconocieron sus derechos ciudadanos, los millones de blancos que tenían rechazo por ellos no se convirtieron en pluralistas y multiculturales por decreto, sino que hallaron otras maneras de expresar su rechazo por ellos –formas sutiles como la marginación social y económica, la discriminación cultural y mediática–, modos de rechazo que aun con las nuevas leyes son posibles. Lo mismo ha pasado con el racismo antijudío en Europa: ha ido cambiando y mutando para adaptarse a la cambiante realidad.

En la Edad Media, cuando la religión era central en la vida europea, la persecución al judío «se vestía» con ropajes de religión: se acusaba al «deicida», se salía a «matar judíos» en Pascua, se perseguía al que no tenía Dios (al menos no el Dios del perseguidor). Cuando Europa creía en las brujas y temía a los demonios, la judeofobia se vestía con estas ropas y acusaba a los judíos de brujería y de tener cola y cuernos –esta muestra de odio medieval ha encontrado su lugar en los libros de texto de nuestras escuelas españolas de hace apenas unos decenios, durante el franquismo–.

Pero estas acusaciones perdieron legitimidad y eficacia con la entrada en la era moderna. Por eso, cuando Europa se hizo moderna y científica –se descubrieron los genes y se desarrollaron las teorías de Dar- win–, el antijudaísmo se vistió de ciencia para proclamar que el judaísmo no es una cultura o una religión sino un gen, que hay razas superiores que deben marginar –para no contaminar sus genes– a las inferiores, y que los seres inferiores (los judíos) deben exterminarse para que progresen los superiores (los arios).

Esta es la ideología –hecha y aplicada totalmente en Europa y por europeos del siglo XX– que condujo a Auschwitz, el lugar adonde 20.000 personas llegaban cada día de toda Europa para ser –en apenas un par de horas de eficiencia germana– despojadas, exterminadas en cámaras de gas y convertidas en montañas de cenizas en los crematorios, que no pararon de echar humo durante dos años.

Luego de esta vergüenza para la humanidad, ningún racista antijudío podía manifestar públicamente su antisemitismo sin deprestigiarse y ser mal visto –como lo habían hecho en voz alta millones de europeos antes de la guerra–. En la Europa de la posguerra una manifestación judeofóbica no es bien vista, y el discurso antisemita está deslegitimado. ¿Qué hacen entonces los racistas europeos que hasta ayer habían colaborado con el nazismo, desde Polonia hasta Francia? ¿Qué hacen aquellos que llevan dentro un rechazo y un prejuicio hacia el judío profundamente enraizado, alimentado por siglos de cultura racista y colonialista de opresión al diferente? ¿Abandonan por decreto su rechazo al judío y se convierten al pluralismo? Quizá algunos sí, pero la mayoría hace lo que los racistas de todas épocas han hecho: adaptar su discurso, buscar nuevas formas –legal y socialmente aceptables– de seguir rechazando al distinto.

En la Europa multicultural y pluralista de hoy no hay muchas formas aceptables de ser racistas, y por eso tampoco se puede, como antes abiertamente, rechazar al judío de nuestro barrio, ni discriminar al judío que vive en nuestra ciudad. Pero hay algo que sí se puede hacer: rechazar al judío entre los países, marginar el país que es distinto, se puede atacar a Israel, el país que es el judío de nuestra nueva aldea global.

No estamos sugiriendo que cualquier crítica a una política del Gobierno israelí es una muestra de antisemitismo; eso sería ridículo, dado que los mayores y mejores críticos de los gobiernos israelíes son los propios ciudadanos de Israel, sus escritores, artistas y parlamentarios.

Para aclararnos, hay tres formas concretas de distinguir una crítica válida (y también necesaria) sobre el Estado de Israel y sus políticas de una manifestación judeófoba que se hace utilizando a Israel. La primera, es constatar si el criterio ético o político que se utiliza para la crítica a Israel es el mismo que se usa para criticar a un país cristiano, musulmán u otro. Criticar de forma especial (en cantidad o en calidad) a Israel refleja una discriminación negativa. Una segunda forma de expresar el rechazo al judío a través de criticar a Israel es negando al pueblo judío el derecho que le reconocemos a todos los pueblos de la tierra: el de autodeterminación. El movimiento nacional del judío por ser libre e independiente en su tierra se llama sionismo. Ser antisionista es negar al judío su libertad e independencia nacional. Si un antisionista reconoce, en cambio, el derecho del pueblo palestino a su autodeterminación, vemos que su actitud es discriminatoria y judeofóbica.

Por último, notamos racismo antijudío cuando se utiliza una crítica a políticas de Israel para justificar y legitimar el odio y la violencia contra judíos que viven en cualquier parte del mundo y no son ciudadanos de Israel. Cuando Andrés Trapiello («Magazine» de «La Vanguardia» 7/XII/2003) escribe que las bombas colocadas en sinagogas de Estambul no son actos antisemitas sino sólo expresión del antisionismo, está utilizando a Israel para legitimar la violencia y masacre de civiles turcos judíos.

El racismo antijudío tiene una tradición de siglos en Europa, con profundas raíces en la cultura, la religión y el pensamiento del continente y de España. Las manifestaciones más violentas del antisemitismo ya han pasado –la inquisición y expulsión, la shoa–.

Nos toca hoy no tanto revisar el pasado como tener el valor de nombrar las actuales y más sutiles formas de esta enfermedad que todavía está presente entre nosotros.

POR A. EDERY, licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Hebrea de Jerusalén, máster en Letras Hebreas en el Hebrew Union College de EE.UU. y rabino de la comunidad judía progresista Atid de Catalunya.
Fte L.V.D

También te puede interesar

Este sitio utiliza cookies para mejorar la experiencia de usuario. Aceptar Ver más