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Hebraica | Érase una vez en la cinemateca

Por M S
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Itongadol.- Por Marcelo Birmajer.

Creo que ninguna película me ha gustado más, me ha enseñado más y me ha inspirado más que Érase una vez en América de Sergio Leone. La vi por primera vez en la cinemateca Hebraica, donde también se proyectaba El Padrino, Apocalipsys now, Mi tío, y otras genialidades de la cinematografía mundial. Allí se proyectó, a lo largo de un día, Shoá, de Claude Lanzman.

Hay muchas otras películas importantes en mi vida, escenas, diálogos y climas que me impactaron y dejaron huella. Pero Érase una vez en América me aportó una cosmovisión del mundo que no ha envejecido conmigo. Con el transcurso de los años, me fui desprendiendo de ideas políticas, filosóficas y sentimentales, llegando al grado del desconcierto; pero la trama, la música, las imágenes y los diálogos de esta película permanecieron como un manifiesto irracional, un microscopio o telescopio, un refugio cuando las circunstancias superan mi entendimiento.

La película comienza cuando David “Noodles” Aaronson (Robert De Niro), miembro de una pequeña banda de gangsters judíos del Brooklynde la Ley Seca, regresa a su ciudad 30 años después de haberlo perdido todo: su posición; y sus amigos y su mujer, asesinados. Noodles aparece en la misma estación de trenes de donde partió 30 años atrás, con la melodía de “Yesterday” sonando a sus espaldas. Su primera parada es el bar del gordo Moe (curiosamente el mismo nombre que Groening eligió para el bar de sus Simpsons), y allí, demudado, perplejo, el gordo Moe, el extra de la banda, como quien diría el arquero al que mandan al arco porque es gordo, le pregunta a Noodles: “¿Qué has hecho durante estos 30 años?”. Y Noodles responde: “Irme a la cama temprano”. Debo confesar que cada vez que una derrota poderosa atravesó mi existencia, siempre me dije: “Muy bien, pasaré los siguientes treinta años yéndome a la cama temprano”. Es cierto que nunca pasaron treinta años, y que la mayoría de las veces me desvelé, pero el espíritu de quien confía desencantadamente en el tiempo no me abandonó.

Vi por primera vez la película en 1985, como dije, en la cinemateca SHA, en compañía de mi padre. No he vuelto a escuchar mejores comentarios sobre una película que aquellos con que mi padre terminó de explicármela cuando salimos de la sala. Tardé casi diez años en conseguir el CD con la música de Morricone. Escuchando esa música una y otra vez escribí mi primera novela sobre el barrio del Once, El alma al diablo, un largo flash back que en parte responde a la estructura de la película. Y nunca hubiera escrito mi novela Tres Mosqueteros, en el año ‘98, otra vez de judíos en el Once, de no haber visto primero Érase una vez en América en 1985.

La película está basada en la novela The Hoods (título que vendría a hacer referencia a los miembros de una banda barrial), de Harry Gray; pero nunca pude pasar de la página 10. Y el guión fue escrito por una larga lista que no quiero dejar de reproducir: Leonardo Benvenuti, Piero De Bernardi, Enrico Medioli, Franco Arcall, Franco Ferrini y el propio Sergio Leone.

El final de la película es el rostro de De Niro inmerso en una sonrisa opiácea. Muchas veces, cientos de veces, me he preguntado: ¿por qué sonríe? Lo han traicionado, lo han despojado, lo ha perdido todo, ¿por qué sonríe? Tal vez porque nadie ni nada, ni siquiera los golpes más terribles que un hombre puede recibir, ha logrado despojarlo de su cosmovisión del mundo.

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