Sabemos que nuestra supervivencia está amenazada por el terrorismo. Sean cuales fueren las banderas que identifiquen a sus militantes, en nombre de todas ellas se hiere y se mata por igual a nuestra gente. Se destruyen nuestras ciudades. Se aborta el despliegue normal de nuestra vida cotidiana. Pero sepamos advertir que no es sólo la bestialidad del terror la que nos daña. En su embestida criminal, sus voceros cuentan hoy con un aliado al que rara vez se hace referencia. Me refiero a nuestra profunda crisis de valores. A la honda desorientación moral que devora nuestras costumbres. A la crisis espiritual, en suma, que priva de discernimiento a una ciudadanía que, lo quiera o no, se agota en el ejercicio rutinario de sus labores sin acceder al sentido trascendente que infunda a sus vidas, una significación más honda, más perdurable, más decisiva.
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Tengamos el coraje de decirlo: aun en los países mejor desarrollados, Occidente se ha convertido en poco más que en un gran supermercado. Consumidores o consumidos, todos pareceríamos debatirnos en un frenesí sin sustancia espiritual. La pobreza resultante de una educación empecinada en la formación de expertos fuera de un marco humanista capaz de brindar sentido ético al saber nos priva de inscripción en un escenario trascendente y no apenas práctico. Nos faltan convicciones vitales y no sólo lógicas, para arraigar nuestra existencia en emociones más hondas, que las que proveen la distracción y la adquisición de objetos.
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Hacer frente al desafío que significa el proyecto apocalíptico del terrorismo exige mucho más que táctica militar, resolución y coraje. Estamos enajenados en un profesionalismo miope. Carecemos de sensibilidad política en un sentido eminente. Nos consagramos a perfeccionar sin pausa una pericia de especialistas que desconoce el debate ético. Perdemos de vista qué significa la cultura como bien integrador y forjador de aptitudes propiciatorias de la convivencia, entendida como vocación, y no apenas como un deber convencional.
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De manera que si ha de encararse la lucha contra el terrorismo con la determinación y la paciencia que ello exige, es preciso que estas dos condiciones encuentren el debido sustento subjetivo. Para ello habrá que incluir entre nuestras políticas defensivas más urgentes la necesidad de llevar a cabo un profunda reflexión autocrítica acerca de lo que entendemos y realizamos en Occidente bajo el nombre de educación. Aun en los países más avanzados y quizás, ante todo, en ellos.
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Nueva concepción educativa
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Debemos volver a considerar el estado en que se encuentra entre nosotros, occidentales, la idea del hombre. Si no hemos perdido una cosmovisión, es por lo menos cierto que la mayoría de nosotros ya no tiene claro en qué consiste. Las consignas, las proclamas y los maniqueísmos discursivos no pueden paliar su ausencia. Por el contrario: al proliferar, prueban la hondura de esa falta.
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No se trata, entiéndase, de crear una ideología adaptada a nuestras imperiosas necesidades de defensa. Se trata, sí, de adecuar la resolución con que se emprenda esa política de defensa a un horizonte de valores sin los cuales podremos durar pero difícilmente podamos vivir, en el sentido cabal de la palabra. Este horizonte de valores, que es preciso reconstruir y afianzar en la sensibilidad colectiva, sólo puede ser obra de una nueva concepción educativa. Es ella la que debe orientar el quehacer de nuestras escuelas y universidades. Ella, la que debe contribuir a arraigar y extender la comprensión y la práctica de la libertad, del espíritu crítico y de la pasión solidaria sin los cuales una democracia deja de estar integrada por prójimos y pasa a estarlo por espectros.
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El mero utilitarismo no nos ha conducido más que hacia la recíproca indiferencia. El hedonismo ha hecho de nosotros seres ensimismados. La incomprensión de lo que implica el hecho de que el hombre pueda constituirse en un ser espiritual nos ha arrinconado en una visión enajenada del trabajo, de la privacidad y de la vida pública. Asimismo, ha empobrecido hasta límites inconcebibles nuestra práctica del diálogo. Por todo ello es preciso que el terrorismo no se nutra de nuestro desamparo interior que es donde la brutalidad de sus acciones puede encontrarnos más inermes. El hombre occidental debe recuperar el espesor filosófico capaz de infundir sentido trascendente a sus acciones. De lo contrario, languidecerá a merced del miedo, del cinismo, del escepticismo, de la costumbre. Si, en cambio, recupera su salud moral; si aprende nuevamente a combatirse, redescubriéndose como criatura y no sólo jactándose de ser creador, sabrá librar la pelea contra quienes están persuadidos de que la muerte bajo sus bombas debe ser nuestro destino.
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El autor es filósofo, miembro de la Academia Argentina de Letras.
Fte La Nacion