Cuando las sombras de la guerra acechan la intolerancia latente que impera en Medio Oriente, en la ciudad de Haifa, Israel, a tan solo 859 kilómetros de Bagdad, el futbolista argentino Guillermo Israilevich se debate en la dicotomía de vivir entre la prosperidad y las bombas. Así de real y así de cruel. «Imaginaba que la organización del país era muy buena y no me equivoqué. Un sueldo mínimo está en el orden de los 900 dólares por mes», dice.
Sin embargo las bondades de su presente laboral y del ámbito que lo rodea contrastan con la delicada situación geopolítica en la que se ve inmerso el país ante la guerra Estados Unidos-Irak. «Hace 15 días hubo un atentado en un colectivo, a dos minutos de casa. Siempre paso por ahí; y al otro día, la línea Nø 37 (la que sufrió el ataque) y los demás colectivos estaban llenos de gente. La vida continúa, esto es así». La frialdad del relato no aclara que el saldo del asesino atentado fue de 16 muertos y 50 heridos, víctimas de la barbarie de un palestino de 20 años, miembro de la organización terrorista Hamas, quien se inmoló con 50 kilos de explosivos.
Israilevich habita un noveno piso con vista al mar Mediterráneo en el Monte Carmel de Haifa, ciudad portuaria situada al norte de Israel. Hijo de padre de origen judío y madre cristiana, el ex jugador de Unión de Santa Fe se reconoce «nada practicante de alguna de las dos creencias». Por su desconocimiento del hebreo todas las mañanas asiste a una escuela a aprender el idioma, y luego concurre a los entrenamientos sobre los fértiles campos de juego, propios de la mano del hombre, en medio de un árido desierto.
El factor miedo no fue un obstáculo a la hora de lanzarse sobre la propuesta del Maccabi Haifa. «No sentí más temores de los que habría tenido en otro país». Su tío vive en un kibbutz —una granja agrícola inspirada en el modelo socialista— desde hace más de 25 años y fue quien lo alentó para que viajara. «Si bien camino tranquilo por la calle a cualquier hora y la seguridad diaria es muy buena, tenés hechos como los de la bomba que te producen un shock», asegura.
El olor rancio de la guerra no es ajeno a la historia de Haifa, tercera ciudad en importancia de Israel, y que una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial se convirtió en el centro de la lucha contra la política británica que restringía el desarrollo de la población judía y la inmigración de los sobrevivientes del Holocausto. «Prefieren la guerra porque la mayoría no quiere a los árabes. Están preparados con todo mientras esperan a ver qué pasa». También durante la Guerra del Golfo (1991) Haifa fue el objetivo militar de media docena de misiles lanzados por Irak que buscaban destruir una planta generadora de electricidad que abastece a toda la región.
Con la mirada perpleja del mundo centrada en Medio Oriente, el mediocampista de tan solo 20 años, su hermano Gustavo y su novia Marisol ya recibieron sus kits antibélicos, compuestos por máscaras antigás para contrarrestar la toxicidad de determinadas armas. Además, la televisión les indica cómo sellar las ventanas con cinta adhesiva y nailon para evitar que el aire contaminado penetre en el departamento. Debajo del edificio en el que viven hay un refugio (con paredes recubiertas con láminas de acero) al que deben acudir en tres minutos cuando suena la sirena, bien provistos de botellas de agua mineral y comida enlatada. «Máximo te podés quedar ahí uno o dos días», explica.
Vivir en medio de la zona de fuego no lo desvela.»Si mañana cae una bomba cerca de mi casa o la guerra nos toca más de cerca analizaré si regreso a la Argentina. Por ahora está todo tranquilo… Mejor de lo que estaba allá. Al principio del bombardeo a Irak la gente no salía de su casa, pero ahora sí. Pero espero que se termine pronto», aseguró Israilevich, quien se mantiene tranquilo pese al alerta máxima que existe en la ciudad.
Aunque entre los 270 mil habitantes de la ciudad conviven musulmanes (incluso algunos árabes nacidos en Israel), judíos y cristianos, hay gente que clama por la guerra.»Hay días que ponen carteles y hacen movilizaciones pro-bélicas, sobre todo los familiares de las víctimas de atentados. Acá se gasta mucho dinero en el ejército. Por el momento no se advierten grandes cambios en la ciudad, porque la presencia de los soldados en la calle, que en todos lados podría resultar extraña, acá es una situación habitual».
—¿Cómo influyen las medidas de seguridad en tu vida cotidiana?
—Son incesantes, e inclusive antes de entrar a un bar o a un shopping te revisan de arriba a abajo la ropa y los bolsos para prevenir ataques terroristas. Uno se acostumbra a vivir así; tal vez cuando vuelva a la Argentina me voy a quedar parado antes de entrar a un lugar esperando que me revisen. Son cosas de todos los días. Además vas tomando conciencia que los controles son por tu propia seguridad.
—¿Tus amigos no te piden que vuelvas justamente por seguridad?
—No, curiosamente todo lo contrario, y algunos me comentan que les gustaría estar en mi lugar.
—¿La guerra y el atentado que viviste de tan cerca te hicieron reflexionar?
—Me puse a pensar qué habría pasado si hubiese sido yo el que viajaba en ese colectivo. Pero finalmente me di cuenta de que la vida continúa.
Faltan tres meses para que llegue el verano y, consecuentemente, las elevadas temperaturas permanecerán en la región durante casi seis meses. Entonces, seguramente, el mapa del fútbol seguirá conviviendo en una singular y penosa armonía con el dolor que emana de la guerra.