Pero, a diferencia de lo que ocurrió en Madrid o en Nueva York, los atentados que sufrió Buenos Aires no alcanzaron a crear esa sensación de que «a cualquiera le puede tocar». Al atentado contra la Embajada de Israel, en 1992, e incluso al que destruyó la mutual judía dos años después —114 muertos en total—, se los digirió desde el principio como ataques contra la comunidad judía y no contra todos.
El estupor de las primeras horas movilizó a 150 mil personas frente al Congreso, una gigantesca marcha en silencio donde ese casi murmullo reflejó con acierto toda la bronca. Pero no iban a pasar muchas horas para que algún conductor de radio lamentara la muerte de «gente inocente que sólo caminaba» por la vereda de la AMIA, como si esa vida fuera por eso más lamentable que otras.
Pasado el espanto, las reacciones se organizaron o se diluyeron. Las víctimas y sus familiares se agruparon para exigir justicia. Para el poder, los atentados fueron y todavía son un problema. Nunca logró dar explicaciones serias sobre los porqué y los cómo. Y se indignó cuando, en el tercer aniversario del atentado a la AMIA, se agotó la paciencia de las víctimas.
Aquel acto, donde una multitud abucheó al gobierno de Carlos Menem y a la cara visible de la comunidad judía —Rubén Beraja, hoy preso por el vaciamiento del banco que dirigía—, significó un brusco giro en el tratamiento de los atentados: dejaron de ser un lamento de la sociedad para convertirse en la vergüenza del poder y las instituciones.
Lo que se fue revelando no habla bien de la Argentina: políticos incapaces de dar respuestas, investigadores corruptos o inútiles o insuficientes, y las víctimas cada vez más solas. Hasta hubo una falsa víctima del atentado a la AMIA que se hizo pasar por muerto para cobrar la indemnización y, lo más grave, lo logró.
Hoy los colegios judíos y las sinagogas son «posibles blancos terroristas», con detectores de metales en la puerta, los toneles de contención en la vereda y un policía de rutina en la cuadra. Algunos familiares, junto a otros vecinos comprometidos y no demasiado numerosos, todavía se reúnen una vez por semana para reclamar contra el tiempo que todo lo borra, en una organización que con criterio llamaron Memoria Activa. Otros siguen los procesos judiciales con testaruda e imprescindible insistencia. Muchos más resisten la pena desde la soledad y luchan para volver a sonreír a pesar de todo.
La lección de todos ellos es la miseria de otros. Porque lo que logró el atentado, lo que consiguió el terror, fue básicamente eso: dividir a los hombres en todos sus matices. Los hubo víctimas, esperanzados, luchadores, solidarios, indiferentes y también los hubo malditos. Todos convivimos en este profundo sur que creíamos, equivocados, tan alejado del mundo.
Por Gersrdo Young
Clarin