El libro de Ron Suskind «El precio de la lealtad», en el que Paul O’Neill –secretario del Tesoro de Bush que dimitió en el 2002– desveló que el presidente de Estados Unidos ya tenía como objetivo en sus primeros días en el cargo el derrocamiento de Saddam, llega a las librerías españolas editado por Península
La tarde del 30 de enero , diez días después de su estreno como cuadragésimo tercer presidente, George W. Bush se reunió por primera vez con los principales integrantes de su Consejo de Seguridad Nacional.
El círculo más intimo se presentó en la Sala de Situación del piso inferior del Despacho Oval a las 15:35 exactas, algunos de ellos sorprendidos al ver que el presidente ya se encontraba allí, consultando su reloj. Los presidentes son famosos por empezar las reuniones como esta un poco tarde y hacer que duren más de lo previsto.
Todos ocuparon sus asientos alrededor de la mesa según el ritual de siempre: a la cabecera, el presidente; a su derecha, el vicepresidente; después Paul O’Neill , el director de la CIA, George Tenet, y Condoleezza Rice en el extremo más alejado de la mesa; a la izquierda del presidente, Powell , Rumsfeld y el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, el general Hugh Shelton. Andy Card estaba presente, y cada consejero había llevado consigo a un adjunto importante; estos se sentaban directamente detrás de sus jefes.
Bush ofreció unos comentarios introductorios sobre «la estructura de las cosas en mi Consejo de Seguridad Nacional».
«Condi dirigirá estas reuniones. Les veré a todos ustedes regularmente, pero quiero que discutan las cosas aquí y después Condi me informará. Ella es mi consejera sobre seguridad nacional».
El tema designado era «Política de Oriente Próximo», pero las órdenes del día que se habían enviado en los días precedentes solo ofrecían pequeños detalles. O’Neill y los otros consejeros habían sido informados por sus colaboradores sobre el único asunto de recientes consecuencias en la zona, el conflicto árabe-israelí.
Durante el otoño y el invierno de 2000-2001, la Administración Clinton había hecho un último esfuerzo desesperado por conseguir un acuerdo de paz. Clinton había reunido al líder palestino Yasir Arafat y al primer ministro israelí Ehud Barak. Anteriormente todos habían estado en Camp David. Clinton se había implicado mucho en el proceso, convirtiéndolo en una misión personal. Como Barak estaba apenas asentado en el poder y necesitaba urgentemente un acuerdo, y Clinton estaba ansioso, se concedieron prácticamente todas las demandas de los palestinos, incluido un Estado separado con fronteras defendidas por las Naciones Unidas y 32.000 millones de dólares en ayuda.
Pero en algún punto, el equipo de Clinton había aislado a Arafat, imaginando que podían conseguir la cooperación separándole de las facciones más radicales en el campo palestino.
Ese movimiento dejó a Arafat sin poder, incapaz de representar al grupo rebelde de intereses palestinos. Como el acuerdo no se firmó hasta diciembre, Arafat se retiró de la mesa, murmurando reclamaciones de hacía dos mil años de ritos religiosos en el Monte del Templo de Jerusalén. Con la perspectiva del tiempo se ve que era evidente para muchos de los implicados que le habían dejado con insuficiente autoridad para firmar pacto alguno.
El presidente Bush se hizo eco de esta opinión:
–Vamos a corregir los desequilibrios de la Administración anterior en el conflicto de Oriente Próximo. Vamos a inclinarlo hacia Israel. Y vamos a ser coherentes.
«Clinton fue demasiado lejos y fracasó. Por eso tenemos problemas –dijo Bush–. Si los dos bandos no quieren la paz, no hay forma de poder obligarles (…).
El conflicto árabe-israelí era un caos y Estados Unidos se retiraría. Los combatientes tendrían que resolverlo solos.
Powell dijo que semejante acción podía ser apresurada. Comentó la violencia que había en Cisjordania y Gaza y sus raíces. Recalcó que una retirada de Estados Unidos desataría a Sharon y al Ejército israelí.
–Las consecuencias de eso podrían ser nefastas –dijo–, en especial para los palestinos.
Bush se encogió de hombros.
-Quizá esta sea la mejor manera de que las cosas vuelvan a equilibrarse.
Powell pareció sobresaltado.
-A veces, una demostración de fuerza por un lado puede clarificar las cosas –dijo Bush.
Se volvió a Rice.
–Bueno, Condi, ¿de qué vamos a hablar hoy? ¿Qué tenemos en la agenda del día?
–Cómo Irak está desestabilizando la zona, señor presidente –dijo Rice, en lo que varios observadores comprendieron que era un diálogo preparado. Ella observó que Irak podría ser la clave para reorganizar toda la zona.
Informe de la CIA
Rice dijo que el director de la CIA, Tenet, ofrecería un informe sobre los últimos datos de espionaje sobre Irak. Tenet sacó un largo rollo, del tamaño de un plano de arquitectura, y lo extendió sobre la mesa.
Era una fotografía borrosa de una fábrica. Tenet dijo que los aviones de vigilancia acababan de tomar aquella foto. La CIA creía que el edificio podía ser «una planta que produce materiales biológicos o químicos para fabricación de armas».
Pronto todos estaban inclinados sobre la foto. George Tenet tenía un puntero.
–Aquí están las vías de ferrocarril que entran… aquí están los camiones alineados… Lo entran por aquí y lo sacan por aquí… Esto es el refrigerador de agua.
Cheney hizo señas a los consejeros adjuntos, que se alineaban junto a la pared.
–Venid –dijo, con un entusiasmo poco característico, haciendo un gesto con el brazo–. Tenéis que echar un vistazo a esto.
Y se agolparon alrededor también. Ahora, más de una docena de personas, incluido el presidente, miraban atentamente la gran fotografía.
Al cabo de un momento, O’Neill dijo:
–He visto muchas fábricas en el mundo que se parecen a esta. ¿Qué nos hace sospechar que esta produce agentes químicos o biológicos para armas?
Tenet mencionó algunos datos que constituían pruebas circunstanciales –como el ritmo circular de entradas y salidas de la planta–, pero dijo que no había «confirmación de los servicios de inteligencia» acerca de los materiales que se producían.
Entonces el director de la CIA sacó más rollos. Uno era una vista aérea de un avión iraquí destruido por aviones de Estados Unidos. Otro detallaba las rutas de aviones de vigilancia estadounidenses. Un tercero mostraba las densas fortificaciones antiaéreas que Sadam Husein había instalado alrededor de Bagdad, que se extendían en una especie de embudo hacia el sur, donde se estaba imponiendo una zona de exclusión aérea.
Hacía poco tiempo se había producido un incidente en el que un avión de vigilancia de Estados Unidos estuvo a punto de ser abatido, y el general Shelton dijo que la confianza de Estados Unidos en la inteligencia aérea presentaba el gran riesgo de que uno de cada cuatro aviones pudiera ser alcanzado y un piloto, muerto o capturado.
O’Neill preguntó por la capacidad norteamericana de bombardear sus baterías antiaéreas –»por cada misil que ellos disparan nosotros respondemos destruyendo diez de sus baterías»–, y la conversación pasó a ser técnica. Rumsfeld metió baza hablando de sistemas de guía de misiles. Tenet terció que la inteligencia era tan pobre que, en lo relativo a hacer blanco en instalaciones militares o fábricas de armas, «iríamos a ciegas».
El presidente hablaba poco. Se limitaba a asentir, con la misma actitud inexpresiva, sin hacer preguntas, con la que O’Neill estaba familiarizado. Pero como desde arriba habían fijado una nueva dirección, ahora este cambio de política guiaba el plan de acción. La premisa inicial de que el régimen de Sadam estaba desestabilizando la región y las muchas posibilidades de que poseyera armas de destrucción masiva –una imagen borrosa que podía llevar a confusión– dirigió el análisis hacia la logística: la necesidad de mejorar los servicios de inteligencia, maneras de tensar la red alrededor del régimen, de utilizar el Ejército de Estados Unidos para apoyar a los insurgentes iraquíes en un golpe de Estado.
Iba a producirse un cambio importante en la política de Estados Unidos. Después de más de treinta años de intenso compromiso –desde Kissinger y Nixon hasta Clinton–, Estados Unidos se estaba lavando las manos respecto del conflicto de Israel. Ahora nos concentraríamos en Irak.
Powell dijo que las sanciones eran ineficaces, que estábamos «dándole ventaja a Sadam y perdiendo apoyo entre el pueblo iraquí».
Las sanciones tenían que pasar de ser «una lista de lo que está permitido y una lista de lo que está prohibido» a ser, en lugar de un amplio régimen de sanciones, un régimen de control de armas.
–Tenemos que controlar estrictamente la importación de materiales que podrían emplearse para la construcción de armas y permitir la importación de artículos que actualmente no están llegando –dijo el secretario de Estado.
Ayudas ineficaces
Sadam estaba manipulando la situación actual. Medicinas y otros productos esenciales que eran necesarios no llegaban al pueblo iraquí, aunque Sadam Husein tenía en sus cuentas de petróleo a cambio de comida en las Naciones Unidas casi 3.000 millones de dólares que no había gastado. Powell señaló que los objetivos de las sanciones no estaban bien fijados, lo que creaba contratiempos, como el que una planta de energía se desmoronase porque no se podían conseguir piezas para efectuar reparaciones y murieran iraquíes en un hospital que se quedaba sin electricidad.
–Esto no nos hace ganar las simpatías del pueblo iraquí, cuyo apoyo esperamos conseguir, si entiendo bien nuestra postura, para que nos ayude a derrocar al régimen.
–Este es un problema. El pueblo tiene que estar con nosotros –dijo Bush.
Tenet mencionó que la CIA había recibido informes de inteligencia que decían que Sadam estaba dando recompensas a las familias de algunos terroristas suicidas en Cisjordania y Gaza. También estaba vendiendo petróleo a bajo precio a Jordania y Siria, creando una red de interdependencia y apoyo entre países vecinos.
–Tenemos que saber más de esto –dijo Bush–, y también de sus armas de destrucción.
Durante los siguientes minutos, en la mesa se habló de forma imprecisa, especulativa, sobre cómo remediar los fallos de inteligencia, descubrir la naturaleza del programa armamentístico de Sadam y bombardear objetivos iraquíes seleccionados.
Los presentes que habían asistido a las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional de la Administración anterior –y había varios– observaron un cambio material. «En la Administración Clinton, existía una gran reticencia a utilizar las fuerzas estadounidenses en tierra, estaba casi prohibido –recordó uno de ellos–. Esa prohibición había desaparecido claramente, y eso abría opciones, opciones que antes no se habían abierto».
Cuando casi había transcurrido la hora, Bush asignó tareas a todos. Powell y su equipo intentarían trazar un nuevo régimen de sanciones. Rumsfeld y Shelton, dijo, examinarían «nuestras opciones militares». Esto incluía reconstruir la coalición militar de la Guerra del Golfo de 1991, examinando «qué imagen podría dar» el emplear fuerzas de tierra de Estados Unidos en el norte y el sur de Irak y de qué manera las Fuerzas Armadas podrían apoyar a grupos situados en el interior del país que ayudaran a hacer frente a Sadam Husein. Tenet informaría sobre la manera de mejorar nuestra inteligencia actual. O’Neill investigaría cómo estrujar económicamente al régimen.
Reunión aplazada. Dentro de diez días, y para hablar de Irak.
O’Neill volvió al Tesoro, recordando escenas de la Sala de Situación. «Atrapar a Husein –recordó– pasó a ser el centro de atención de la Administración, eso estaba claro» (…).
La siguiente reunión de los miembros del Consejo de Seguridad Nacional fue convocada para las tres de la tarde del jueves, 1 de febrero , en la Sala de Situación de la Casa Blanca.
O’Neill llegó con unos minutos de antelación y leyó la primera página de sus informes (…).
Mientras que en la primera reunión sus antiguos amigos Cheney y Rumsfeld se habían mostrado circunspectos –como si solo se sintieran cómodos hablando con franqueza en reuniones privadas con el presidente–, Powell claramente intentaba hacer las preguntas duras y fundamentales que O’Neill más apreciaba. Es más: lo estaba haciendo con todos los consejeros presentes, procurando que el proceso de toma de decisiones fuera más inclusivo y transparente.
El informe de Powell para la reunión de ese día se refería a la necesidad de alterar el régimen de sanciones. Sin embargo, los materiales informativos proporcionados por el Departamento de Estado servían para todo, mencionando metas específicas de Defensa, Tesoro y otros departamentos al trazar el amplio arco de la nueva iniciativa contra Sadam Husein.
El resumen del Departamento de Estado decía:
Este esbozo trata de los asuntos que hay que resolver con el fin de dar nueva energía a las sanciones contra Irak, reconstruir la coalición y tratar de los programas de armas de destrucción masiva iraquíes. No es una discusión completa de la política de Irak, que también tendría que incluir aproximaciones a un posible cambio de régimen, iniciativas en materia de crímenes de guerra, negociaciones con los kurdos, postura militar de la coalición y líneas rojas (aspectos clave de la política que no se quieren negociar o solucionar mediante un acuerdo). Nuestros objetivos globales serían impedir que Irak amenazara a sus vecinos o a la seguridad nacional más en general mediante el control continuo de las rentas iraquíes, la prohibición de importaciones militares y de armas de destrucción masiva y las inspecciones de armas. Este plan tiene dos caminos que se refuerzan mutuamente y que seguiríamos al mismo tiempo; uno es intensificar la aplicación de las sanciones y el otro es poner en práctica la resolución 1.284 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
La resolución del Consejo de Seguridad, aprobada en diciembre de 1999, era la última de una serie de modificaciones del régimen de sanciones que se habían realizado desde que Irak había invadido Kuwait en 1990. Esta alteración eliminaba muchas de las restricciones a la economía iraquí que quedaban, de modo que no habría razón para que los iraquíes sufrieran malnutrición o escasez de medicinas, una jugada que formaba parte de un intento de Estados Unidos de ceder terreno en las sanciones a cambio de recibir más apoyo internacional para realizar inspecciones de las armas.
El Departamento de Estado creía que este nuevo plan de poner las sanciones como objetivo con vistas al control de las armas quedaría cubierto por la resolución 1.284. O’Neill y el Tesoro evaluaron las maneras posibles de convencer a los bancos de Turquía, Jordania, Siria y otros Estados árabes para que interrumpieran las transacciones con los bancos iraquíes, interrumpiendo con ello el movimiento de capital hacia Husein. Entretanto, el Departamento de Defensa y la CIA estaban ocupados, según el lenguaje del Departamento de Estado, en «un posible cambio de régimen, iniciativas en materia de crímenes de guerra, negociaciones con los kurdos, postura militar de coalición y líneas rojas».
Rice, que presidía la reunión, señaló el orden del día y lo que se esperaba de cada uno de los presentes.
Powell empezó discutiendo la nueva estrategia para las «sanciones fijadas como objetivo». Pero, al cabo de un momento, Rumsfeld le interrumpió.
–Las sanciones están bien –dijo–. Pero en lo que realmente queremos pensar es en ir tras Sadam.
Entonces se lanzó a presentar el principal objetivo estadounidense, que consistía en deshacerse de Sadam y sustituir el actual régimen por otro más inclinado a las relaciones de cooperación con Estados Unidos y sus aliados occidentales.
–Imaginen cómo sería la región sin Sadam y con un régimen alineado con los intereses estadounidenses –dijo Rumsfeld–. Eso lo cambiaría todo en la región y fuera de ella. Demostraría cuál es el plan de acción de Estados Unidos.
Rumsfeld empezó a hablar en términos generales del Irak posterior a Sadam, refiriéndose a los kurdos al norte, los yacimientos de petróleo, la reconstrucción de la economía del país y la «liberación del pueblo iraquí».
La meta
La cuestión vital era cómo llegar a esta meta deseada. Rice, Rumsfeld y el general Shelton hablaron de reconstruir la coalición militar de la Guerra del Golfo de 1991, aunque nunca se mencionó de forma específica una invasión. Tenet habló de un golpe de Estado y dijo que las perspectivas de éxito no eran particularmente buenas. Powell afirmó que «no queremos simplemente sustituir a un mal tipo por otro mal tipo». Rumsfeld añadió que se podrían utilizar tácticamente las operaciones en la zona de exclusión aérea para ayudar a algunos grupos de la oposición cuando emprendieran acciones de tipo militar.
Sin embargo, Rumsfeld contestó con evasivas:
–Mi objetivo específico no es deshacerme de Sadam Husein –dijo–. Voy tras las armas de destrucción masiva. El cambio de régimen no es mi principal interés.
Todos tomaron nota de esta afirmación, y después comenzó la discusión de las opciones y tácticas.
O’Neill pensaba en el memorándum de Rumsfeld. Describía cómo todo encajaba. Concentrarse de pronto en Sadam Husein solo tenía sentido si se adoptaba la ideología más amplia: la necesidad de «disuadir» a otros de crear amenazas asimétricas. Ese era el porqué.
Un Sadam débil pero cada vez más desmandado podría ser útil como modelo para mostrar el propósito nuevo y unilateral de Estados Unidos. Si se podía demostrar de forma efectiva que poseía o estaba tratando de construir armas de destrucción masiva –creando una «amenaza asimétrica», en el lenguaje neoconservador, para el poder de Estados Unidos en la región–, derrocarle ayudaría a «disuadir» a otros países de hacer lo mismo. Al menos, esta parecía ser la idea.
«Nunca hubo ninguna conversación rigurosa sobre esta idea general, que parecía ser el motor de todas las acciones específicas –dijo O’Neill, haciéndose eco de los comentarios de otros participantes en discusiones del Consejo de Seguridad Nacional–. Desde el principio, estábamos preparando los argumentos contra Husein y buscando la manera de echarle y convertir Irak en un país nuevo. Y si lo hacíamos, eso lo resolvería todo. Se trataba de encontrar la manera de hacerlo. Ese era el tono. Era como si el presidente estuviera diciendo: «Bien. Búsquenme la manera de hacerlo».
Fte L.V.D