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Terrorismo y democracia. Por Santiago Kovadloff

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La democracia es lo que es en la medida en que no renuncia a la convivencia. Quiere incorporar al marco donde rigen sus normas a quienes discrepen con el modo en que se las entiende y practica. El terrorismo no propone: dispone. Sabe que el diálogo es la senda que lo lleva a su perdición. De modo que no dialoga, monologa. Se hace oír matando. Condenando la diversidad de pareceres al exterminio. Su fortaleza la refrendan los muertos que siembra. Cuanto más mata, más real se siente. Y mata para sentirse real. Se alimenta de la sangre que derrama. Y, en especial, de la sangre ciudadana. Su blanco dilecto es la civilidad. Los hombres y las mujeres en quienes se encarna el deseo y la capacidad de convivir.
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El recurso primordial de la democracia para perfilarse como tal es la palabra, es decir, la interpretación de lo real y el debate entre interpretaciones en busca de consenso. El terrorismo descarta el debate. Congela la palabra en una interpretación que se decreta definitiva. Hace de ella un dogma e idolatra lo inamovible. Clausura la interpretación en un único punto de vista y anula el debate. En el silencio sepulcral logrado mediante la supresión de la reflexión crítica funda el sentido de sus iniciativas.
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Ya no hay nada más que pensar, sentencia. Sólo cabe proceder. Y procede. En la mira de su pistola están todos los que con él no coinciden. Sobre ellos concentra su fuego. No hay prójimos para el terrorismo. Hay subordinados. Enemigos mortales y subordinados. De su lado están los seres que acatan ciegamente lo decidido. Instrumentos y no personas. El derecho a ser reconocido como un semejante lo brinda el terrorismo a cambio de la absoluta sumisión. Su visión del otro es puramente instrumental. Quien no se limite a acatar lo establecido escribe su propio certificado de defunción. Es que el terrorismo recluta más y más caras para configurar un mismo rostro. Un único rostro. Quiere darle mil voces a una misma expresión. Busca la homogeneidad nacida de la renuncia al pensamiento crítico. La uniformidad ganada a expensas de la auténtica subjetividad que es abierta, inconclusa; tarea antes que hecho consumado.
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El terrorismo se funda en la caducidad del pensamiento. En su lugar propone la violencia armada. Le urge la santificación del crimen, que al perder así todo relieve moral se convierte en mero operativo. En trámite. En procedimiento.
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El infierno
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Si la democracia, para constituirse, exige la presencia de un oficialismo y de una oposición es porque ella renuncia a la idea de la verdad como monopolio de un solo entendimiento. Su antípoda acabada es el terrorismo. El terrorismo prospera donde se acentúa la disolución del interés por la disonancia y el matiz. Donde triunfa el cansancio del pensamiento. Es así como se concibe como auténtica revelación. Como revelación no exige examen ni reconsideración. Lo que pide es cumplimiento. Subordinación a secas. Es que su meta es la creación de un orden homogéneo. El habitante del mundo con el que sueña no es alguien sino nadie. Un nadie vertebrado con consignas, nunca con ideas. La lucidez le repugna. Ama en cambio, fervorosamente, la obediencia. La identificación sin vacilaciones con el mandato. El disenso es el infierno para él.
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¿Por qué el terrorismo apunta y dispara, con especial deleite, sobre la civilidad? Porque aspira a que el miedo destruya la aptitud y el ejercicio de la convivencia. Quiere minar el don de la interdependencia asentada en la libertad personal y el respeto hacia la diferencia. Quiere ver desangrada la convicción de que la sociedad, si es democrática, se construye sin cesar. Críticamente, dialógicamente. De allí que su enemigo eminente sea lo que las democracias llaman ciudadanía. Gente que opina, que discute, que no renuncia a la libertad. Y que, por eso mismo, comprende que nadie puede tener toda la razón.
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No. No puede haber coexistencia entre demócratas y terroristas. Pero la guerra al terrorismo ha de librarse y sólo ha de librarse de la mano de la ley. Porque en cuanto se renuncie a la ley para combatir al terrorismo, el terrorismo habrá ganado la partida.
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Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION

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