Por Horacio Bernades/Pag12.- Ambiciosa, desproporcionada y atropellada. Así es Ser digno de ser, tercera película del rumano Radu Mihaileanu y la segunda que se conoce en el país luego de El tren de la vida, aquella fábula sobre judíos que para salvarse de la Shoah fingían una autodeportación. Ganadora, el año pasado, del Premio del Público en la sección Panorama del Festival de Berlín, Ser digno de ser es también –por las mismas razones que la llevan a tropezarse con todos aquellos excesos– una película rica, contradictoria, animada por un espíritu inclaudicablemente generoso. Una de esas que no se guardan nada: ni hallazgos ni torpezas.
Transitando nuevamente los costados más oscuros y paradójicos de la condición judía (lo cual le había ganado acusaciones de antisemitismo en su película anterior, de parte de los sectores más retrógrados), Mihaileanu vuelve a construir una suerte de novela descabellada, a partir de hechos enteramente reales. En 1984, un operativo de los servicios secretos israelíes, llamado Operación Moisés y apoyado por el gobierno estadounidense, trasladó clandestinamente a miles de judíos etíopes, primero a pie hasta Sudán y desde allí en avión hasta Israel. Se trataba de población negra, lejanos herederos de una estirpe que se remontaría hasta Salomón y la reina de Saba. Y que protagonizaron un nuevo éxodo, eco de aquel que condujo Moisés hace casi 2400 años y del otro, el que dio origen al Estado de Israel, en 1949. Claro que al llegar esta población negra se encontró con un país bastante menos acogedor que la soñada Tierra Prometida.
En esta historia real Mihaileanu inscribe un caso imaginario, que le sirve para acentuar ese desgarro entre lo soñado y lo real, entre lo mítico y lo existente, entre lo propio y la pregunta sobre lo propio. El protagonista de Ser digno de ser es un chico de madre cristiana, a quien esta encomienda a una mujer judía para que lo haga pasar por suyo, huyendo así del campo de refugiados en el que aquélla ha resuelto quedarse. Extendida a lo largo de veinte años y pasando de Etiopía a Sudán, de allí a Israel, luego a Francia y finalmente deshaciendo todo el camino hasta el origen, la parábola de Shlomo será así la de un eterno desterrado, en busca de una identidad en estado de crisis permanente. La de Shlomo es también la historia de una familia biológica y dos adoptivas, en todos los casos con la figura de la madre como figura central. Idische mame o goïm, según el caso.
Como se desprende de la simple lectura del argumento, la historia de Ser digno de ser se mueve tanto en el plano personal como en el mítico y político. Coguionista de su película y adoptando un estilo emocional y frecuentemente operístico (realzado por una música que no siempre mantiene la ampulosidad a raya), Mihaileanu logra tener bien atados los distintos niveles del relato durante la primera hora, hora y pico de proyección. En el papel de Shlomo niño, el pequeño Moshe Agazai comunica inmejorablemente la encrucijada vital del niño, dividido entre la añoranza por la pérdida de madre y tierra, la sensación de desamparo, el virulento choque de culturas, la complicadísima adaptación (agravada por las variadas muestras de racismo, intolerancia y barbarie con que lo reciben en Israel) y el empuje vital que lo lleva indefectiblemente hacia delante. Es clave la aportación de la magnífica Yaël Abecassis (conocida por películas de Amos Gitaï), en el papel de la mamá sefaradita de origen francés, que lo adopta en Tel Aviv. Brochazos de humor, muy logrados, ayudan a aliviar la densidad del asunto.
Si Mihaileanu se hubiera limitado a contar esa historia, la película hubiera sido mucho más lograda de lo que finalmente es, más allá de un emocionalismo materno-tanguero que es, en el fondo, muy judío. A partir del primer salto temporal, cuando a Shlomo le festejan su barmitzva, la película comienza a descomponerse, arrastrada por su voluntad de querer abarcarlo todo. Mihaileanu pretende narrar el paso del niño a la adultez, su maduración amorosa y sexual, su noviazgo y casamiento, y al mismo tiempo abarcar los asuntos centrales de Medio Oriente durante las últimas décadas. Intenta contar la guerra palestino-israelí en una sola y brevísima escena, la cuestión judía y palestina en otra y hasta llega a colar la noticia del asesinato de Rabin, en off y a la carrera. Allí, Ser digno de ser se vuelve un menjunje, perdiendo progresivamente su eje a medida que avanza. Lo que hasta la hora y pico tenía interés, allá por las dos horas se ha vuelto una masa indiscriminada de temas, saltos temporales y torpezas narrativas. Y dura dos horas veinte.