-Mami, ¿cómo seré yo cuando tenga tu edad?
Te miré sorprendida. Nos estábamos deleitando con una merienda prohibida en nuestra confitería preferida.
-¡Eh! Todavía soy joven- te respondí.
Te reías mientras me mirabas con esos ojos profundos y expresivos.
-Mami, sé que aún eres joven, pero quiero imaginarme cómo seré en el futuro.
-Madurarás, Andrea. Tendrás más experiencia, formarás una familia. Supongo que el cambio grande lo sufriré yo, seré algo más que una mujer adulta.
Corría la primera semana del mes de julio de 1994. Mientras bromeábamos sobre nuestros cambios, terroristas despiadados ya tenían todo preparado para cortar de raíz nuestro futuro. Son inhumanos especialistas en aniquilar vidas y sueños.
La bomba terrorista que estalló en AMIA el 18 de julio de ese mismo año, te encontró en el lugar equivocado, a la hora equivocada. Fue el día en que se me llenó la boca de cenizas. Todo desapareció.
Fuera, la vida seguía su curso, cuando el mundo debería haberse parado, el sol debería haberse escondido, las voces deberían haberse convertido en respetuosos susurros.
No estuve a tu lado cuando más me necesitaste. Tú eres más que familia: eres una parte de mí.
¡Qué días tan largos! Días penosos que me enseñaron quién había sido hasta entonces y en quién me convertiría en adelante.
Años en los cuales te habrías convertido en una bella mujer madura, en una feliz esposa y en un milagro de madre.
Llegó el día, hija querida. Hoy tendrías la edad que yo tenía cuando mantuvimos aquella conversación. No cambiaste nada. Pasaron 25 años pero tu rostro y tu sonrisa siguen congelados tal cual eran. Yo sí cambié. ¡Y cómo! Definitivamente ya no soy ni nunca seré la misma. Mi rostro registra el paso del tiempo. Mi corazón se llenó de heridas que nunca cicatrizarán.
*Mamá de Andrea, víctima del atentado a la AMIA.