El millón de nuevos inmigrantes que llegaron a Israel desde que Gorbachov decidiera permitir a los judíos salir de la URSS ha cambiado la cara de Israel • La euforia fue reemplazada rápidamente por hostilidad, pero también esto ha pasado y hoy en día el 72% de los israelíes veteranos admiten: la «inmigración rusa» fue esencial para Israel • Sin su resistencia no es seguro que hubiéramos sobrevivido la Intifada • Han vigorizado la economía y salvado ciudades en desarrollo • Son más felices que muchos de los israelíes veteranos • 68% se sienten israelíes • 85% pretenden quedarse • Los expertos que predijeron un choque cultural estaban errados.
En la primavera de 1993, cuando 400.000 inmigrantes de la URSS ya habían llegado a Israel, el Primer Ministro Itzjak Rabin visitó Moscú. El final de su viaje fue marcado con una actuación festiva en saludo a Israel. Miles de judíos llenaron el gran y particularmente poco atractivo Salón de Conferencias del Partido Comunista en el Kremlin.
El escenario, que hasta hacía poco había contenido filas y filas de miembros del Comité Central, con sus trajes grises y sus caras rojas de vodka, fue decorado con banderas y símbolos israelíes. Esa noche el salón estuvo lleno de jóvenes de Tel Aviv y de Moscú, los discursos se pronunciaron en hebreo y ruso y se tocó el Hatikva.
Los judíos bailaron sobre la tumba de Brezhnev. El Comunismo había caído, el Sionismo había triunfado.
Israel recibió lo que no había osado soñar: la última ola de inmigración masiva del siglo XX.
Esperanza y Orgullo
A comienzos de la década del ‘70, había 2.2 millones de judíos en la URSS. Hoy hay sólo alrededor de 400.000 judíos en los países que antes la conformaban.
La plegaria «Dejad salir a mi pueblo» fue respondida. La mayoría de aquellos que salieron de la URSS, más de un millón de mujeres, hombres y niños, inmigraron a Israel.
La primera ola, relativamente pequeña, estuvo formada por inmigrantes que habían estado involucrados en actividades sionistas y en la resistencia al régimen. La segunda, enorme, incluyó a todos los demás.
Las puertas rusas se abrieron para permitir la salida irrestricta en 1989 y desde entonces llegaron 950.000 inmigrantes a Israel.
Al principio venían a través de estaciones de tránsito en Finlandia, Hungría y Rumania y luego en vuelos directos de todo el imperio desmantelado.
En el clímax de este éxodo, aterrizaban en Ben Gurión 1.000 personas por día. Israel jamás había experimentado una ola inmigratoria así.
Otro millón de israelíes
Uno de cada seis judíos en Israel era un nuevo inmigrante de la ex Unión Soviética.
No huían de persecuciones ni habían languidecido en los sótanos de la KGB antes de inmigrar. No habían estudiado hebreo en forma clandestina ni habían escuchado las transmisiones de Kol Israel Lagolá (La Voz de Israel para la Diáspora) detrás de puertas cerradas.
Personas comunes y corrientes, como tú y como yo, que un buen día, por alguna misteriosa razón, guardaron sus pertenencias en cajas de cartón y bolsas de plástico y con respeto y reverencia se pararon en las largas colas para obtener visa a Israel -la Tierra Elegida- aunque no particularmente segura.
Trajeron consigo todos los años que habían desperdiciado allí, sus dudas que no se solucionarán en esta generación, sus hijos que lloraron todo el camino a Israel, sus jarros de repollo para mantenerlos durante los primeros días en el desierto.
Trajeron también a su abuela de algún kolkhoz (granja colectiva comunista), con la cabeza cubierta con un pañuelo bordado y su patriótico abuelo veterano de guerra luciendo dos hileras de condecoraciones en el pecho.
Tan comunes, aunque tan diferentes, éstos fueron los judíos que constituyeron la ola rusa de inmigración a Israel a fines del siglo XX.
Echaron por tierra todos los estereotipos. Eran nacionalistas, pero no religiosos; cultos, pero no angloparlantes; trabajadores manuales, pero no oriundos del Medio Oriente o Noráfrica.
A diferencia de olas inmigratorias previas de Marruecos o de Polonia, no se avergonzaban de sus orígenes. Por el contrario, estaban orgullosos del imperio que habían abandonado, de su cultura, su idioma, sus tesoros y su paisaje.
Tenían, y siguen teniendo, dos patrias, y viven en paz con ambas.
Sorpresa y alegría
Todos fueron tomados por sorpresa en esta ola inmigratoria, especialmente los expertos en inmigración, en la misma medida en que la caída del comunismo tomó por sorpresa a los expertos en comunismo.
Poco antes de Pesaj de 1988, el Prof. Jaim Ben-Shajar, entonces representante en Israel del hombre de negocios judío americano Armand Hammer, me solicitó que entrevistara a Hammer para un suplemento especial del diario. Hammer poseía una gran empresa petrolera con relaciones comerciales en gran escala con compañías soviéticas. Era conocido por sus conexiones en el Kremlin y por sus entradas y salidas por sus puertas durante los oscuros años del régimen de Brezhnev.
La entrevista fue arreglada por teléfono desde la oficina de Hammer. Su voz sonaba animada a pesar de su avanzada edad. Hablamos de asuntos corrientes, como negocios, petróleo y el término de la Guerra Fría.
De pronto, Hammer dijo, «Cené esta semana con el nuevo Secretario General de la URSS, Mijail Gorbachov. Un gran líder, este Gorbachov. Le pregunté, ¿Por qué no otorga a los judíos la libertad de emigrar de su país a Israel? y él me respondió, Tiene razón, Sr. Hammer, le prometo que abriremos las puertas de la URSS dentro de algunos meses. Todo judío que quiera tendrá permitido irse».
La conversación fue publicada en Yediot Ajaronot el 22 de abril de 1988. Aunque fue la primera declaración pública que indicaba un cambio en la política soviética, no logró despertar ninguna conmoción.
La Agencia Judía y los funcionarios de la «oficina de enlace» se encogieron de hombros. Hubo quienes llamaron por teléfono al periódico y dijeron: «Ustedes pueden causar gran daño a los judíos de Rusia. No deberían publicar rumores infundados. Hammer es un fantasioso. Actualmente estamos negociando con el nuevo régimen para que permita la inmigración gradual de 100.000 judíos durante cinco años».
En Pesaj de 1988, la idea de 100.000 nuevos inmigrantes parecía un cuento de hadas. Las puertas se abrieron un año más tarde. Gorbachov cumplió su promesa.
Inmediatamente nos referimos a ellos como «los rusos». Al principio los recibimos con los brazos abiertos. Estábamos agradablemente sorprendidos por el hecho de que alguien de tan lejos estuviera interesado en establecerse aquí, en Israel, que sufre de una imagen propia muy baja, en un período entre el final de la primera Intifada y el comienzo de la primera Guerra del Golfo.
Consideramos su llegada un cumplido y un medio de mejorar el balance demográfico judeo-árabe en Israel.
Animosidad y ansiedad
En un corto tiempo la excitación se convirtió en malicia. ¿Qué vamos a hacer con toda esta gente?, nos preguntamos. ¿Cómo mantendremos cientos de miles de nuevos inmigrantes sin propiedades ni hogar? ¿Qué hay con carreteras, educación, servicios de salud y, lo más importante, empleo? Vinieron a quitarnos los trabajos, a aumentar el precio de nuestros alquileres, a reemplazarnos en la escala social y a despojarnos del status social que habíamos logrado con años de duro trabajo.
Los argumentos de los economistas en cuanto a que esta nueva ola de inmigración iniciaría una mayor actividad económica, aceleraría el crecimiento, aumentaría el «pastel» nacional y haría disminuir, no aumentar, las tasas de desempleo, aumentaría y no disminuiría los salarios y beneficiaría a la sociedad israelí en lugar de perjudicarla, no eran convincentes.
La sensación de estar amenazados se vio reforzada y abarcó a grandes secciones de la población y se llegó a un nivel que fue descrito por uno de los más importantes estudiosos de la inmigración en el país, Prof. Eliezer Leshem como «el nivel de competencia y conflicto entre los veteranos y los recién llegados». Una profunda ruptura hostil no declarada se desarrolló en las relaciones interpersonales entre los israelíes veteranos y los recién llegados de la ex URSS.
En un informe sumario sobre la situación de los inmigrantes en Israel, realizado para el Joint, el Prof. Leshem, de la Escuela de Asistencia Social de la Universidad Hebrea, escribió, «Los estudios indican un aumento en el choque entre veteranos y recién llegados, que se manifiesta en las opiniones negativas sobre los inmigrantes, que están cobrando fuerza».
Parte del público veterano no perdió tiempo en adoptar una actitud que veía al nuevo inmigrante (a diferencia de la «inmigración» como filosofía nacional abstracta) como una carga más que un bien. Una amenaza más que una oportunidad.
Desde 1995 hasta el 2000, los nuevos inmigrantes fueron percibidos como una amenaza física a la serenidad de la población en las ciudades en desarrollo de Israel, donde eran considerados como medio judíos, medio rusos que habían renunciado a valores sociales básicos y a lugares de trabajo, quitándoselos de los veteranos.
En aquellos días, cuando la voz del Partido Shas (Guardianes Sefardíes de la Torá) aún era prominente, los rabinos se embarcaron en una campaña que consistió principalmente en emitir graves advertencias contra cientos de miles de «no judíos» que aunque habían llegado a Israel bajo los auspicios de la Ley del Retorno, no eran considerados judíos de acuerdo con la Halajá (Ley judía) y por lo tanto constituían un grave peligro para el carácter religioso judío de Israel.
Simultáneamente, abundaban las historias sobre la mafia, contrabando, alcoholismo, violencia y trata de blancas.
De acuerdo con el Prof. Leshem, los medios de comunicación en hebreo reforzaron estos prejuicios con informes parciales. «Una pesada nube se echó sobre esta ola inmigratoria a pesar del capital humano que vino con ella».
Y entonces empezó la Intifada. La agenda y las prioridades de Israel cambiaron. Bajo la sombra del terrorismo, la amenaza planteada por la inmigración masiva se disipó en el aire. La disputa entre la percepción de Israel como un «crisol» o una «mezcla de diferentes culturas» concluyó.
El argumento académico -que cuestionaba si la sociedad israelí exige que sus recién llegados renuncien a su pasado y se adapten implícitamente a la cultura israelí o si la sociedad israelí tiene la madurez, la empatía y el realismo para tolerar la diferencia y las cualidades singulares de diferentes grupos de inmigrantes que desean integrarse en ella- quedó relegado en un rincón.
Todos los temas similares quedaron enterrados profundamente bajo los adoquines del paseo de Tel Aviv, fuera del destruido edificio del Delfinario.
Hoy en día los veteranos, incluso aquellos que no lo quieren admitir, se fijan que Israel no hubiera podido derrotar la Intifada actual sin los rusos. Su capacidad de resistencia fortaleció nuestra posición. Su silencioso sufrimiento dio consuelo a nuestro ruidoso sufrimiento. Durante los más oscuros días de terrorismo en Israel la comunidad rusa en el país dio un ejemplo de cómo aceptar la pérdida, apretar los dientes y seguir viviendo aquí.
Mientras los habitantes de Ramat Aviv Guimel (un barrio lujoso de Tel Aviv) hablaban del final del Estado y abrían cuentas bancarias en Suiza, los niños de Afula Ilit, la mitad de los cuales son «rusos» seguían yendo a la escuela en autobús mientras las babushkas iban a orar en las tumbas frescas.
En un extraño cambio de papeles, los «asimilados» enseñaron a los «asimiladores» una lección de sionismo práctico.
Por Sever Plotzker, publicado en Yediot Ajaronot.
Fte Keren Hayesod