Los cincuenta jefes de Estado participantes coincidieron en esta frase: «Es tiempo para la acción. El hambre no puede esperar». El primer mandatario brasileño, que presidió la reunión, definió el problema como «económicamente irracional, políticamente inaceptable y éticamente vergonzoso».
En América latina, pródiga en capacidades agropecuarias, la desnutrición infantil asciende: es del 48 por ciento en Guatemala y del 26 por ciento en Ecuador, Perú y Bolivia. En la Argentina, quinta potencia alimentaria mundial, se convirtió en tema ineludible, como lo demostró la fecunda iniciativa de la sociedad civil El Hambre Más Urgente y como lo destacó el presidente del Episcopado, Eduardo Mirás: «Resulta incomprensible que haya gente muriéndose de hambre en la tierra del trigo y del pan».
Monseñor Mirás señaló que el país no tiene un problema de falta de riqueza, sino de mala distribución de los recursos. Efectivamente: las exacerbadas desigualdades aparecen en los niveles internacional, latinoamericano y nacional como una cuestión clave.
Una reciente obra de Michael Marmot, destacado epidemiólogo inglés, aporta cifras sugerentes al respecto. El síndrome del status demuestra que la situación socioeconómica de las personas influye mucho en su esperanza de vida. Ella cambia según el empleo que se tenga, el barrio en que se viva, la educación y los ingresos. Aquellos con bajo status dependen de fuerzas externas. Por ejemplo, el carácter de su jefe, el grado de contaminación de su barrio, la inseguridad sobre su trabajo, que influye fuertemente en su salud. Estudios en Inglaterra y Europa del Este muestran que los trabajos que privan a las personas de control sobre sus vidas erosionan las vías coronarias y llevan a descuidar la salud. Las tasas de mortalidad cambian totalmente entre una zona y otra de la misma ciudad. Así, en Washington, cada estación de subte hacia el sudeste pobre significa un año y medio menos de posibilidades de vida. Para Marmot, las políticas de salud más efectivas consisten en programas que reducen las desigualdades de ingreso y las educacionales, las que protegen a los trabajadores y a sus familias, las que dan acceso a viviendas y a condiciones ambientales adecuadas y las que apoyan el cuidado de niños y ancianos.
Los países que ponen en práctica tales programas logran reducir las inequidades y consiguen mejores esperanzas de vida. No resulta sorprendente, entonces, que los países con más expectativa vital sean Suecia, Canadá y Japón. Mientras que Japón tiene una esperanza de vida de 77 años, la de Rusia es de sólo 57. La equidad es el punto central. Ello explica por qué, a pesar de que su ingreso per cápita es muy inferior al de los Estados Unidos, países como Costa Rica, Israel y Nueva Zelanda tienen mayores promedios de vida. Las desigualdades de status y la segregación social minan la salud pública, mientras que la igualdad de oportunidades, la cohesión social y un fuerte sistema de educación pública la promueven.
Un nuevo consenso
América latina es un escenario muy claro de estas tendencias: es la región con la mayor polarización social del planeta. Mientras que la relación entre los ingresos del diez por ciento más rico y el diez por ciento más pobre es de 14,4 en Italia, llega a 54,4 en Brasil, a 63,3 en Guatemala, a 57,8 en Colombia y a 39,1 en la Argentina. Esto tiene efectos muy fuertes en indicadores básicos de salud. Las tasas de mortalidad infantil son muy altas: 71,7 de cada mil niños mueren en el subcontinente antes de cumplir cinco años (contra tres de cada mil en Suecia y cuatro en Noruega). Pero además los desniveles son de gran magnitud. La tasa de mortalidad infantil del veinte por ciento más pobre es, en Perú, cinco veces mayor que la del veinte por ciento más rico (111 y 22,2). En Bolivia, lo mismo (146 y 32), y en Brasil la triplica (98,9 y 33,3). La tasa de partos asistidos es del 94,3 por ciento en el veinte por ciento más rico de la región y desciende al 40,2 por ciento en el veinte por ciento más pobre, con los consiguientes efectos sobre la mortalidad materna.
Las amplias desigualdades también afectan agudamente a la familia. Las posibilidades de constituir y mantener una familia articulada están fuertemente influidas por los niveles de pobreza, desocupación e incertidumbre.
Las polarizaciones sociales agudas constituyen un problema de salud pública decisivo, pueden generar hambre persistente a pesar de las capacidades de producción de alimentos e impiden un crecimiento económico sostenido. La Argentina es citada con frecuencia como caso típico de estos efectos. François Bourguignon, economista jefe del Banco Mundial, dice que nuestro país demostró en la década del 90 que el crecimiento «no es suficiente para reducir la pobreza si se producen grandes cambios en la distribución de los ingresos». Destaca que, en ese caso, «es posible que haya crecimiento sin reducción de la pobreza y hasta que la pobreza aumente pese al crecimiento».
El presidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, el cardenal Francisco Javier Errázurriz, de Chile, ha denunciado estas desigualdades latinoamericanas como un peligro mayor para el futuro de los países. El texto bíblico previene contra ellas cuando advierte que vulneran la salud ética básica de una sociedad. No cabe ninguna declaración de impotencia. Son enfrentables a través de vigorosas y bien gerenciadas políticas públicas que prioricen campos críticos como la educación, la salud, la generación de oportunidades productivas para los jóvenes, el crédito a los pequeños y medianos productores, la protección de los niños, de la familia y de la tercera edad. Tales políticas deben ser apoyadas activamente por la sociedad civil y por empresas privadas socialmente responsables. Parece crecer en la Argentina un consenso muy amplio al respecto que abre importantes esperanzas. Debería ser profundizado y fortalecido día tras día.
El autor conduce, en Washington, la Iniciativa Interamericana de Capital Social, Etica y Desarrollo (BID-Gobierno de Noruega).
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