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La pasión de Daniel Burman

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Entre «Los mejores cuentos espirituales de Oriente» (Editorial del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2004), que conforman 131 relatos anónimos y milenarios, breves y aleccionadores, se encuentra «La escultura», que narra la breve historia de un monarca que encarga la construcción de una estatua con «un sentido espiritual, pero que no represente a ninguna religión en particular». Una vez terminada es colocada para su veneración en un santuario, pero de inmediato se producen incidentes, incluso de gravedad.

Uno de los ministros del rey le explica el motivo:

«Señor, llegan los cristianos y aseguran que la escultura representa a Jesús; la contemplan los mahometanos y dicen que representa a Mahoma; los hindúes aseveran que se trata de Krisna y los sihks, de Guru Nanak; para los jainistas no es otro que Mahavira y para los budistas, el mismo Buda. Y así todos comienzan a porfiar, se insultan y llegan a las manos.»

Con pesar, el soberano ordena la destrucción del monumento porque «no son capaces de ver lo que está más allá de la escultura ni de ver más allá de sus narices».

En la moraleja, el compilador del cuento, Ramiro Calle, afirma, con razón, que «se puede llegar a ser sumamente violento y cruel amparándose en una idea o un reducido punto de vista. Ese aferramiento a las ideas conduce inevitablemente al dogmatismo y al fanatismo. Hay que llevar a cabo el noble y fecundo ejercicio de abrir y esclarecer la comprensión. Y con entendimiento correcto saber respetar y tolerar las opiniones ajenas».

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En un mundo con tal diversidad de pueblos, religiones, colores de piel, idiomas e idiosincrasias culturales y sociales tan contrastadas, pero que inevitablemente tiende a interrelacionarse cada vez más por efecto de la globalización, la expansión de las comunicaciones y las continuas migraciones de sus habitantes de un lugar a otro, sea por turismo o por razones políticas o laborales, se torna indispensable de parte de todos los habitantes de este planeta una creciente apertura y tolerancia hacia lo diferente, tomándolo como algo natural y enriquecedor de la existencia y no como una catástrofe que hay que combatir fomentando luchas fratricidas.

En el relato del principio todos pelean por el nombre distinto que le ponen a Dios. Pero, ¿acaso «mesa» no se dice de diferente manera en inglés que en chino, en idish que en francés y eso, no obstante, no es fuente de ninguna afrenta? ¿Por qué discutir, pues, por algo tan superfluo (el nombre) cuando todos coinciden en lo esencial (la existencia de Dios)?

La reflexión viene a cuento de las presentes Pascuas, en las que coinciden judíos y cristianos, una prueba más del sólido tronco común, histórico y religioso que une a ambas vertientes; y de algunas opiniones que en su momento brindó en The Miami Herald el rabino Mario Rojzman, a propósito del papel que le cabe a cualquier artista procurando que «tenga responsabilidad social cuando promueve su arte para no inspirar odio infundado». En el mismo artículo, titulado «Ser religioso», Rojzman recuerda que «la Biblia habla acerca de una sola raza, la humana, y que dividir por razas ofende a Dios».

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El cine puede ser un vehículo formidable tanto para cohesionar como para desunir a pueblos alejados geográficamente entre sí o, inclusive, para fomentar tanto el odio como el amor entre miembros de una misma comunidad, sea ésta urbana, religiosa o de cualquier otro tipo.

Así lo entiende Daniel Burman -director de la multipremiada película «El abrazo partido»-, que en ocasión de su reciente presentación en España afirmó que «en la Argentina somos todos extranjeros y tenemos que convivir con nuestro legado cultural y con la construcción de un país joven».

Sin pretensiones ni grandes decorados, sin efectos especiales y sin golpes bajos, con una historia simple, exenta de rebuscados amaneramientos y con una promoción más que acotada, sin embargo, «El abrazo partido» se llevó dos de los premios máximos del muy competitivo y exigente Festival de Cine de Berlín y el fin de semana pasado logró aquí la proeza, con la mitad de salas de exhibición y muchísima menos publicidad, de atraer a cuatro mil espectadores más que «La puta y la ballena», la ambiciosa película de Luis Puenzo.

El film de Burman describe los avatares de Ariel (Daniel Hendler), un joven que anda desorientado por la vida, más que nada por el temprano abandono de su padre (Jorge D´ Elía), quien se ha marchado a Israel, dejándolos a él y a su madre (Adriana Aizemberg) con el único sustento de un modesto local de ropa interior en una muy venida a menos galería de Once. Dicho así, quienes aún no la vieron podrían suponer que se trata de una historia triste, con mucha bajada de línea, tal cual acostumbra cierto insuflado y pedante cine argentino.

En cambio, Burman construye una película luminosa, entrañable y no exenta de humor, sin caer nunca en afectadas elocuencias. Y, a los efectos de este comentario, lo más importante de «El abrazo partido» es que promueve la buena convivencia entre los habitantes de ese pequeño planeta que es la galería y donde hay judíos, coreanos, armenios, italianos, un boliviano y un peruano en perfecta armonía.

Mientras Mel Gibson, con su film «La Pasión de Cristo», no quiso, no supo o no pudo evitar reabrir una polémica que ya parecía sepultada (si los judíos, así genéricamente, mandaron a matar o no a Jesús), Burman, mucho más humildemente, en una escala comparativamente microscópica, apuesta a la integración, a la concordia entre personajes de distintas procedencias y modalidades, pero que comparten un destino común. Y logra que la gente deje el cine mejor que lo que entró.

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Si los pueblos diversos, y especialmente sus dirigentes, se entendieran, quizás hoy no habría que lamentar la herida siempre sangrante de palestinos e israelíes, Irak en llamas, Afganistán devastado, la ex Yugoslavia en ruinas, la amenaza de Al-Qaeda y sus feroces golpes del 11-S y del 11-M, Ruanda y tantos otros pueblos más sojuzgados por la violencia.

Empieza el miércoles la sexta edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Durante diez días se verán 300 films de las más diversas latitudes y temáticas. Será una buena oportunidad para confrontar civilizadamente gustos y creencias con muchos otros que seguramente diferirán de los nuestros. Tomar lo mejor de ellos o interrogarse sobre la propia existencia y la de los demás nos ayudará a mantener alertas, pero también sensibilizados y abiertos, nuestros corazones y cerebros, siempre teniendo presente que sólo hay un único lugar para aquello que pudiese despertarnos odio o resentimiento: el tacho de basura.
Por Pablo Sirven
La Nacion

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