Narimen Khawireh tiene la piel tan pálida que parece transparente. El pañuelo blanco y las lágrimas que le caen por las mejillas la hacen aún más endeble. Tiene un dolor de muerte. Llora a su hijo menor como si estuviera muerto, aunque en realidad se salvó por unas horas. Tamer Khawireh, de 15 años, está en la cárcel. Lo arrestaron el martes, cuando le faltaban unas horas para colocarse 20 kilos de explosivos alrededor de su cuerpo. El día que lo detuvieron, Tamer iba a hacerse explotar en un puesto de control de los militares israelíes en las afueras de Nablus.
«Es un niño. Mire, todavía dormía con un oso de peluche. Entre los palestinos y los israelíes me lo quitaron», dice Narimen mientras me muestra la habitación de Tamer en su casa de clase media alta de una de las colinas que dominan la ciudad palestina de Nablus. Es la típica habitación de un adolescente, llena de fotos de cantantes, jugadores de fútbol y actrices de películas egipcias o libanesas.
A Tamer lo salvó su hermano Raed, quien lo encontró en el centro con unos amigos fumando, cuando nunca lo había hecho antes, y hablando a los gritos por un teléfono celular. «Le pregunté de dónde había sacado el teléfono y me dijo que se lo había prestado un amigo: una mentira. Ahí empecé a sospechar porque ya había escuchado que a los chicos que reclutaban para suicidarse les empezaban a dar celulares y un poco de dinero», explica Raed, un estudiante de Administración de Empresas de 23 años. «Al otro día me enteré de que había faltado a la escuela y me convencí de que andaba en algo raro. Tamer siempre fue un buen alumno. Cuando vino a casa, lo apuramos con mi mamá y se puso a llorar», agrega.
Tamer había sido contactado por un hombre de la Jihad Islámica que opera junto a Hamas y las Brigadas de Al Aqsa en todos los territorios ocupados y son los mayores responsables de los atentados suicidas contra soldados y civiles israelíes. Se lo presentó un amigo de la escuela. El hombre le dio un celular, una caja de cigarrillos y 100 shekels (unos 25 dólares). Y le pidió que leyera varios libros que hablan de cómo los «mártires» que se suicidan por la causa van al cielo, donde corre un mar de miel y hay cien doncellas vírgenes para darle todos los placeres.
«Tamer es un chico inocente y se lo creyó todo. Y una vez que aceptó los regalos no iba a poder salir así nomás. Lo llamaron a varias reuniones y le enseñaron cómo usar los explosivos. Pero no aguantó y cuando lo interrogamos estalló en un llanto que no lo podíamos parar», explica Narimen, la madre, mientras es ella la que ahora no puede contener las lágrimas.
El padre, Massoud Khawireh, un agricultor próspero de Nablus que vende sus productos a distribuidores israelíes desde hace 25 años, trató de arreglar las cosas. «Fui a hablar con los de la Jihad, pero no me atendieron. Recién tres días más tarde me llamaron para decirme que había sido un error y que se habían confundido a mi hijo con otro chico de 18 años», explica Massoud en el amplísimo living de su casa, rodeado de sillones de pana color borravino y unas mesitas de madera incrustadas con pequeñas piezas de marfil.
Ya era tarde, para entonces los servicios israelíes se habían enterado de todo. A la mañana siguiente vinieron a arrestar a Tamer. «Eran cuatro tipos de civil y tenían atrás dos camionetas del ejército. Entraron antes de las cinco de la mañana. Se lo llevaron en un minuto», explica el hermano Raed. Tamar debía detonarse ese mismo día.
Pero toda la historia suena muy rara en el popular café y restaurante Bukhri del centro de Na blus. Allí todos leyeron la noticia en el diario local Al-Ayam.
«Esta es una historia fabricada por el Shin Bet, el servicio secreto israelí», dice un hombre que juega al dominó en una mesa del fondo. «La verdad es que es muy raro que lo hayan arrestado sin que haya hecho nada. ¿Cómo se enteraron los israelíes?», se pregunta otro hombre de bigote grueso que desafía al primero con las piezas negras. «Para mí que lo entregó el hermano», agrega otro parroquiano. «Yo tengo un hijo de 16 años y lo vigilo muy de cerca. Sé que puede ser reclutado en cualquier momento», admite Abu Ahmed el dueño del café.
Lo cierto que en el último mes fueron detenidos otros tres jóvenes adolescentes de Nablus poco antes de que se inmolaran. Hace dos semanas fue Husam Abdo, el chico de 16 años arrestado en el puesto de control de Huwara cuando llevaba puesto un chaleco lleno de explosivos. El 16 de marzo fue otro chico, Abdallah Quran, de apenas 11 años. Y un mes antes fue otro adolescente, detenido junto a su padre. Ayer, otra chica de Nablus de 18 años, Reem Salah, fue sentenciada a 32 meses de prisión por planificar un doble ataque suicida junto a una compañera del colegio que después la denunció.
Una fuente de Defensa israelí dijo a Clarín que «no se puede hacer diferencia entre un terrorista que comete un atentado y otro que está por cometerlo. Simplemente el segundo no tuvo éxito. Pero los dos son unos asesinos».
En las calles de Nablus, como en Gaza y todos los territorios ocupados hay una exaltación de los suicidas. Sus fotos se encuentran en todas las esquinas y algunos tienen verdaderos altares donde la gente deposita flores y velas. En las fotos o las pinturas se los ve a todos siempre muy decididos y con sus uniformes de combate; la vincha tradicional de los mujaidines musulmanes y una o más armas en la mano. Y una encuesta reciente del prestigioso Centro Palestino para la Política y la Investigación indica que una mayoría de palestinos, el 53%, apoya los ataques suicidas contra civiles israelíes. Esto significa un incremento de casi un 8% con respecto al años anterior. La encuesta fue realizada antes del asesinato del líder espiritual del grupo extremista Hamas, el jeque Ahmed Yassin.
«No creo que nadie se tenga que suicidar por nada. Nosotros creemos que la resistencia contra los israelíes tiene que ser pacífica porque es la única manera de ganarles. Siempre sostuve esta idea. Creo que una huelga general indefinida de los trabajadores palestinos es más efectiva que cien ataques. Hay que derrotarlos por la economía. Nosotros tenemos la fuerza del trabajo», explica el padre de Tamer, Massoud. «Trabajo con israelíes desde hace 25 años y los conozco bien, sólo entienden cuando se les toca el bolsillo», agrega.
Narimen está más pálida que nunca. Ve la foto de su hijo en el diario Jerusalem Post y se cae sobre un sillón desparramando su túnica blanca. Unos minutos más tarde se recupera y sigue hablando. «No pueden terminar así con la vida de un chico de 15 años. No pueden. Y son tan responsables los que intentaron reclutarlo como los soldados que se lo llevaron. Tienen que devolverme a mi hijo. El no mató a nadie», dice, mientras se da aire con su pañuelo para no caer desmayada.
Fte Clarin