La campaña que preconiza en Francia el boicot a Israel, la situación de la Embajada israelí en Noruega y el éxito de obras cargadas de tópicos antijudíos hacen pensar en una triste vuelta al pasado.
La demonización de Israel nunca tendrá fin? Tres acontecimientos recientes, tres signos, obligan a plantear de nuevo esta pregunta.
Primero, en Francia, esa extraña campaña a favor del boicot que parece extenderse. Por supuesto, hay situaciones en las que el boicot está justificado. Y soy el primero que lo ha preconizado en los casos en que, resumiendo, el derecho de los pueblos a disponer de su propio destino degenera en derecho de los tiranos a disponer de su propio pueblo o, ya que estamos, del vecino. Pero ¿en el caso de una democracia como Israel? ¿En el caso de la única democracia de Oriente Próximo, es decir, del único Estado de la región en el que las discrepancias políticas pueden resolverse mediante acuerdos? ¿Ante una de las pocas naciones del mundo que a las viejas preguntas de si la democracia se improvisa, de si se puede inventar a partir de la nada y de si puede surgir de pueblos que a menudo no han conocido sino el totalitarismo y la tiranía, respondió con el milagro de un régimen que, desde su nacimiento, fue, en efecto, una democracia? Y qué decir, finalmente, de este castigo colectivo que pretenden infligir a un país que, en su relación con su adversario político, es decir, con la parte palestina: a) cuenta con una fuerte minoría de ciudadanos dispuestos a todas las concesiones; b) cuenta, desde hace mucho tiempo, con una mayoría convertida a la solución de los dos Estados, a cambio de garantías de seguridad; c) no cuenta con casi ningún responsable serio que no se haya resignado, aunque sea a regañadientes, a dar por muerta y enterrada su utopía y a aceptar el reparto de la tierra. Este asunto del boicot, ya sea económico, deportivo o cultural, no tiene sentido. O, si lo tiene, enunciarlo causa escalofríos, hasta tal punto estamos cerca, en este caso, del más irracional, loco y furioso de los odios.
El segundo acontecimiento se ha producido en Toronto, donde se acaba de proyectar una película de Vibeke Lokkeberg -ex modelo y actriz sueca reconvertida en documentalista de guerra- titulada Tears of Gaza (Lágrimas de Gaza). En mi opinión, no hay nada tan noble como el género del documental de guerra. Pero tampoco hay nada tan difícil. Y sé, por haberme aventurado en él, que el género solo es válido si se respetan unas reglas simples, pero estrictas. La probidad, en primer lugar: ¿para qué hacernos llorar con la pretendida "masacre de civiles", o incluso el "genocidio", que habría sido la guerra de Gaza, cuando las mismas estimaciones palestinas (declaraciones de Fathi Hamad, ministro de Interior de Hamás, del 4 de noviembre) hablan de 700 combatientes, digo bien, "combatientes", muertos en enero de 2009 durante esa guerra, lo que viene a corroborar las cifras israelíes? La contextualización, después: ¿se pueden mostrar esas imágenes, terribles como todas las imágenes de guerra, sin decir una sola palabra sobre la ideología de los amos de Gaza, de sus responsabilidades en el desencadenamiento de las operaciones, así como de su forma de luchar -obligando, por ejemplo, a los padres a convertir a sus hijos en escudos humanos? Y, para terminar, un último principio, la fiabilidad de lo que se muestra: nosotros también mostrábamos imágenes de archivo en Bosna!, pero la mayoría de las imágenes de la película eran nuestras -las rodamos Alain Ferrari y yo en una Sarajevo bombardeada-, mientras que el equipo de esta producción no ha puesto los pies en Gaza y se ha conformado con empalmar las secuencias filmadas por unos cámaras bajo estrecha vigilancia de los milicianos de Hamás. Una película así -que, lamentablemente, no tardará en aterrizar en todos los festivales del planeta- no es un documental, sino una obra de propaganda. Y, satanizando a Israel, no promueve la paz, sino la guerra.
Finalmente, el último signo concierne precisamente a Noruega y, más allá de Noruega, a esa Escandinavia que amo pero en los últimos años me cuesta reconocer. ¿No es triste enterarse de que el país de los Acuerdos de Oslo ha sido el primero, después de Toronto, en aclamar la película? Más allá de la película, de la que, después de todo, podríamos pensar que la nacionalidad de su autora ha marcado su recepción, ¿no es desolador comprobar que un libro como Mornings in Jenin, de Susan Abulhawa, que, al amparo de la ficción, es un concentrado de tópicos antiisraelíes y antijudíos, es también un best seller aplaudido por la mayor parte de los medios de comunicación? Peor aún, ¿no es consternador enterarse de que, en la misma ciudad en la que Isaac Rabin estuvo a punto de firmar la paz con Yasir Arafat, la embajada de Israel se ha visto obligada a trasladarse después de haber tenido que instalar una barrera de seguridad (en Oslo dicen un "muro de las Lamentaciones") para protegerse de los esbirros, y de que esa misma barrera le haya hecho pasar de estar amenazada a amenazar, con su sola presencia, la tranquilidad de los vecinos del barrio de alto coturno de Parkveien? ¡Y qué lástima, para terminar, observar la transformación de la vecina Suecia, en cuyo Parlamento nacional hay 20 diputados fascistoides; en la que un sector creciente de la izquierda solo ve en los ideales de tolerancia una autorización para expresar la reprobación que inspira la sola existencia, en Oriente Próximo, de un Estado de mayoría judía; y en la que una ciudad como Malmö, que es la tercera del país, está administrada por un alcalde cuyo mayor título de gloria es haberle declarado la guerra, según él mismo pregona, tanto al antisemitismo como al sionismo! Aventuras de la dialéctica progresista. Muecas de lo que fue el rostro mismo de la socialdemocracia en Europa. Da miedo. Y a esto hemos llegado.