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Por Ernesto Tenembaum

Ser periodista
Por Ernesto Tenembaum

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Uno de los diarios importantes de nuestro país se escribió en idisch, que era el idioma en el que hablaba la mayoría de los abuelos de los judíos que viven en la Argentina. Ahora, algunos de sus nietos tratan de que sus hijos estudien hebreo, porque así se habla en Israel. Pero, en el origen, el hebreo no existía. El idisch –una especie de alemán pero mucho más suave y dulce– era la lengua de la diáspora. En un momento –digamos, década del treinta del siglo pasado– muchas personas sólo hablaban idisch y entonces había un diario para ellos. Se llamaba Di Presse y dicen que llegó a vender más de 100 mil ejemplares. A medida que nuevas generaciones fueron reemplazando a las anteriores, cada vez menos gente hablaba y leía en ese idioma de letritas extrañas. Y entonces, Di Presse fue perdiendo lectores hasta casi desaparecer. En 1977, en un intento desesperado por sobrevivir, sus dueños realizaron una concesión escandalosa: decidieron publicar cuatro páginas en castellano los días viernes, para atraer nuevos lectores: el raquítico suplemento se llamó Nueva Presencia y su director, Herman Schiller. Ambas publicaciones se hacían en un edificio vetusto y laberíntico que quedaba en Castelli casi Corrientes, pleno barrio judío. En el sótano de ese edificio había una vieja imprenta sobre la cual trabajaba un viejo linotipista ordenando sobre planchas de metal las letras de plomo en idisch. Ojalá alguien haya conservado en algún lado esas piezas porque son parte de la historia.

Es difícil saber cuán importante es un diario para la gente que lo recibe, pero yo tengo dos referencias familiares. Hace poco, mi padre cumplió 80 años. En un momento de la celebración dijo: “Mis padres querían mucho a este país, aun antes de conocer su idioma, sus calles o sus costumbres. Recuerdo que mi viejo esperaba con ansiedad el suplemento de Di Presse sobre historia argentina y hablaba conmigo, que era un chiquito, sobre Mariano Moreno, en idisch”. Mucho tiempo después, yo recuerdo la ansiedad con que mis padres, en época de la dictadura, esperaban recibir Nueva Presencia, que era de las pocas cosas que se podían leer en una época en que los grandes medios no decían una palabra sobre lo que estaba ocurriendo en el país, y lo que decían, en fin, era un horror. Ese suplemento discutía apasionadamente sobre si se podía ser judío y ateo a la vez, apoyaba con énfasis el proceso de paz en Medio Oriente, reclamaba la liberación de Jacobo Timerman y empezó, cuando era realmente peligroso, a darles lugar a las Madres de Plaza de Mayo. Su director, Herman Schiller –un tipo duro, ríspido, intransigente y muy barbudo–, todavía no recibió el homenaje que merece por el trabajo que hizo desde esa especie de antro casi en extinción. A medida que pasan los años, su trabajo se agiganta. Hubo muchos otros colegas valientes –Robert Cox en el Herald, Magdalena Ruiz Guiñazú en Continental, Andrés Cascioli en Humor– pero de ellos se sabe bien lo que hicieron (aunque algunos pretendan borrarlo de la historia porque no toleran sus posiciones actuales).

El lunes que viene es el Día del Periodista y –la verdad sea dicha– en estos tiempos en los que se pretende instalar que la única manera digna de serlo es recibir una paga –directa o indirecta– del Gobierno y repetir que todos los periodistas son títeres, y que todos los opositores son malísimos y que todos los oficialistas son realmente brillantes, en estos tiempos –decía– me vienen a la memoria muchas de las historias valientes, íntegras y conmovedoras que he conocido estos años.

Una de ellas ocurrió en Catamarca, en 1990. Ustedes conocen el episodio. Esa provincia era un feudo dominado completamente por la familia Saadi. Cierta noche, un grupito de niños mimados por el poder provincial violó y asesinó a una adolescente. El pueblo entero reaccionó, liderado por una hermosa monja. Uno de los diarios locales era La Unión, tan prudente como su propietaria, la Iglesia local. El otro era El Ancasti, cuyo dueño era un empresario, de esos que son más rápidos que la vista. El director de El Ancasti era un negrazo expansivo, noctámbulo y un poco atorrante. Se llamaba César Molas, pero todos lo conocían como Quelo. El tipo estaba tan conmovido por lo que ocurría en su provincia que puso el diario al servicio de la rebelión popular, cuando no se sabía cómo iba a terminar todo (pasó más de un año hasta que los Saadi perdieron las elecciones). Al empresario más rápido que la vista al principio le pareció simpático, porque denunciar al gobierno era una buena manera de apretar para conseguir mejores acuerdos, pero cuando quiso frenar a Molas ya no pudo. Muchos periodistas viajábamos desde Buenos Aires para contar la pacífica e inesperada rebelión en aquel valle. Algunos incluso se enamoraron de mujeres catamarqueñas, otros se divirtieron en un célebre prostíbulo del lugar. Pero para todos nosotros había refugio. Para quien no lo había era para él. Y ojo: el tipo no era de izquierda, ni nada, simplemente era valiente, y profesional, y humano. Algunas personas creen que es necesario farfullar un par de consignas ideológicas para ser respetable. Por suerte, Quelo no era de esos.

Jorge Lanata fundó Página 12 –que obligó a cambiar para siempre a los grandes medios, cuidadosos de todo hasta ese momento– y esta revista que nació como un monumento a la incorrección política. Juan Castro logró que Canal 13 pusiera en horario central el primer programa gay de la televisión abierta mundial. Daniel Santoro realizó en Clarín una magnífica investigación que terminó nada más y nada menos que con Carlos Menem preso. José Luis Cabezas consiguió, para Editorial Perfil, la imagen imposible de Alfredo Yabrán, y eso le costó la vida. Marcelo Zlotogwiazda investigó y difundió los chanchullos de los principales bancos de la Argentina en los tiempos de la plata dulce menemista. Luis Majul contó quiénes eran los dueños de la Argentina en los noventa –y lo volvió a hacer ahora–. No es cierto, como se dice, que el periodismo argentino se mete con el poder político pero no con el económico. Si lo sabrán los gerentes y ex gerentes de McDonald’s, IBM, el viejo Banco General de Negocios, Oca, YPF, Aeropuertos Argentina 2000, TBA, Lapa, Aerolíneas privada, Edesur, Banco de Galicia, entre otros grandes avisadores que han sufrido de denuncias documentadas por parte de colegas. Jorge Lanata trasladó su inconciencia de Página a la televisión. El mundo periodístico por momentos se puso tan dinámico que Mariano Grondona, por un tiempo, se olvidó del que fue y volvería a ser y transformó a Hora Clave en una tribuna de denuncia contra Menem. E incluso La Nación, a través de la columna de Joaquín Morales Solá, dio el puntapié inicial en la investigación por los sobornos en el Senado, que partió en dos al gobierno de la Alianza. Y eso que los sobornos se habían pagado para aprobar una ley que reclamaban las empresas más poderosas del país para explotar más aún a los trabajadores. Mario Pergolini creó Caiga Quien Caiga y así incorporó el humor transgresor al periodismo más crítico del menemismo. Y Telenoche Investiga puso al aire la nota que más daño hizo a la Iglesia Católica argentina en su historia: denunció que el cura más popular del país era un abusador de menores. Miriam Lewin fue la autora de la investigación. Esa tradición se continúa con pasión en estos días, cuando –por ejemplo– Gustavo Grabia se mete en el infierno de delincuencia y complicidad política que son las barras bravas del fútbol, con una valentía de otras épocas. Tampoco es cierto que los medios nunca se investigaron a sí mismos y que sólo ahora, gracias a la campaña oficial, se los pone en tela de juicio. Para muestra, cualquier lector honesto recordará las tapas de Noticias, de Ambito Financiero y de esta revista sobre el Grupo Clarín, que se hacían sin tener a un gobierno fogoneando, interesado por crear su propio monopolio.

Seguramente, cada periodista tiene su propia experiencia acerca de cuáles trabajos lo impactaron más en su carrera. Seguramente, además, mi lista debe estar incompleta y habrá algún amigo que se enoje. Y, por supuesto, se podrá notar que este recorrido es muy sesgado: repara en las grandezas de la profesión y no en sus miserias, que son muchas. Es que el trabajo nuestro es así. Estamos en empresas que, muchas veces, no nos gustan. Muchas veces, nos aprisionan las presiones: del Gobierno, de las empresas donde trabajamos, de los avisadores, de la sociedad que se expresa a través de números de rating, ventas, etc. Y, cada tanto, en ese proceso, se abre un hueco en la red.
Si uno mira hacia atrás, en estas casi tres décadas de democracia, por suerte, ha habido muchos de esos huecos.

Ojalá no se cierren. Ojalá el periodismo no se transforme en la mediocridad de cobrar un sueldo en el Estado para elogiar al Gobierno y detractar a sus críticos.

Sería un grave retroceso.

Una pena.

Por lo pronto, ya que es el Día del Periodista, volvamos al principio: a las letras en idisch, al edificio laberíntico de un viejo barrio judío, y a ese hombre barbudo que, simplemente, por una cuestión de conciencia, contaba las atrocidades que ocurrían en un país aterrorizado.

Un maestro, el tipo.

Aunque él no se diera cuenta.

Revista Veintitrés

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