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¿Habla Israel en nombre de los judíos?

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Por JOSÉ MARÍA RIDAO .- La nota de la Embajada de Israel en Madrid señalaba que "el conjunto de las obras de Eugenio Merino expuestas en Arco incluyen elementos ofensivos para judíos, israelíes y, seguramente, para otros". A continuación, afirmaba que "la libertad de expresión o la libertad artística" sirve en ocasiones como disfraz "de prejuicios, de estereotipos o de la mera provocación por la provocación". "Un mensaje ofensivo", concluía la nota, "no deja de ser hiriente por pretender ser una obra artística".

Estas apreciaciones planteaban como solución lo que, en realidad, constituye el núcleo del problema. Entre otras razones porque los prejuicios o los estereotipos no tienen por qué ser siempre negativos, sino que también podría darse el caso de que fueran positivos. De hecho, se ha dado desde tiempo inmemorial: ésa y no otra sería la esencia del arte de propaganda, que no suele ser objeto de protestas por parte de las embajadas o los Gobiernos sino, en todo caso, de promoción. Y en cuanto a la provocación por la provocación, nada impide que sea el estímulo para obras que más tarde gozarán de amplio reconocimiento. Baste pensar en Marcel Duchamp y su urinario o Andy Warhol y su retrato de Mao. Con un agravante adicional, y es que lo que alguna vez fue provocación puede dejar de serlo, hasta convertirse, incluso, en ortodoxia.

Aunque referida a las obras de Eugenio Merino, la polémica que precedió a la inauguración de esta edición de Arco suscita una cuestión de alcance general, como es la actitud del poder ante las manifestaciones de la libertad que no son de su agrado. La Embajada de Israel consideraba que las obras en cuestión eran una ofensa para "judíos, israelíes y, seguramente, para otros". Esos otros, sin embargo, no han tenido la misma reacción, lo que no significa necesariamente que no hayan participado del mismo sentimiento. En respuesta a la nota diplomática, los portavoces de Merino informaron de que una de las obras consideradas ofensivas había sido adquirida por una persona de origen judío. Era una forma de recordar que la valoración de una obra no está determinada por la pertenencia a un grupo humano, puesto que siempre puede existir alguien que disienta. Lo que, sin embargo, se ha perdido de vista en el rifirrafe es que, en las sociedades democráticas, el origen de las personas forma parte de su esfera de intimidad. Si en este caso se ha convertido en relevante es porque, frente a la pretensión de una embajada de ejercer como portavoz oficial del sentimiento de los judíos, no sólo de los israelíes, hacia la obra de Merino, el entorno del artista reaccionó señalando que la embajada no hablaba en nombre de todos.

Este efecto indeseable de colocar el origen de los individuos en un plano público en lugar de mantenerlo en la estricta esfera de la intimidad alcanza cotas aún mayores cuando, en lugar de la crítica de arte, se refiere a la crítica política. La acusación de antisemitismo, o de judeofobia, un término que popularizó Jean-Pierre Taguieff en un ensayo que la editorial Gedisa publicó en España en 2002, suele ser frecuente ante la condena de algunas acciones de Israel. Tras padecer una campaña de descrédito a raíz de un artículo sobre el conflicto israelo-palestino en el que criticaba al Gobierno de Sharon, el autor francés Pascal Boniface publicó un ensayo titulado ¿Está permitido criticar a Israel? En él alertaba de la comunitarización que se cerniría sobre la política francesa si las posiciones estuvieran férreamente marcadas por el origen judío, árabe o musulmán de los participantes, a quienes tendrían que asociarse, sin la más mínima posibilidad de disensión, el resto de ciudadanos que tomasen la palabra. Si se estaba con unos, hasta el final, igual que si se estaba con los otros.

La comunitarización contra la que alertaba Boniface era resultado, en realidad, del mismo fenómeno que ha convertido en relevante la condición de judío del comprador de la obra de Merino expuesta en Arco: el origen de las personas pasa al primer plano del debate público, de manera que cualquier juicio sobre lo que hacen corre el riesgo de transformarse en un juicio sobre lo que son. La pregunta que comienzan a suscitar algunos autores, y entre ellos no pocos israelíes, es quién estaría acentuando más ese riesgo, los grupos políticos que defienden abiertamente el antisemitismo o quienes, con la pretensión de combatirlo, creen descubrirlo en cualquier crítica a las acciones de Israel. Un inquietante fenómeno de los últimos tiempos es que, en Europa, la siniestra bandera del antisemitismo se ha extendido desde los grupos marginales de ultraderecha hacia sus simétricos en la ultraizquierda, que en su defensa de los palestinos retoman las fantasías de los protocolos de los sabios de Sión. En Oriente Próximo, entre tanto, el antisemitismo ha empezado a calar en el discurso yihadista y también en el de una potencia como Irán, cuyo presidente, Mahmud Ahmadineyad, lanza reiteradas proclamas contra los judíos con el pretexto de denigrar a Israel y se suma a las tesis negacionistas del Holocausto.

En La nación y la muerte, un ensayo cuya traducción española acaba de publicar la editorial Gredos, la profesora israelí Idith Zertal lleva a cabo un pormenorizado estudio sobre un fenómeno que Hanna Arent aplicó al mal que encarnaba el nazismo, y que ahora se suele referir preferentemente al Holocausto: la banalización. Zertal da por descontado que el Holocausto se banaliza en cada ocasión en que, para criticar a Israel, se compara la situación actual de los palestinos con la de los judíos en los campos. Pero el mérito principal de su trabajo reside en el análisis de la banalización que llevan a cabo los propios dirigentes israelíes. Zertal describe, así, la manera en la que el desarrollo del programa nuclear israelí se justificó con el argumento de impedir un segundo Holocausto. Como también las actuaciones más desproporcionadas y controvertidas contra los palestinos durante las sucesivas Intifadas, en las que, paradójicamente, el número de víctimas entre los habitantes de los territorios ocupados multiplicaba varias veces el de las israelíes. En la última conmemoración del día internacional del Holocausto, el presidente israelí, Simón Peres, expresó en Auschwitz su temor de que pudiera repetirse si no se detenía el programa nuclear de Irán. El riesgo contra el que advierte Zertal es que si, por un lado, el Gobierno israelí cree obtener cobertura política o moral invocando el temor de un nuevo Holocausto, por otro se verá obligado a pagar el inmenso coste de su banalización con los fines más diversos.

Con el recurso a las acusaciones de antisemitismo, lanzadas por portavoces oficiales de Israel contra quienes en absoluto participan de estas execrables posiciones, podría estar comenzando a ocurrir otro tanto. La paradoja en la que suelen incurrir al hacerlo es que, mientras emplean una desbordante energía hermenéutica en buscar reminiscencias de antisemitismo en escritos, declaraciones u obras artísticas, convalidan implícitamente la frágil hipótesis que está en el origen de la tragedia que vivieron los judíos a manos del nazismo, según la cual es posible distinguir entre unos seres humanos arios y otros semitas. Se debe a Maurice Olender uno de los alegatos más contundentes contra esta distinción, que acabó explicando en términos biológicos y de raza lo que sólo era una diferencia de creencia religiosa y, a partir de ella, de tradiciones que regían los diversos aspectos de la vida cotidiana. En Las lenguas del paraíso, publicado en España por la editorial Seix-Barral, Olender da cuenta de cómo los estudiosos del siglo XIX identificaron un grupo de lenguas, que llamaron indoeuropeas, diferentes de otras a las que llamaron semíticas, y de cómo, a partir de este punto, lo indoeuropeo acabó transformándose en ario, lo ario, a su vez, en una supuesta raza aria que, por último, fue enarbolada por un tirano que quiso demostrar su superioridad mediante el exterminio de quienes, en esta construcción fantasmagórica, pertenecían a otra raza igualmente supuesta.

Las obras de Eugenio Merino expuestas en Arco, tanto como la reacción de la Embajada de Israel, pueden ser interpretadas como una nueva y banal escaramuza entre quienes pretenden provocar a través del contenido de una manifestación artística y quienes se sienten provocados por él, sea cual sea su valor. Quizá no se trate tanto de sumarse a unos o a otros, elaborando argumentos ad hoc que, al final, son simples variaciones de los que se vienen utilizando en la interminable polémica sobre el arte y las actitudes del artista, sino de tomar conciencia de cuánto se pone en juego cada vez que se abre un debate de esta naturaleza, sobre todo si se recurre con más o menos ligereza a conceptos que la historia ha cargado de una sobrecogedora densidad. ¿Deberían ser estos conceptos argumento suficiente para limitar la libertad de expresión o la libertad artística? Contra lo que pudiera parecer, el problema no residiría en los conceptos mismos, sino en determinar quién tendría la autoridad para decidir qué conceptos son los relevantes para establecer limitaciones y cuándo una obra de arte los respeta o los ofende.

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