El inicio la próxima semana de un servicio civil voluntario para los ciudadanos israelíes exentos de ir a filas ha reabierto por enésima vez el sempiterno debate sobre la fidelidad a su propio Estado de la minoría árabe.
La iniciativa, lanzada el pasado agosto por el Gobierno, pretende que la juventud árabe y los judíos ortodoxos matriculados en escuelas rabínicas -ambos eximidos de la larga prestación militar obligatoria- ayuden en hospitales, escuelas o residencias de ancianos en sus propias comunidades.
Unos seiscientos árabes se han presentado para este servicio en los diez primeros meses del año, el doble que en todo 2006 en diversas organizaciones de voluntariado, según datos difundidos la pasada semana por la administración a cargo del proyecto.
El revés de la moneda es que los árabes inscritos apenas suponen un cinco por ciento del total (cuatro veces menos de su peso poblacional) y son, sobre todo, cristianos y beduinos.
Una disparidad que muestra los recelos de este colectivo a participar en lo que consideran una muestra de fidelidad a un Estado que les trata como ‘ciudadanos de segunda’, mantiene bajo ocupación desde hace cuarenta años a sus compañeros de origen y que despojó de tierras y propiedades a sus antepasados.
La gran mayoría de árabes israelíes tiene muy presente que no son sino los palestinos que se quedaron en su tierra tras la creación del Estado judío en 1948, más sus descendientes.
Esta desconfianza -que les hace ser tildados con frecuencia de ‘quintacolumnistas’ por la mayoría judía- es la que el Gobierno israelí trata ahora de diluir con este servicio facultativo, premiado con dinero y otras prebendas.
‘Todos vivimos en el mismo país y estamos en el mismo barco. Los ciudadanos israelíes necesitamos ser iguales en cada aspecto, tanto en los derechos como en los obligaciones’, dijo el mes pasado el ministro de Interior, Meir Shitrit, al terciar en la polémica.
Su compañero de Gobierno, el ultranacionalista Avigdor Lieberman, ha ido más lejos al anunciar este martes que su partido, Israel Beitenu, donará 128.600 dólares (89.300 euros) a una fundación que recluta voluntarios árabes.
‘Cualquiera que esté dispuesto a ser voluntario por Israel es tan ciudadano como yo’, recalcó Lieberman, responsable de la cartera de Asuntos Estratégicos.
Es el caso de Nora Assi, quien más allá de ‘disputas políticas’ está ‘convencida’ de estar ‘haciendo algo positivo’ para ella y su sociedad al ejercer como voluntaria en San Juan de Acre a sus 20 años de edad.
‘Ni nuestros líderes ni mi familia están contentos con mi decisión. Dicen que es como hacer el servicio militar, pero yo les explico que me limito a ayudar niños’, argumenta, por su parte, Amna Gazawi, asesora pedagógica en un instituto de Kfar Maher citada por medios locales.
El Gobierno israelí está, de hecho, convencido de que muchos jóvenes árabes no dan el mismo paso por miedo a ser tachados de ‘traidores’ o ‘colaboracionistas’ por sus colegas.
Hasta un setenta por ciento de ellos, según un estudio del sociólogo Sami Smuha, de la Universidad de Haifa.
Los líderes árabes israelíes -inmersos en una fuerte campaña para que este servicio fracase- creen en cambio que el escaso número de adhesiones refleja tan sólo el rechazo de los jóvenes a ‘rendir pleitesía’ a un país que les margina.
‘Israel se define como el Estado judío, pero luego nos pide que le mostremos fidelidad’, denuncia Jamal Zahalka, diputado del partido nacionalista árabe Balad.
Nadim Nashef, director de la asociación Baladna -promotora junto con decenas de partidos políticos y ONG de la campaña ‘anti-servicio civil’- critica al Gobierno israelí por haberse ‘sacado de la manga’ este proyecto, ‘en vez de trabajar para eliminar las discriminaciones’.
En contrapartida a este ‘aperitivo de la obligación de ir a filas’, Nashef propone fomentar el voluntariado entre los jóvenes árabes, pero fuera de los cauces institucionales.
A una semana del despegue del servicio, unos y otros mantienen un complejo debate que muestra una vez más el difícil encaje en el Estado judío de una comunidad, la árabe israelí, dividida desde hace sesenta años entre la identidad y el pragmatismo.