Sorpresa: acaba de difundirse una fatwa contra Hezbollah firmada por Abdala Ben Jabrín, importante sheik wahabi de Arabia Saudita. Asegura que viola la ley coránica quien apoya a esta organización, quien se pliega a ella o reza por ella. Sigue a un documento asombroso publicado el 12 de julio por otro sheik, el kuwaití Hamid al Alí, que condena las ambiciones imperiales de Irán instrumentadas por Hezbollah desde el Líbano. Estos pronunciamientos son apenas la parte visible del iceberg que anuda viejos y nuevos conflictos dentro de la familia árabe y musulmana, ocultos hasta ahora por el fragor de la obsesiva lucha contra la existencia de Israel.
Es necesario advertir que no todos los árabes quieren un Estado palestino y que más árabes aún detestan a los palestinos, como lo prueba la inexpugnable valla egipcia que impide la fuga de palestinos hacia el Sinaí o las prohibiciones que impiden a los palestinos, en casi todos los Estados árabes, comprar propiedades o gozar de los mismos derechos que poseen los demás habitantes. Basta recordar que fueron asesinados por las tropas jordanas, sirias y libanesas cinco o seis veces más palestinos que todos los que cayeron en sus enfrentamientos con Israel desde hace más de medio siglo.
Para entender a Hezbollah conviene tener en cuenta las cuatro corrientes de opinión que prevalecieron en la zona sucesivamente, en tan sólo un siglo. Trataré de ser breve y claro.
Antes de la Primera Guerra Mundial, cinco países que ahora son Siria, el Líbano, Israel, Jordania y los territorios palestinos constituían una provincia pobre y marginal del imperio turco. El movimiento nacional judío, que había comenzado a desafiar la opresión turca desde fines del siglo XIX para constituir un Hogar Nacional Judío en la antigua tierra de Israel, determinó que tras la Primera Guerra Mundial Gran Bretaña fuera encomendada por la Liga de las Naciones para ejercer su mandato sobre lo que entonces empezaba a llamarse Palestina. Este nombre resucitaba la denominación romana impuesta por el emperador Adriano, en reemplazo del militante nombre de Judea.
El movimiento nacionalista árabe, que nació en Siria a principios del siglo XX y fue teorizado por personalidades cristianas y pro occidentales, dijo que «Palestina» era un invento de los sionistas, para independizarla de Siria. En efecto, el nacionalismo árabe de entonces consideraba que toda esa región constituía una gran Siria, opinión que subsiste en ese país. Por eso sus tentaciones para dominar el Líbano e Israel.
Esa primera corriente de opinión fue sustituida por la que desplegó el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser sobre el panarabismo, que además de secular era autoritario y estatizante. Nasser fundó la República Arabe Unida, que ligó por unos años a Egipto con Siria y que debía incorporar rápidamente al resto de los países árabes. La insensata Guerra de los Seis Días acabó con ese sueño.
Empezó a crecer una tercera tendencia, que incluía a la OLP. Pretendía un perfil nacional diferenciado para cada país. A la OLP, sin embargo, no le bastaba con crear un Estado palestino en Cisjordania y Gaza, que durante 19 años estuvieron bajo la ocupación egipcio-jordana sin que se hiciera nada para establecerlo, sino que pretendía incluir en ese Estado todo Israel, y conquistar Jordania. Por eso, en 1971, Yasser Arafat, que había formado en Jordania un Estado dentro del Estado, asaltó el gobierno y fue repelido un septiembre llamado desde entonces Septiembre Negro. Las tropas jordanas asesinaron a alrededor de 20.000 palestinos y luego otros cayeron ante las balas sirias cuando intentaron refugiarse en el Norte.
En el Líbano, la OLP formó otro Estado dentro del Estado, hasta que la guerra civil y la intervención de Israel la expulsaron. En esa época nació Hezbollah como una engañosa alternativa pacífica, por su compromiso con la asistencia religiosa y social. No se limitaba a ella, sino a desplegar una acción terrorista sostenida por el Irán teocrático de Khomeini. Inauguró los crímenes suicidas mediante la matanza de las fuerzas de paz francesas y norteamericanas que habían llegado al Líbano para yugular la atroz guerra civil. Luego habría ejecutado los dos atentados de Buenos Aires (embajada de Israel y AMIA), con el posible apoyo de la embajada iraní. Este hecho inauguró la elección de objetivos civiles para generar infinito pánico. Al mismo tiempo, inició la interminable serie de ataques contra las poblaciones civiles de Israel. Esta es la cuarta y última corriente de opinión, que oscurece a las otras tres.
La oscurece porque esta tendencia anhela la reconstrucción del gran califato medieval, que uniría a cincuenta naciones musulmanas bajo una sola conducción teocrática. No importa la diferenciación nacional, sino la imposición de la sharia (ley islámica) y una guerra perpetua contra los infieles de cualquier denominación.
Es curioso que Hezbollah, una organización chiita, fanática y dependiente de Irán, cuente con el manifiesto apoyo de Siria, que es una cruel dictadura castrense secular basada en la minoría alawita. Profundas contradicciones separan a ambos regímenes. Sin embargo, los dos tienen en común su desprecio por los sunnitas y por Israel. Siria invadió el Líbano en 1975 de la mano de la Falange cristiana que combatía a la OLP, porque también detestaba a la OLP, que interfería con sus intereses en el Líbano, y deseaba un Estado independiente en Palestina, espacio que Siria seguía considerando suyo, aunque no lo expresara en forma transparente.
Hezbollah pedalea con un pie en Irán y otro en Siria, merced a tres elementos comunes: odio a Israel, odio a los Estados Unidos y posición ambigua sobre la creación de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania (ambigüedad disimulada con las protestas por el sufrimiento palestino, al que no se apresura a ponerle fin, porque siempre los terroristas hacen algo para frustrar la solución negociada).
Llama también la atención que cuando no se quiere tener enfrentamientos con Israel, baste con no atacarlo. Siria, por ejemplo, no ha protagonizado ni un solo cruce de balas con Israel desde la guerra de Iom Kipur. En cambio, hostiliza en forma cínica a ese país por medio de Hezbollah, Hamas y la Jihad Islámica desde el Norte (Líbano) y desde el Sur (Gaza). Cuando se produjo la retirada israelí de la zona de seguridad que mantenía en el Líbano, en vez de que ese territorio fuera ocupado por el ejército libanés, como ordenaron las Naciones Unidas, lo hizo con celeridad extrema Hezbollah, gracias a la protección que le brindaban las tropas sirias establecidas en el valle de la Bekaa.
Sólo ahora se puede advertir que los servicios de inteligencia israelíes fueron ineficaces para percibir la preparación de la guerra en gran escala que efectuaba Hezbollah durante seis febriles años, con un acopio impresionante de armamento, construcción de bastiones, perforación de túneles enormes y un control absoluto de la zona, además de instalar bases de lanzamiento misilístico en barrios densamente poblados, incluso edificios de departamentos y hasta escuelas, que le sirven de atroz escudo.
Siria fue expulsada por la mayoría de la población libanesa tras el asesinato del premier Harari. Pero si algo deseaba la rencorosa Siria era que después de su retiro estallara el caos. Lo acaba de producir su ahijado Hezbollah, precisamente.
Los ataques de Israel para bloquear sus fuentes de abastecimiento (aeropuertos, carreteras, estaciones de radar y edificios enteros controlados por esta organización) han provocado horribles daños humanos y materiales a un bellísimo país como el Líbano. Un país débil que no pudo aplicar la orden de las Naciones Unidas, porque Hezbollah, gracias a la caudalosa intervención sirio-iraní, se convirtió en una fuerza más poderosa que su ejército nacional.
Se calcula que cerca del 80 por ciento de la población libanesa, incluidos chiitas, perciben que los frutos de Hezbollah son un derrame de la tragedia, un sanguinario cáncer que les nació en los años 80 y que los llevó a esta guerra mediante su fabuloso acopio de armas y sus incesantes ataques a Israel. Sin embargo, los libaneses no pueden extirpar este cáncer por sí solos.
Además, crece una tensión religiosa trasnacional que ojalá no se transforme en conflagración abierta: los chiitas y los sunnitas se asesinan en Irak y en otras regiones en las que compiten por el poder del mundo islámico.
Nunca tantos países árabes y musulmanes se mantuvieron tan inmóviles como en esta lamentable operación de limpieza policial que realiza Israel dentro de un país árabe. Sólo hay discursos: ninguna acción firme. Ellos parecen agradecer el maldito trabajo que no se atreven a realizar ellos mismos.
Hezbollah es un peligro para el Líbano y demás países árabes que no desean ser dominados por Irán ni hundirse en un totalitarismo fundamentalista. Pero Israel tampoco podrá barrer a Hezbollah por completo, aunque se empeñe durante otras semanas que aumentarán el luto de ambas partes. Sólo conseguirá debilitarlo. Entonces es probable que el gobierno libanés, con sus fuerzas armadas, apoyadas por tropas extranjeras, tal vez por la OTAN, se encargue de acabar la tarea: decomisar el armamento acumulado en túneles o zonas civiles para que el Líbano pueda reconstruirse y volver a ser uno de los países más hermosos, pacíficos, cultos y progresistas de Medio Oriente.
Por Marcos Aguinis
Para LA NACION