Desde luego, si yo soy Mauricio Hatchwell y recibo el rapapolvo público que le zumbó el ministro de Exteriores, sólo tengo dos opciones, o ponerme de cara a la pared, y hacer mis penitencias, o recordarle al ministro que los ciudadanos somos libres de opinar, que él no es la madre superiora -aunque tenga vocación de ello- y que no es quién para amonestar de esa manera, rozando lo que podría entenderse como una amenaza. «Que sea la última vez que públicamente denuncies, condenes y te expreses de esa manera sobre el carácter antisemita de un Gobierno de España», dijo el ministro con inequívoco cabreo. Pero, ¿quién es él para decirle a un ciudadano lo que tiene que pensar o decir? Quizá es el calor, que ablanda cualquier resistencia, o las alturas del calendario, que nos tiene a todos con el intelecto en su momento más derretido, pero lo cierto es que en ese bochornoso acto, el ministro Moratinos olvidó la biblia de un cargo público: que es él quien tiene que dar explicaciones sobre su actuación, y no quien tiene que pedirlas. Y, por supuesto, no es quién para impedir pensar libremente. Paso por alto la indelicadeza de responder con tuteo altanero a la crítica de un líder comunitario, pero me resulta más difícil obviar ese tonito que ni es propio de un ministro, ni especialmente lo es de un ministro de Exteriores. Pero, además, cuando lo que hay en juego es un tema extremadamente delicado, tan frágil que ha llenado el suelo de cristales rotos, lo último que se espera es un ministro con vocación de elefante. Desde luego, lo que se dice finezza, no es lo propio de Moratinos. Me dirán que la crítica era directa y era dura. ¿Y? Una, en su ingenuidad, pensaba que aguantar temporales incómodos, por parte de ciudadanos críticos, iba en el cargo. Sea como sea, y más allá de la razón de cada cual, Moratinos estuvo fuera de sitio, militó en un torpeza considerable y demostró, una vez más, que sus críticos tienen clavos a los que cogerse. Y encima, sólo convenció a los convencidos. Todo un récord para un ministro que es tan abiertamente aplaudido por una parte del conflicto, como serenamente rechazado por la otra. ¿O habrá que recordar lo que decían de él los israelíes, cuando los iba a visitar, después de haberse paseado con Arafat? Y encima creía que los engañaba…
Vayamos al tema del fondo, aunque lo estético nos haya preocupado, en este caso, tanto como lo ético. ¿Era pertinente la crítica de Hatchwell a Zapatero? Y, más aún, ¿fue tan grave el episodio de la kefia palestina en el cuello de Zapatero? Vaya por delante que Hatchwell dijo en público lo que una inmensa mayoría de judíos españoles piensa en privado. Por supuesto, la comunidad judía es muy minoritaria en España, pero esa minoría es mayoritaria en su crítica a la política gubernamental. Muchos son los motivos que han ido alentando, durante tiempo, una desafección seria entre el socialismo español y la comunidad judía, por mucho que en el terreno histórico-cultural se hayan hecho avances. Me lo decía un buen amigo judío, «los socialistas tratan muy bien a las piedras judías. Cuando se trata de personas, es más complicado». Como participo de la convicción de que la izquierda española ha sido muy poco sutil respecto a Oriente Próximo, y en su afán por defender a los palestinos, ha olvidado reiteradamente la crítica al terrorismo, el sufrimiento israelí y su derecho a la supervivencia -supervivencia notoriamente amenazada-, participo también de la crítica de Mauricio. Para muestra, el botón de una manifestación en la que destacados socialistas -entre ellos, el amigo Pedro Zerolo- se pasearon sin problemas entre pancartas que insultaban la memoria del Holocausto, que equiparaban al nazismo con Israel y que, incluso, aplaudían lo que algunos llaman «resistencia palestina» y otros llamamos terrorismo. Y ¡qué decir de las palabras de Simancas, hablando alegremente del genocidio israelí! En este contexto, el episodio del pañuelo de ZP sólo consiguió avivar la llama de la indignación de los judíos españoles y, por supuesto, de los israelíes. «Sólo es una foto», dicen los amigos. Sin embargo, es esa foto, de hecho, es la única foto que nos imaginamos con Zapatero. O, ¿se habría puesto alegremente la Maguen David en este preciso momento? Si en el fragor de un duro y sangriento conflicto bélico, el presidente de un país se coloca el símbolo palestino y no hace lo propio con el judío, está enviando muchos mensajes y ni uno solo es neutral. ¿O habrá que recordar que ese bonito símbolo es también usado para enviar decenas de misiles contra Israel, o para adoctrinar a adolescentes suicidas? Decía la vicepresidenta -mucho más prudente que Moratinos- que el PSOE condena a Hezbolá, pero también tiene el derecho a criticar la respuesta de Israel. Por supuesto. Lo que ocurre es que la crítica al terrorismo palestino la hemos oído tan poco, tanto, que cuesta recordar una rueda de prensa equivalente a la de ayer. Respecto a lo israelí se han despertado todas las furias de la izquierda, se ha criticado hasta la demonización, se han ridiculizado sus presidentes, criminalizadas todas sus acciones y hasta ha habido dirigentes que han llegado a la paranoia de no celebrar el Día del Holocausto por solidaridad con Palestina. Entre otros, me refiero a Llamazares. Respecto a lo palestino, se ha cultivado un paternalismo acrítico, bobalicón e ingenuo que lo perdonaba todo con la excusa de la victimización. Hace años, años, que la izquierda española no está mínimamente equilibrada en este conflicto. Diría que hace años que ha tomado partido. Y personalmente creo que eso no ha ayudado, para nada, al pueblo palestino. Sólo ha justificado a los que, en su nombre, militaban en el extremismo. ¿Es eso antisemitismo? No lo es la crítica a Israel. Pero cuando la crítica va acompañada de permanentes recuerdos a la Shoá, cuando se equiparan a los presidentes con los nazis, cuando se habla de genocidio alegremente y cuando se maniquea el conflicto hasta el puro simplismo, entonces afloran algunas incómodas orejas de lobo. Entiendo que eso moleste a Moratinos. Sin embargo, ministro, ¿el problema lo tienen Mauricio Hatchwell y la comunidad judía española? ¿O el problema lo tiene, sonoramente, la izquierda española?
El Reloj