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Diario de un niño judío

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Por Julia Luzán *.-Petr Ginz murió a los 16 años en las cámaras de gas de Auschwitz. En 2003 encontraron sus diarios y dibujos, escondidos durante más de sesenta años en un desván. Acaban de ser publicados como un testimonio del espanto.

Al transbordador espacial estadounidense Columbia le faltaban 16 minutos para aterrizar en Florida. Eran las nueve de la mañana del 1º de febrero de 2003. Los siete tripulantes habían comentado con la base las condiciones de la nave momentos antes del aterrizaje. Uno de ellos, Ilan Ramon, el primer astronauta israelí en la carrera espacial, de 47 años, acababa de guardar en su bolsillo una pequeña Biblia y un dibujo de un niño judío muerto en Auschwitz. Al tomar contacto con la atmósfera, la nave se desintegró. La terrible catástrofe propició el descubrimiento de la tragedia de Petr Ginz, un adolescente judío de Praga, una de las víctimas del Holocausto.

«Cuánto tiempo hace ya / que vi por última vez / ponerse el sol sobre Petrin… / Hace ya un año casi que estoy en este agujero / con apenas un par de calles en lugar de tus avenidas. / Como un animal salvaje encerrado en una jaula…». Este poema lo escribió en 1942, desde el campo de concentración de Terezin, en la antigua Checoslovaquia, el joven que revivió con la catástrofe del Columbia. Petr Ginz murió al año siguiente en las cámaras de gas de Auschwitz. Sus diarios salieron a la luz en 2003, cuando Jiri Ruzicka vio en la televisión, en su casa del barrio Modrany de Praga, el dibujo que llevaba el astronauta. Le hizo acordar a otros que guardaba en cajas en su desván. Eran los papeles y los diarios de Petr Ginz, un testimonio desgarrador del exterminio metódico aplicado por los nazis, escrito desde la ingenuidad y la bondad. La única superviviente de la familia, su hermana Cheva Ginz Pressburger, residente en Israel, reconoció la letra: «Y recordé incluso los acontecimientos que en ellos se describían».

Los Ginz vivían en Praga en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eran una familia acomodada que procuraba inculcar a sus dos hijos, Petr y Eva, la práctica de la vida sana y el deporte. En verano, nadaban y en invierno, esquiaban. Ota Ginz, el padre, judío, era director de una empresa textil en Praga. Marie, la madre, cristiana, amaba la música. Se habían conocido en un congreso de esperanto y se casaron el 8 de marzo de 1927. En 1928 nació Petr; dos años después, Eva.

Delgado, larguirucho, el joven Ginz tenía el pelo castaño y los ojos de un lindo azul. Le gustaba la pintura y dibujar, y leía vorazmente cuanto caía en sus manos. Entre los ocho y los catorce años escribió cinco novelas con unos títulos que delataban su admiración por Julio Verne (De Praga a China, El sabio del Altai, Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en un segundo). Sólo se conserva la quinta, El visitante de la época de las cavernas, en la que Petr añadió un epílogo que pone los pelos de punta: «Así fue como el Congo belga se libró de quien lo torturaba y el mundo de aquel pretendido monstruo prehistórico. Pero debemos preguntarnos si no aparecerá sobre la superficie de la Tierra un nuevo monstruo, peor que aquél, que, dominado por la maldad y dotado de los más modernos medios técnicos, someta a la humanidad a los más horrendos castigos».

Petr llevó un diario entre el 19 de septiembre de 1941 y el 9 de agosto de 1942. No fue escrito para ser leído, son las impresiones diarias de un adolescente que anota cosas nimias: la visita de sus primos, las ocurrencias de su amigo Popper, los castigos del colegio: «Por la mañana, paseo; por la tarde, colegio», o el lacónico «nada especial», en un estilo muy similar al de otra adolescente, Ana Frank, desaparecida también en los campos de exterminio. Petr lo consigna todo con la pluma con incrustaciones que le regaló su abuela: los partidos de fútbol, las declinaciones de los verbos latinos…

Dejó de escribir en sus cuadernos poco antes de que lo deportasen (según las leyes de Nuremberg del régimen nazi, a los hijos de matrimonios mixtos los enviaban a los campos al cumplir 14 años). En estas páginas se describe la vida de los habitantes de la ciudad de Praga ocupada por los alemanes, sus dificultades, sus miedos. Todo parece funcionar como antes, pero poco a poco se dictan nuevas ordenanzas sobre lo que los judíos deben entregar, los sitios a los que no pueden ir, los transportes en los que no pueden viajar. El 1º de enero de 1942, Ginz escribe: «Lo que resulta ahora totalmente corriente hubiera sido motivo de escándalo en una época normal. Los judíos, por ejemplo, no pueden comprar fruta, gansos y aves, queso, cebolla, ajo y muchas otras cosas. No dan cartillas de racionamiento de tabaco a los presos, a los locos y a los judíos». Además de todo esto, los judíos no pueden viajar en la parte delantera de los tranvías, autobuses y trolebuses, y tampoco pueden pasear por la orilla del río: «Ahora ya todo el mundo sabe / quién es judío y quién es ario / porque al judío se le reconoce por la estrella amarilla y negra. / Y el judío, una vez marcado / tiene que acatar las ordenanzas».

También cada día, con cuentagotas, desaparece algún vecino, un pariente, un amigo. Algunos esperan el transporte, un eufemismo que esconde el camino a los campos de la muerte. Petr escribe la primera anotación en su diario un viernes 19 de septiembre de 1941. «Han sacado un distintivo para los judíos que es más o menos así (dibuja una estrella de seis puntas).»

Poco a poco, el diario se llena de notas intranquilizadoras: «Fusilaron a un montón de gente por preparar sabotajes, por tenencia ilegal de armas… Ordenaron un nuevo inventario de la ropa de los judíos, los muebles, la máquina de coser», o «está permitido llevar 50 kilos de equipaje por persona, dinero, mantas, comida y póliza de seguros». Un seguro, qué ironía.

Una mañana, Petr asiste con estupefacción a una detención: «Nos encontramos delante de la taberna de la calle Vezanska con un furgón y una fila de guardias en la acera. Los de la Gestapo sacaron a la gente de la taberna (unos ocho) y los metieron directamente en el furgón, cerraron las puertas y se los llevaron». En otro momento, anota: «Nos enteramos de que (al parecer) últimamente suele haber bofetadas (para los judíos, claro) y procuramos que no se nos viese la estrella…». O «un alemán me echó del tranvía con muy malos modos. Me dijo feraus! (¡fuera!) y me tuve que bajar…».

«Nos acaba de llegar una comunicación de la comunidad judía. Dicen que tenemos que entregar, antes del 31 de diciembre, las armónicas, los termómetros, las cámaras fotográficas». Y otra: «Parece que los judíos van a tener que entregar hasta los suéteres».

El 1º de febrero de 1942, el último cumpleaños que pasará en casa, con su familia, anota su lista de regalos: «Un pan dulce que hizo mamá, un cuaderno en blanco, cáscara de naranja, un pañuelo…»

Las últimas semanas antes de ser deportado, la letra de Petr va cambiando, los trazos se afilan, se vuelven más nerviosos. Escucha en la radio las noticias de la BBC, sabe que los alemanes han bombardeado París. Se inventa un código secreto, una escritura jeroglífica para anotar lo que oye. Es un juego y una certeza. Por el diario pasan ráfagas del atentado en Praga que le costó la vida a Reinhard Heydrich, el jefe de las SS, el ejecutor de la solución final. «Ofrecen una recompensa de 10.000.000 de coronas al que denuncie a los autores del atentado, y si alguien los conoce y no los denuncia lo fusilan con toda su familia.» «A todas las chicas mayores del barrio de Liben las detenían, les lavaban la cabeza y las volvían a soltar. Están buscando a una rubia que les cuidó la bicicleta a los autores del atentado.»

El domingo 9 de agosto de 1942, Petr Ginz registra su última anotación en el diario. Lacónico, escribe: «Por la mañana en casa».

Ya en el campo de deportados de Terezin, una ciudad fortificada a 65 kilómetros al norte de Praga por la que pasaron más de 140.000 judíos, Petr recuerda los momentos previos a su llegada. «El 22 de septiembre de 1942, al llegar a casa, le dije: mamá, no te asustes, me tocó el transporte.» Y los preparativos finales: «Llevo una buena cantidad de papel y una libreta, cuchillas para cortar el linóleo (para hacer grabados), una novela sin terminar, El sabio del Altai, y un par de acuarelas medio rotas». A las ocho de la noche se incorporó al transporte. «Me pusieron un pan con salame en un bolsillo.»

De lo que Petr hizo en Terezin se conserva una ínfima parte. Pintó más de 120 obras, fundó y dirigió la revista Vedem, un semanario hecho por el grupo de jóvenes del edificio número 1 del sector L417 del campo. Escribió infinidad de poemas y algunas novelas. Se convirtió en un joven serio, reflexivo. Eva llegó a Terezin dos años después y el 28 de septiembre de 1944 vio salir en el tren hacia Auschwitz a su hermano. «Le di a Petr rebanadas de pan por la ventanilla. Aún tuve tiempo de tomarle la mano a través de las rejas antes de que el guardia del gueto me echara.» Murió en las cámaras de gas y su cuerpo fue arrojado a la fosa común. Tenía sólo 16 años.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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